viernes, 30 de octubre de 2009

Cornelius Castoriadis - Poder, Política, Autonomía



El autodespliegue del imaginario radical como sociedad y como historia -como lo socialhistórico- sólo se hace, y no puede dejar de hacerse, en y por las dos dimensiones del instituyente y de lo instituido. La institución, en el sentido fundador, es una creación originaria del campo social-histórico –del colectivo-anónimo- que sobrepasa, como eidos, toda “producción” posible de los individuos o de la subjetividad. El individuo -y los individuos- es institución, institución de una vez por todas e institución cada vez distinta en cada distinta sociedad. Es el polo cada vez específico de la imputación y de la atribución social establecidos según normas, sin las cuales no puede haber sociedad.

La subjetividad, como instancia reflexiva y deliberante (como pensamiento y voluntad) es proyecto social histórico, pues el origen (acaecido dos veces, en Grecia y en Europa Occidental, bajo modalidades diferentes) es datadle y localizable. En el núcleo de las dos, la mónada psíquica, irreductible a lo social-histórico, pero formable por éste casi ilimitadamente a condición de que la institución satisfaga algunos requisitos mínimos de la psique. El principal entre todos: nutrir a la psique de sentido diurno, lo cual se efectúa forzando e induciendo al ser humano singular, a través de un aprendizaje que empieza desde su nacimiento y que va robusteciendo su vida, invistiendo y dando sentido para sí a las partes emergidas del magma de significaciones imaginarias sociales instituidas cada vez por la sociedad y que son las que comparte con sus propias instituciones particulares.

Resulta evidente que lo social-histórico sobrepasa infinitamente toda “inter-subjetividad”. Este término viene a ser la hoja de parra que no logra cubrir la desnudez del pensamiento heredado a este respecto, la evidencia de su incapacidad para concebir lo social-histórico como tal. La sociedad no es reducible a la “intersubjetividad”, no es un cara-a-cara indefinidamente múltiple, pues el cara-a-cara o el espalda-a-espalda sólo pueden tener lugar entre sujetos ya socializados. Ninguna “cooperación” de sujetos sabría crear el lenguaje, por ejemplo. Y una asamblea de inconscientes nucleares sería imaginariamente más abstrusa que la peor sala de locos furiosos de un manicomio. La sociedad, en tanto que de siempre ya instituida, es auto-creación y capacidad de auto-alteración, obra del imaginario radical como instituyente
que se autoconstituye como sociedad constituida e imaginario social cada vez particularizado.

El individuo como tal no es, por lo tanto, “contingente” relativamente a la sociedad. Concretamente, la sociedad no es más que una mediación de encarnación y de incorporación fragmentaria y complementaria, de su institución y de sus significaciones imaginarias, por los individuos vivos, que hablan y se mueven. La sociedad ateniense no es otra cosa que los atenienses, sin los cuales no es más que restos de un paisaje trabajado, restos de mármol y de ánforas, de inscripciones indescifrables, estatuas salvadas de las aguas en alguna parte del Mediterráneo-, pero los atenienses son sólo atenienses por el nomos de las polis. En esta relación entre una sociedad instituida que sobrepasa infinitamente la totalidad de los individuos que la “componen”, pero no puede ser efectivamente más que en estado “realizado” en los individuos que ella fabrica, y en estos individuos puede verse un tipo de relación inédita y original, imposible de pensar bajo las categorías del todo y las partes, del conjunto y los elementos, de lo universal y lo particular, etc. Creándose, la sociedad crea al individuo y los individuos en y por los cuales sólo puede ser efectivamente. Pero la sociedad no es una propiedad de composición, ni un todo conteniendo otra cosa y algo más que sus partes -no sería más que por ello que sus “partes” son llamadas al ser, y a “ser así”, por ese “todo” que, en consecuencia, no puede ser más que por ellas, en un tipo de relación sin analogía en ningún otro lugar, que debe ser pensada por “ella misma”, a partir de “ella misma” como modelo de “sí misma”.

Pero a partir de aquí hay que ser muy precavidos. Se habría apenas avanzado (como algunos creen) diciendo: la sociedad hace los individuos que hacen la sociedad. La sociedad es obra del imaginario instituyente. Los individuos están hechos por la sociedad, al mismo tiempo que hacen y rehacen cada vez la sociedad instituida: en un sentido, ellos sí son sociedad. Los dos polos irreductibles son el imaginario, radical instituyente -el campo de creación sociohistórico-, por una parte, y la psique singular, por otra. A partir de la psique, la sociedad instituida hace cada vez a los individuos -que como tales, no pueden hacer más que la sociedad que les ha hecho-. Lo cual no es más que la imaginación radical de la psique que llega a transpirar a través de los estratos sucesivos de la coraza social que es el individuo, que la recubre y penetra hasta un cierto punto -límite insondable, ya que se da una acción de vuelta del ser humano singular sobre la sociedad-.

Nótese de entrada que una tal acción es rarísima y en todo caso imperceptible en la casi totalidad de las sociedades, donde reina la heteronomía instituida, y donde aparte del abanico de roles sociales predefinidos, las únicas vías de manifestación reparable de la psique singular son la transgresión y la patología. Sucede de manera distinta en aquellas sociedades donde la ruptura de la heteronomía completa permite una verdadera individualización del individuo, y donde la imaginación radical de la psique singular puede a la vez encontrar o crear los medios sociales de una expresión pública original y contribuir a la auto-alteración del mundo social. La institución y las significaciones imaginarias que lleva consigo y que la animan son creaciones de un mundo, el mundo de la sociedad dada, que se instaura desde el principio en la articulación entre un mundo “natural” y “sobre-natural” -más comúnmente “extra-social” y “mundo humano” propiamente dicho. Esta articulación puede ir desde la casi fusión imaginaria hasta la voluntad de separación más rotunda; desde la puesta de la sociedad al servicio del orden cósmico o de Dios hasta el delirio más extremo de dominación y enseñoramiento sobre la naturaleza. Pero, en todos los casos, la “naturaleza” como la “sobre-naturaleza”, son cada vez instituidas, en su propio sentido como tal y en sus innombrables articulaciones, y esta articulación contempla relaciones múltiples y cruzadas con las articulaciones de la sociedad misma instauradas cada vez por su institución. Creándose como eidos cada vez singular (las influencias, transmisiones históricas, continuidades, similitudes, etc., ciertamente existen y son enormes, como las preguntas que suscitan, pero no modifican en nada la situación principal y no pueden evitar la presente discusión), la sociedad se despliega en una multiplicidad de formas organizativas y organizadas. Se despliega, de entrada, como creación de un espacio y de un tiempo (de una espacialidad y de una temporalidad) que le son propias, pobladas de una cáfila de objetos “naturales”. “sobrenaturales” y “humanos”, vinculados por relaciones establecidas en cada ocasión por la sociedad, consideradas y sostenidas siempre sobre una propiedades inmanentes del ser-así del mundo. Pero estas propiedades son re-creadas, elegidas, filtradas, puestas en relación y sobre todo: dotadas de sentido por la institución y las significaciones imaginarias de la sociedad dada.

El discurso general sobre estas articulaciones, trivialidades dejadas de lado, es casi imposible, son cada vez obra de la sociedad considerada como tal, impregnada de sus significaciones imaginarias.

La “materialidad”, la “concretud” de tal o cual institución puede aparecer como idéntica o marcadamente similar entre dos sociedades, pero la inmersión, en cada ocasión, de esta aparente identidad material en un magma distinto de diferentes significaciones, es suficiente para alterarla en su efectividad social-histórica (así sucede con la escritura, con el mismo alfabeto, en Atenas el 450 a.C. y en Constantinopla en el 750 de nuestra era). La constatación de la existencia de universales a través de las sociedades -lenguaje, producción de la vida material, organización de la vida sexual y de la reproducción, normas y valores, etc.- está lejos de poder fundar una “teoría cualquiera de la sociedad y de la historia-. En efecto, no se puede negar en el interior de estas universales “formales” la existencia de otras universales más específicas: así, en lo que hace referencia al lenguaje, ciertas leyes fonológicas. Pero precisamente -como la escritura con el mismo alfabeto- estas leyes sólo conciernen a los límites del ser de la sociedad, que se despliega como sentido y significación. En el momento en que se trata de las “universales”, “gramaticales” o “sintácticas”, se encuentran preguntas mucho más temibles. Por ejemplo, la empresa de Chomsky debe enfrentarse a este dilema imposible: o bien las formas gramaticales (sintácticas) son totalmente indiferentes en cuanto al sentido enunciado del que todo traductor conoce lo absurdo del mismo; o bien estos contienen desde el primer lenguaje humano, y no se sabe cómo, todas las significaciones que aparecerán para siempre en la historia -lo cual comporta una pesada e ingenua metafísica de la historia. Decir que, en todo lenguaje debe ser posible expresar la idea “John ha dado una manzana a Mary” es correcto, pero tristemente insuficiente.

Uno de los universales que podemos “deducir” de la idea de sociedad, una vez que sabemos qué es una sociedad y qué es la psique, concierne a la validez efectiva (Geltung), positiva (en el sentido del “derecho positivo”) del inmenso edificio instituido. ¿Qué sucede para que la institución y las instituciones (lenguajes, definición de la “realidad” y de la “verdad”, maneras de hacer, trabajo, regulación sexual, permisión / prohibición, llamadas a dar la vida por la tribu o por la nación, casi siempre acogida con entusiasmo) se impongan a la psique, por esencia radicalmente rebelde a todo este pesado fárrago, que cuanto más lo perciba más repugnante le resultará? Dos vertientes se nos muestran para abordar la cuestión: la psíquica y la social.

Desde el punto de vista psíquico la fabricación social del individuo es un proceso histórico a través del cual la psiquis es constreñida (sea de una manera brutal o suave, es siempre por un acto que violenta su propia naturaleza) a abandonar (nunca totalmente, pero lo suficiente en cuanto necesidad / uso social) sus objetos y su mundo inicial y a investir unos objetos, un mundo, unas reglas que están socialmente instituidas. En esto consiste el verdadero sentido del proceso de sublimación. El requisito mínimo para que el proceso pueda desarrollarse es que la institución ofrezca a la psique un sentido -otro tipo de sentido que el protosentido de la mónada psíquica-. El individuo social que constituye así interiorizando el mundo y las significaciones creadas por la sociedad -interiorizando de este modo explícitamente fragmentos importantes e implícitamente su totalidad virtual por los “re-envíos” interminables que ligan magmáticamente cada fragmento de este mundo a los otros.

La vertiente social de este proceso es el conjunto de las instituciones que impregnan constantemente al ser humano desde su nacimiento, y en destacado primer lugar el otro social, generalmente pero no ineluctablemente la madre, (que toma conciencia de sí estando ya ella misma socializada de una manera determinada), y el lenguaje que hable ese otro. Desde una perspectiva más abstracta, se trata de la “parte” de todas las instituciones que tiende a la escolarización, al pupilaje, a la educación de los recién llegados –lo que los griegos denominan paideia: familia, ritos, escuela, costumbre y leyes, etc.

La validez efectiva de las instituciones está así asegurada de entrada y antes que nada por el proceso mismo mediante el cual el pequeño monstruo chillón se convierte en un individuo social. Y no puede convertirse en tal más que en la medida en que ha interiorizado el proceso.
Si definimos como poder la capacidad de una instancia cualquiera (personal o impersonal) de llevar a alguno (o algunos-unos) a hacer (o no hacer) lo que, a sí mismo, no habría necesariamente (o habría hecho quizá) es evidente que el mayor poder concebible es el de preformar a alguien de suerte que por sí mismo haga lo que se quería que hiciese sin necesidad de dominación (Herrschaft) o de poder explícito para llevarlo a... Resulta evidente que esto crea para el sujeto sometido a esa formación, a la vez la apariencia de la “espontaneidad” más completa y en la realidad estamos ante la heteronomía más total posible. En relación a este poder absoluto, todo poder explícito y toda dominación son deficientes y testimonian una caída irreversible. (En adelante hablaré de poder explícito; el término dominación debe ser reservado a situaciones social-históricas específicas, esas en las que se ha instituido una división asimétrica y antagónica del cuerpo social).

Anterior a todo poder explícito y, mucho más, anterior a toda “dominación”, la institución de la sociedad ejerce un infra-poder radical sobre todos los individuos que produce. Este infra-poder, manifestación y dimensión del poder instituyente del imaginario radical- no es localizable. Nunca es solo el de un individuo o una instancia determinada. Es “ejercido” por la sociedad instituida, pero detrás de ésta se halla la sociedad instituyente, “y desde que la institución se establece, lo social instituyente se sustrae, se distancia, está ya aparte”. A su alrededor la sociedad instituyente, por radical que sea su creación, trabaja siempre a partir y sobre lo ya constituido, se halla siempre -salvo por un punto inaccesible en su origen- en la historia. La sociedad instituyente es, por un lado, inmensurable, pero también siempre retoma lo ya dado, siguiendo las huellas de una herencia, y tampoco entonces se sabría fijar sus límites. Es pues, en cierto sentido, el poder del campo histórico-social mismo, el poder de autis, de Nadie.

La política tal y como ha sido creada por los griegos ha comportado la puesta en tela de juicio explícita de la institución establecida de la sociedad -lo que presuponía y esto se ve claramente afirmado en el siglo V, que al menos grandes partes de esta institución no tenían nada de “sagrado”, ni de “natural”, pero sustituyeron al nomos-. El movimiento democrático se acerca a lo que he denominado el poder explícito y tiende a reinstituirlo.

Tanto la política griega como la política kata ton orthon logon pueden ser definidas como la actividad colectiva explícita queriendo ser lúcida (reflexiva y deliberativa), dándose como objeto la institución de la sociedad como tal. Así pues, supone una puesta al día, ciertamente parcial, del instituyente en persona (dramáticamente, pero no de una manera exclusiva, ilustrada por los momentos de revolución). La creación de la política tiene lugar debido a que la institución dada de la sociedad es puesta en duda como tal y en su diferentes aspectos y dimensiones (lo que permite descubrir rápidamente, explicitar, pero también articular de una manera distinta la solidaridad), a partir de que una relación otra, inédita hasta entonces, se crea entre el instituyente y el instituido.

La política se sitúa pues de golpe, potencialmente, a un nivel a la vez radical y global, así como su vástago, la “filosofía política” clásica. Hemos dicho potencialmente ya que, como se sabe, muchas instituciones explícitas, y entre ellas, algunas que nos chocan particularmente (la esclavitud, el estatuto de las mujeres), en la práctica nunca fueron cuestionadas. Pero esta consideración no es pertinente. La creación de la democracia y de la filosofía es la creación del movimiento histórico en su origen, movimiento que se da desde el siglo VIII al siglo V, y que se acaba de hecho con el descalabro del 404.

La institución de la sociedad es considerada como obra humana (Demócrito, Mikros Diakosmos en la transmisión de Tzetzés). Al mismo tiempo los griegos supieron muy pronto que el ser humano será aquello que hagan los nomoi de la polis (claramente formulado por Simónides, la idea fue todavía respetada en varias ocasiones como una evidencia por Aristóteles). Sabían pues, que no existe ser humano que valga sin una polis que valga, que sea regida por el nomos apropiado. Es el descubrimiento de lo “arbitrario” del nomos al mismo tiempo que su dimensión constitutiva para el ser humano, individual y colectivo, lo que abre la discusión interminable sobre lo justo y lo injusto y sobre el “buen régimen”.

Es esta radicalidad y esta conciencia de la fabricación del individuo por la sociedad en la cual vive, lo que encontramos detrás de las obras filosóficas de la decadencia -del siglo IV, de Platón y de Aristóteles-, las dirige como una Selbstverstandlichkeit -y las alimenta-. No es de ninguna manera casualidad que el renacimiento de la vida política en Europa Occidental vaya unida, con relativa rapidez, a la reaparición de “utopías” radicales. Estas utopías
prueban, de entrada y antes que nada, esta conciencia: la institución es obra humana.

La creación por los griegos de la política y la filosofía es la primera aparición histórica del proyecto de autonomía colectiva e individual. Si queremos ser libres, debemos hacer nuestro nomos. Si queremos ser libres, nadie debe poder decirnos lo que debemos pensar.

Casi siempre y en todas partes las sociedades han vivido en la heteronomía instituida. En esta situación, la representación instituida de una fuente extra-social del nomos constituye una parte integrante. La negación de la dimensión instituyente de la sociedad, el recubrimiento del imaginario instituyente por el imaginario instituido va unido a la creación de individuos absolutamente conformados, que se viven y se piensan en la repetición.

La autonomía surge, como germen, desde que la pregunta explícita e ilimitada estalla, haciendo hincapié no sobre los “hechos” sino sobre las significaciones imaginarias sociales y su fundamento posible. Momento de la creación que inaugura, no sólo otro tipo de sociedad sino también otro tipo de individuos. Y digo bien germen, pues la autonomía, ya sea social o individual, es un proyecto. La aparición de la pregunta ilimitada crea un eidos histórico nuevo, -la reflexión en un sentido riguroso y amplio o autoreflexividad, así como el individuo que la encarna y las instituciones donde se instrumentaliza-. Lo que se pregunta, en el terreno social, es: ¿Son buenas nuestras leyes? ¿Son justas? ¿Qué leyes debemos hacer? Y en un plano individual: ¿Es verdad lo que pienso? ¿Cómo puedo saber si es verdad en el caso de que lo sea? El momento del nacimiento de la filosofía no es el de la aparición de la “pregunta por el ser”,
sino el de la aparición de la pregunta: ¿qué debemos pensar? (La “pregunta por el ser” no constituye mas que un momento; por otra parte, es planteada y resuelta a la vez en el Pentateuco, así como en la mayor parte de los libros sagrados). El momento del nacimiento de la democracia y de la política, no es el reino de la ley o del derecho, ni el de los “derechos del hombre”, ni siquiera el de la igualdad como tal de los ciudadanos: sino el de la aparición en el hacer efectivo de la colectividad en su puesta a tela de juicio de la ley. ¿Qué leyes debemos hacer? Es en este momento cuando nace la política y la libertad como social-históricamente efectiva. Nacimiento indisociable del de la filosofía (la ignorancia sistemática y de ningún modo accidental de esta indisociación es lo que falsea constantemente la mirada de Heidegger sobre los griegos así como sobre el resto).

Autonomía, auto-nomos, darse uno mismo sus leyes. Precisión apenas necesaria después de lo que hemos dicho sobre la heteronomía. Aparición de un eidos nuevo en la historia del ser: un
tipo de ser que se da a sí mismo, reflexivamente, sus leyes de ser. Esta autonomía no tiene nada que ver con la “autonomía” kantiana por múltiples razones, basta aquí con mencionar una: no se trata, para ella, de descubrir en una Razón inmutable una ley que se dará de una vez por todas -sino de interrogarse sobre la ley y sus fundamentos, y no quedarse fascinado por esta interrogación, sino hacer e instituir (así pues, decir)-. La autonomía es el actuar reflexivo de una razón que se crea en un movimiento sin fin, de una manera a la vez individual y social.

Llegamos a la política propiamente dicha y empezamos por el protéron pros hémas, para facilitar la comprensión: el individuo ¿En qué sentido un individuo puede ser autónomo? Esta pregunta tiene dos aspectos: interno y externo. El aspecto interno: en el núcleo del individuo se encuentra una psique (inconsciente, pulsional) que no se trata ni de eliminar ni de domesticar; ello no sería simplemente imposible, de hecho supondría matar al ser humano. Y el individuo en cada momento lleva consigo, en sí, una historia que no puede ni debe “eliminar”, ya que su reflexividad misma, su lucidez, son, de algún modo, el producto.

La autonomía del individuo consiste precisamente en que establece otra relación entre la instancia reflexiva y las demás instancias psíquicas, así como entre su presente y la historia mediante la cual él se hace tal como es, le permite escapar de la servidumbre de la repetición, de volver sobre sí mismo, de las razones de su pensamiento y de los motivos de sus actos, guiado por la intención de la verdad y la elucidación de su deseo. Que esta autonomía pueda efectivamente alterar el comportamiento del individuo (como sabemos que lo puede hacer), quiere decir que éste ha dejado de ser puro producto de su psique, de su historia, y de la institución que lo ha formado. Dicho de otro modo, la formación de una instancia reflexiva y deliberante, de la verdadera subjetividad, libera la imaginación radical del ser humano singular como fuente de creación y alteración, y le permite alcanzar una libertad efectiva, que presupone ciertamente la indeterminación del mundo psíquico y la permeabilidad en su seno, pero conlleva también el hecho de que el sentido simplemente dado deja de ser planteado (lo cual sucede siempre cuando se trata del mundo social-histórico), y existe elección del sentido no dictado con anterioridad. Dicho de otra manera una vez más, en el despliegue y la formación de este sentido, sea cual sea la fuente (imaginación radical creadora del ser singular o recepción de un sentido socialmente creado), la instancia reflexiva, una vez constituida, juega un rol activo y no predeterminado. A su alrededor, esto presupone también un mecanismo psíquico: ser autónomo implica que se le ha investido psíquicamente la libertad y la pretensión de verdad. Si ese no fuera el caso, no se comprendería por qué Kant, se esfuerza en las Críticas, en lugar de divertirse con otra cosa. Y este investimiento psíquico, -“determinación empírica”- no quita la eventual validez de las ideas contenidas en las Críticas ni la merecida admiración que nos produce el audaz anciano, ni al valor moral de su empresa. Porque desatiende todas estas consideraciones, la libertad de la filosofía heredada permanece como ficción, fantasma sin cuerpo, constructum sin interés “para nosotros, hambres distintos”, según la expresión obsesivamente repetida por el mismo Kant.

El aspecto externo nos sumerge de lleno en medio del océano social-histórico. Yo no puedo ser libre solo, ni en cualquier sociedad (ilusión de Descartes, que pretendió olvidar que él estaba sentado sobre veintidós siglos de preguntas y de dudas, que vivía en una sociedad donde, desde hacía siglos, la Revelación como fe del carbonero dejó de funcionar, la “demostración” de la existencia de Dios se convirtió en exigible para todos aquellos que, incluso los creyentes, pensaban). No se trata de la ausencia de coacción formal (“opresión” sino de la ineliminable interiorización de la institución social sin la cual no hay individuo. Para investir la libertad y la verdad, es necesario que éstas hayan ya aparecido como significaciones imaginarias sociales. Para que los individuos pretendan que surja la autonomía, es preciso que el campo social-histórico ya se haya auto-alterado de manera que permita abrir un espacio de interrogación sin límites (sin Revelación instituida, por ejemplo).

Toda institución, por más lúcida, reflexiva y deseada que sea surge del imaginario instituyente, que no es ni formalizable ni localizable. Toda institución, así como la revolución más radical que se pueda concebir, sucede siempre en una historia ya dada e incluso por más que tenga el proyecto alocado de hacer tabla rasa total, se encuentra que debería utilizar los objetos de la tabla para hacerla rasa. El presente transforma siempre el pasado en pasado-presente, es decir que el ahora adecuado no será más que la “re-interpretación” constante a partir de lo que se está creando, pensando, poniendo -pero es este pasado, no cualquier pasado, el que el presente modela a partir de su imaginario. Toda la sociedad debe proyectarse en un porvenir que es esencialmente incierto y aleatorio. Toda sociedad deberá socializar la psique de los seres que la componen, y la naturaleza de esta psique impone tanto a los modos como al contenido de esta socialización de fuerzas tan inciertas como decisivas.

La política es proyecto de autonomía:
actividad colectiva reflexionada y lúcida tendiendo a la institución global de la sociedad como tal. Para decirlo en otros términos, concierne a todo lo que, en la sociedad, es participable y compartible. Pues esta actividad auto-instituyente aparece así como no conociendo, y no reconociendo, de jure, ningún límite (prescindiendo de las leyes naturales y biológicas).

Si la política es proyecto de autonomía individual y social (dos caras de lo mismo), se derivan buenas y abundantes consecuencias sustantivas. En efecto, el proyecto de autonomía debe ser puesto (“aceptado”, “postulado”). La idea de autonomía no puede ser fundada ni demostrada, toda fundación o demostración la presupone (ninguna “fundación” de la reflexión sin presuposición de la reflexividad).

La autonomía es pues el proyecto -y ahora nos situamos sobre un plano a la vez ontológico y político- que tiende, en un sentido amplio, a la puesta al día del poder instituyente y su explicación reflexiva (que no puede nunca ser más que parcial); y en un sentido más estricto, la reabsorción de lo político, como poder explícito, en la política, actividad lúcida y deliberante que tiene como objeto la institución explícita de la sociedad (así como de todo poder explícito)
y su función como nomos, diké, télos -legislación, jurisdicción, gobierno- hacia fines comunes y obras públicas que la sociedad se haya propuesto deliberadamente.

Su fin puede formularse así: crear las instituciones que, interiorizadas por los individuos, faciliten lo más posible el acceso a su autonomía individual y su posibilidad de participación efectiva en todo poder explícito existente en la sociedad.

jueves, 1 de octubre de 2009

Kraft Foods Argentina: el dulce sabor de la represión


“En Kraft Foods hacemos tu día delicioso” podemos leer al ingresar a la página Web de la multinacional alimenticia (http://www.kraftfoods.com.ar/). Sin embargo, fué una amarga sensación de tristeza y dolor lo que sintieron en carne propia cientos de compañeros y compañeras que recibieron el rigor de las balas y los gases lacrimógenos en la brutal represión policial sufrida ayer viernes en el interior y los alrededores de la planta en General Pacheco.
El desembarco del Neoliberalismo por estas tierras en la década del ´90 determinó la finalización del proceso industrializador local, el cual ya había sido herido de muerte con la implementación de las políticas económicas librecambistas de Martínez de Hoz y otros bajo el amparo de la dictadura genocida de Videla y Cía. El cierre de cientos de fábricas y talleres significó también la desaparición del numeroso y combativo movimiento obrero. El saldo inmediato fué el surgimiento de decenas de villas miseria en las periferias urbanas, y el hacinamiento de cientos de miles de familias en condiciones de vida deplorables, convirtiendo a la condición de obrero industrial en una situación restringida. Para aquellos y aquellas que pudieron conservar la posibilidad de trabajar en las pocas industrias locales, el proceso significó también una lógica disciplinante y desmovilizadora de la acción política y gremial, frente a la posibilidad de afrontar un despido que significase convertirse en un nuevo integrante de los gigantescos cordones urbanos de la miseria social.
En todo este proceso, la represión implementada por la maquinaria genocida estatal ha tenido un rol central, asesinando y desapareciendo físicamente a miles de compañeros y compañeras durante el período ´76-´83 (particularmente los más organizados y combativos), aunque tras la aparente fachada de la restauración democrática, esta no ha sido desmantelada, sino que muy por el contrario, solo mantiene la apariencia de no existir u operar activamente. Sin embargo, en tardes como la de ayer, nuevamente se expone la verdadera naturaleza asesina del Estado en su rol coercitivo, en tanto socio estructural de la expansión y reproducción del Capital en estas tierras.
La clase política local, aquella que hoy ocupa páginas enteras en los diarios, y cientos de minutos de aire en las pantallas de los medios corporativos que imponen y construyen el discurso dominante, aún no ha expresado repudio o reclamo alguno (y difícilmente lo haga), aunque no podía ser de otra manera, de parte de aquellos que con su silencio aparente, pero con su connivencia y complicidad, sirvieron de marco para convocar a la represión genocida pasada. Esa misma clase política que hoy se llena la boca hablando de libertades y justicia, es la misma que alienta y apoya la lógica de acumulación del Capital.
Perros, gases lacrimógenos y cargas de caballería son la respuesta estatal frente al reclamo de reincorporación de los obreros despedidos, aquellos que se movilizaron exigiendo simplemente mejores condiciones sanitarias frente al avance planetario de la gripe AH1N1. Según observó ayer Héctor Méndez, presidente de la Unión Industrial Argentina tras una reunión con sus pares de Copal y AEA “Se están usando métodos muy poco civilizados. Es una muestra terrible de una escalada complicada”(Clarín, 26/9/2009) al referirse al accionar de asambleas y toma pacífica de la planta de Kraft en General Pacheco. Los numerosos incumplimientos de los compromisos empresariales en reincorporar y pagar sueldos atrasados en las diversas instancias previas de negociación no recibieron respuesta similar por parte del Estado, aunque la simple promesa de la corporación en solucionar la situación sirvió de excusa para el inmediato despliegue represivo de la policía bonaerense. Es la respuesta de parte de quienes ejercen funciones desde una estructura que supone preocupación por la vida, salud y condiciones laborales de sus habitantes.
Este gobierno patronal tiene muy poco de nacional y popular, y más bien se trata de la expresión coyuntural de la mejor manera que los intereses empresariales tienen de hacer ejercer su explotación. El gobierno “nacional y popular” no duda un momento en intervenir y reprimir violentamente, aunque por supuesto, no debemos preocuparnos de nada, porque ahora, gracias a la visionaria acción gubernamental, tenemos fútbol gratis. Los heridos y heridas por las balas y palazos policiales, ahora se reponen de sus heridas en el hospital mientras de fondo pueden observar a River o Boca gratuitamente, sin duda un gran triunfo gubernamental.
Queda claro, una vez más, quienes son los sectores que son defendidos por la acción estatal. Queda clara también cual es la relación cómplice entre el sector empresarial y el Estado Argentino. Y lamentablemente, también queda claro quienes son los que saborean la dulzura de la represión victoriosa, y quienes deben degustar el amargo sabor de la violencia de los sectores dominantes.


Revista (de)Construir
Pensamiento Libertario Periférico
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miércoles, 23 de septiembre de 2009

ReHaciendo Buenos Aires - Xaby


Represión. Miseria. Desalojo. Pobreza. Cárcel. Desempleo…

Los compañeros y compañeras anarquistas de principios del siglo XX que arriesgaron sus vidas y sus cuerpos por la Revolución Social a través de huelgas, insurrecciones y atentados en contra de aquel joven Estado Argentino, poco se podían imaginar que esta primera década del nuevo siglo iba a presentar condiciones de vida precaria tan similares (o peores) que las que debieron enfrentar en su tiempo.
Aquella incipiente urbe, con barriadas llenas de trabajadores y familias que llegaban desde Europa y las provincias en búsqueda de trabajo y vivienda, hoy a dado paso a una gigantesca maquinaria consumidora y depredadora de personas, historias y culturas. Ramón L. Falcón, aquel asesino de obreros ajusticiado por el compañero Simon Radowitzky, hoy da nombre a la academia donde se forjan los nuevos cuerpos de la genocida Policía Federal Argentina. Barracas, San Telmo y otros barrios eran el primer destino de aquellos y aquellas que huían de la miseria europea; hoy, han sido “limpiados” de sujetos y pobrezas indeseables, constituyéndose en un paseo de lujo para un turismo de primer mundo que transita la mítica “ciudad del tango”. Inquilinatos, conventillos y ranchadas han dado lugar al emplazamiento de modernas torres, hostels “cool” y gigantescos paseos comerciales. Aquella legendaria ciudad de desigualdades y contrastes, hoy se ha convertido en un gigantesco panóptico en donde todo es controlado, administrado y mercantilizado.
Michel Foucault, en su estudio sobre las sociedades disciplinarias, reflexionaba acerca del tratamiento que sufrían las ciudades frente a las pestes que las azotaban: “La ciudad apestada, toda ella atravesada de jerarquía, de vigilancia, de inspección, de escritura, la ciudad inmovilizada en el funcionamiento de un poder extensivo que se ejerce de manera distinta sobre todos los cuerpos individuales, es la utopía de la ciudad perfectamente gobernada… Para hacer funcionar de acuerdo con la teoría pura los derechos y las leyes, los juristas se imaginaban en el ´estado de naturaleza´; para ver funcionar las disciplinas perfectas, los gobernantes soñaban con el ´estado de peste´. En el fondo de los esquemas disciplinarios la imagen de La Peste vale por todas las confusiones y todos los desordenes; del mismo modo que la imagen de la lepra, del contacto que cortar, se halla en el fondo de los esquemas de exclusión”[1].Los imaginarios del Neoliberalismo buscan construir la asimilación de esta ´peste´ en relación directa con la de miseria y exclusión. El pobre, el desempleado, el indigente, el desocupado son el síntoma que visibiliza aquello que es indeseable, pero que innegablemente es fruto de la acción del Capitalismo. El justificativo que sirvió para barrer la Huerta Orgázmika no fue otro que el de eliminar un posible foco de dengue e infecciones, aunque la ´peste´ que se está combatiendo es la de controlar pensamientos y subjetividades que no se asimilan a la lógica del mercado.
Todo aquello que no se encuentre bajo la esfera del Estado porteño, debe ser regulado y administrado por el Poder central. La faena genocida cumplida por la última dictadura militar argentina se ha continuado con las gestiones civiles; sin embargo, desde la movilización popular que significaron los hechos del 2001, quienes detentan el Poder no han hecho más que aplicar represión, normativas y sanciones disciplinarias para “reencauzar” las cosas bajo la esfera estatal.
Miguel Amorós reflexionaba sobre las modernas urbes: “La ideología de la moderna clase dominante se manifiesta en los edificios y, de modo general, en su manera de adueñarse del espacio. Sus monumentos encarnan sus valores y su contemplación nos sugiere jerarquía, artificialidad, fetichismo tecnológico, culto al poder, velocidad, soledad, control, incomunicación, condicionamiento, consumismo… Todos tienen algo de cárcel. En resumen, la moderna clase dominante es autoritaria y fascista y sus construcciones son las de una sociedad de masas amorfas, es decir, que favorecen condiciones fascistas”[2]. La gestión de Macri y el proceso de constitución de PRO no son más que la explicitación de cómo las corporaciones financieras, las empresas de servicios y los pulpos inmobiliarios se han apropiado del juego político legal. La política burguesa es patrimonialista: el que tiene, hace; el que no, sufre y mendiga.
Puerto Madero nos muestra la Buenos Aires deseada por las elites: limpieza, pulcritud, policías y gendarmes controlando, torres y hoteles de primera, turistas europeos por todos lados… La miseria, la pobreza, la desigualdad, el desempleo, son enfermedades que deben ser erradicadas. Exterminar estas ´pestes´ es la máxima de este proyecto que está “Haciendo Buenos Aires”.

Xaby


[1] Foucault, Michel. “Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión”. Pág. 201.
[2] Amorós, Miguel. “La evolución de las ciudades bajo el dominio de las finanzas”. Pág. 3.

lunes, 24 de agosto de 2009

La urbe totalitaria - Miguel Amoros


“Nos debemos persuadir de que está en la naturaleza de lo verdadero salir cuando su tiempo llega, y manifestarse sólo cuando llega; así, no se manifiesta demasiado pronto ni encuentra un público inmaduro que le reciba.”(Hegel, La Fenomenología del Espíritu)


Durante los años noventa se dieron plenamente una serie de cambios sociales lentamente gestados en periodos anteriores, cambios que pusieron de relieve el advenimiento de una nueva época bastante más inquietante que la precedente. El paso de una economía basada en la producción a otra asentada en los servicios, el imperio de las finanzas sobre los Estados, la desregularización de los mercados (incluido el del trabajo), la invasión de las nuevas tecnologías con la subsiguiente artificialización del entorno vital, el auge de los medios de comunicación unilateral, la mercantilización y privatización completas del vivir, el ascenso de formas de control social totalitarias… son realidades acontecidas bajo la presión de necesidades nuevas, las que impone el mundo donde reinan condiciones económicas globalizadoras. Dichas condiciones pueden reducirse a tres: la eficacia técnica, la movilidad acelerada y el perpetuo presente. Lo sorprendente del nuevo orden creado no es la rapidez de los cambios y la destrucción de todo lo que se resiste, incluidos modos de sentir, de pensar o de actuar, sino la ausencia de oposición significativa. Diríase que son los cambios constantes quienes han borrado la memoria a la población obrera e invalidado la experiencia, las referencias, el criterio y las demás bases de la objetividad y verdad, impidiendo que los trabajadores sacasen las conclusiones implícitas en sus derrotas. Además los cambios han pulverizado a la misma clase obrera, disolviendo cualquier relación y convirtiéndola en masa anómica. Lo cierto es que la adaptación a las exigencias de la globalización requiere acabar con los mismísimos fundamentos de la conciencia histórica, con el propio pensamiento de clase. Para que las masas sean ejecutoras involuntarias de las leyes del mercado mundial han de estar atomizadas, en continuo movimiento y sumergidas en un inacabable presente repleto de novedades dispuestas ad hoc para ser consumidas en el acto.
Tantos cambios tenían que afectar a las ciudades, que, gracias a una pérdida imparable de identidad, llevan camino de convertirse en una versión de una misma y única urbe, o mejor, en partes de una sola megalópolis tentacular, un nodo de la red financiera mundial. Según el dinamismo que presente, aquél puede ser reorganizado funcionalmente (como en Cataluña), vaciado (como en Aragón), o colmatado (como en el País Vasco). En el espacio se juega el mayor envite del poder, y el nuevo urbanismo, forjado bajo el dominio de necesidades que ya son universales, es la técnica idónea para instrumentalizar el espacio, acabando así tanto con los conflictos presentes como con la memoria de los combates antiguos. Se está creando un nuevo modo de vida uniforme, dependiente de artilugios, vigilado, frenético, dentro de un clima existencial amorfo, que los dirigentes dicen que es el del futuro. La nueva economía obliga a nuevas costumbres, a nuevas maneras de habitar y vivir, incompatibles con la existencia de ciudades como las de antes y con habitantes como los de antes. Esa nueva concepción de la vida basada en el consumo, el movimiento y la soledad, es decir, en la ausencia total de relaciones humanas, exige una artificialización higiénica del espacio a realizar mediante una reestructuración sobre parámetros técnicos. Lo técnico va siempre por delante del ideal, a no ser que sea el ideal. Los dirigentes de cualquier ciudad hablan todos esa lengua de la innovación tecnoeconómica que no cesa: “una ciudad no puede parar”, tiene que “reinventarse”, “renovarse”, “refundarse”, “rejuvenecerse”, etc., para lo que habrá de “subirse al tren de la modernidad”, “impulsar el papel de las nuevas tecnologías”, “desarrollar parques empresariales”, “mejorar la oferta cultural y lúdica”, “construir nuevos hoteles”, tener una parada del AVE, levantar “nuevos edificios emblemáticos”, imponer una movilidad “sostenible” y demás cantinela. Los PGOU recalificaron terrenos industriales y dieron carta blanca a la construcción de colmenas en altura. Después las modificaciones y los planes parciales han favorecido operaciones especulativas como los proyectos Forum 2004, Copa América, la Expo 2008, el IV Centenario del Quijote o las Olimpiadas 2012. Los pelotazos inmobiliarios que “mueven” la economía y financian los planes desarrollistas significan una transferencia enorme de dinero público hacia las constructoras. Por eso la adjudicación discrecional de obras públicas es un arma política, pues también sirve para financiar a los partidos y enriquecer a sus dirigentes e intermediarios (el 10% de los costes consiste en sobornos). Los proyectos especulativos “privados” son al menos tanto o más importantes. El 80% de los ingresos de los ayuntamientos están relacionados con el mercado inmobiliario, el principal mercado de capitales del país. Así, pese a que la población envejece y disminuye, el último año se construyeron y vendieron 650.000 nuevas casas, operaciones muchas de ellas relacionadas con el blanqueo de dinero. El espectáculo de la urbanización a todo gas va siempre acompañado de la especulación y la corrupción sin trabas.
La llamada “crisis fiscal del Estado” permitió que en la explotación de las “potencialidades” urbanas llevasen la iniciativa los constructores, los políticos locales y los arquitectos (hacer arquitectura es meterse de lleno en la política de transformación totalitaria de las ciudades). Esa unificación por la base de la clase dominante ha tenido consecuencias más graves que la corrupción y el fraude. Los dirigentes se han dado cuenta de que tras la urbanización depredadora nacía una nueva sociedad más desequilibrada que comportaba un modo de vida emocionalmente desestabilizado y un nuevo tipo de hombre, frágil, narcisista y desarraigado. La arquitectura y el urbanismo eran las herramientas de fabricación del cocooning de aquel nuevo tipo, liberado del trabajo de relacionarse con sus vecinos, un ciudadano dócil, automovilista y controlable. Como se trata de un proceso que todavía anda por su primer estadio y no de una situación acabada, todos los medios han de ser puestos tras ese único objetivo. La nueva sociedad no podía desarrollarse, ni en las ciudades franquistas semicompactas con centros históricos sin museificar y con barrios populares todavía en pie, ni en los pueblos rurales con su agricultura de subsistencia. Sobrevivían lazos de sociabilidad que aún permitían los fines comunes y la acción colectiva, reproduciéndose un medio social extraño a los valores dominantes. Unas estructuras espaciales al servicio de la circulación económica eran indispensables para eliminar aquellos lazos, borrar la memoria del pasado y condensar los nuevos valores de la dominación. Estas son las conurbaciones, áreas nacidas de la fusión desordenada de varios núcleos de población formando aglomerados dependientes y jerarquizados de dimensiones notables, a los que los técnicos llaman “sistemas urbanos”. Unos habitantes separados entre sí, emocionalmente desestabilizados, necesitaban una especie de inmenso autoservicio urbano, un frenesí edificado donde todo es movimiento y consumo; en fin, una urbe fagocitaria descoyuntada orgánicamente y separada de su entorno, tan indiferente al abastecimiento del agua y la energía que consume como al destino de sus basuras y desperdicios. Los residuos pueden ser fuente de beneficios, como lo es la escasez del agua y el transporte de energía (ya existe un mercado de la contaminación que opera con las emisiones de CO2), pero sobre todo son fuente de inspiración; lo dice Frank Gehry, un arquitecto del poder que empezó construyendo shopping malls. Los ecologistas y los ciudadanistas aportaron su lenguaje; por eso los políticos, con la mejor de las intenciones, califican de “verde” y “sostenible” todo lo que tenga hierba, no provoque atascos y dé hacia el sol (si fueran grandes los llamarían “ecomonumentos”). Los arquitectos elaboraron planes de “rehabilitación” de los centros degradados basados en la descatalogación del mayor número posible de edificios y en la peatonalización de las calles, con vistas a su adaptación al turismo. Nuevas autopistas, nuevas ampliaciones portuarias y nuevas pistas de aterrizaje han de situar a la urbe en el mapa de la “nueva economía”, por lo que todo el mundo dirigente trabaja a marchas forzadas. Cada año se construyen en el país veinticuatro catedrales del relax consumidor, los centros comerciales, visitados anualmente por más de 23 millones de paisanos. A veces ocurre que el ciudadano anda un poco rezagado por culpa de recuerdos del pasado, no tan lejano, y tiene dificultades en ver el confort y la belleza de las nuevas “máquinas del vivir” (o “ecopisos”) y de sus emblemas monumentales. Pero son precisamente esas formas nuevas, construidas con nuevos materiales en cuya fabricación puede que no haya “intervenido mano de obra infantil”, empleando nuevas técnicas que “no perjudicarán al medio ambiente”, y, eso sí fundadas en la privatización absoluta, el desplazamiento constante y la videovigilancia, las que traducen las nuevas relaciones sociales. El nuevo hábitat ciudadano es una especie de molde, o mejor, un aparato ortopédico que sirve para enderezar al nuevo hombre. De forma que, viviendo en tal medio, el hombre artificial del presente sea el hombre sin raíces del futuro.
El paradigma del nuevo estilo de vida en los granjas de engorde que llaman ciudades es el de los altos ejecutivos que las vedettes del espectáculo exhiben en las pantallas. Nada que ver con el viejo estilo burgués, orientado a la opulencia y el disfrute exclusivo de minorías. El nuevo estilo no es para gozar sino para mostrarse. La ciudad es ahora espectáculo. Eso tiene traducción urbana, especialmente en los monumentos. Los edificios monumentales típicamente burgueses se integran en un entorno clasista, definiendo el sector dominante de la ciudad. Tanto si son viviendas, como grandes almacenes o estaciones de ferrocarril, la arquitectura burguesa trata de ordenar jerárquicamente el entramado urbano donde se ubican. El arquitecto burgués más bien “aburguesa” el espacio, no lo anula. Sin embargo no ocurrió así con la arquitectura franquista de los sesenta, apoyada en una industria de la construcción incipiente y en una imponente especulación. Los edificios franquistas, concebidos no como partes de un conjunto sino como hecho singular (y singular negocio), dislocan el espacio urbano, son como objetos extraños incrustados en barrios ajenos, rompiendo la trama, hasta el punto que los desorganizan y desertifican. Son monumentos a la amnesia, no al recuerdo; a través de ellos la ciudad expulsa su autenticidad y su historia, y se vuelve transparente y vulgar. La nueva arquitectura, provista de medios mucho más poderosos, magnifica esos efectos de superficialidad y anomia urbicida. Unos cuantos edificios “de marca” y ya tenemos la identidad de la ciudad reducida a un logo y más fragmentada que con el caos automovilista. Fragmentada y llena de turistas. Heredera de la arquitectura fascista, la nueva arquitectura ensalza el poder en sí, que hoy es el de la técnica. Tener estilo particular, lo que se dice tener, no tiene. Busca disociar geométricamente el espacio, mecanizar el hábitat, estandarizar la construcción, imponer el ángulo recto, el cubo de aire. El modelo son los aeropuertos, por lo que las nuevas ciudades habrían de ordenarse en función de aquellos. Serán en el futuro una prolongación del complejo aeroportuario, cuyo principal ariete es el AVE. El realismo desencarnado del llamado “estilo internacional” ha venido a ser el más apropiado, pero quizás resulte demasiado verídico en estos momentos del proceso y los dirigentes, pecando de verbalismo arquitectónico, hayan preferido una arquitectura “de autor” para los eventos espectaculares que han marcado los inicios de ambiciosas remodelaciones urbanísticas: el Guggenheim de Bilbao, la torre Agbar de Barcelona, la estación de Las Delicias de Zaragoza, el Kursaal de Donosti, l’Auditori de Valencia… , de los cuales lo mejor que puede decirse es que cuando ardan resultarán imponentes. Los políticos y los hombres de negocios que impulsan los cambios aspiran a que las ciudades se les parezcan, o que se asemejen a sus ambiciones, por eso todavía se necesitan edificios extravagantes y sobre todo gigantescos, susceptibles por sus dimensiones de traducir la enormidad del poder y la emoción mercantil que conmueve a los promotores. Esta voluntad en hallar una expresión mayúscula del nuevo orden establecido, no deja de lado los aspectos más espectaculares que mejor pueden redundar en su beneficio, como por ejemplo el diseño. Estamos en el periodo romántico del nuevo orden y éste necesita símbolos arquitectónicos, no para que vivan dentro sus dirigentes sino para que representen los ideales de la nueva sociedad globalizada. A través de la verticalidad y del diseño los dirigentes persiguen no sólo la explotación máxima del suelo edificable o la neutralización de la calle, sino la exaltación de aquellos ideales perfilados por la técnica y las finanzas.
Las características principales que definen el nuevo orden urbano son la destrucción del campo, los cinturones de asfalto, la zonificación extrema, la suburbanización creciente, la multiplicación de espacios neutros, la verticalización, el deterioro de los individuos y la tecnovigilancia. La arquitectura del bulldozer típica del orden nuevo nace de la separación entre el lugar y la función, entre la vivienda y el trabajo, entre el abastecimiento y el ocio. Derrumbados los restos de la antigua unidad orgánica, la ciudad pierde sus contornos y el ciudadano está obligado a recorrer grandes distancias para realizar cualquier actividad, dependiendo totalmente del coche y del teléfono móvil. La circulación es una función separada, autónoma, la más influyente en la determinación de la nueva morfología de las ciudades. Las ciudades, habitadas por gente en movimiento, se consagran al uso generalizado del automóvil. El coche, antiguo símbolo de standing, es ahora la prótesis principal que comunica al individuo con la ciudad. Nótese que la supuesta libertad de movimientos que debía de proporcionar al usuario, es en realidad libertad de circular por el territorio de la mercancía, libertad para cumplir las leyes dinámicas del mercado. Por decirlo de otro modo, el automovilista no puede circular en sentido contrario. El lugar en el escalafón social se descubre en la correspondiente jerarquización del territorio producida por la expansión ilimitada de la urbe: los trabajadores habitan los distritos exteriores y las primeras o segundas coronas; los pobres precarios o indocumentados viven en los ghettos; los dirigentes viven en el centro o en las zonas residenciales de lujo; la clase media, entre unos y otros. El espacio urbano abierto va rellenándose con zonas verdes neutrales y vacíos soleados, mientras la calle desaparece en tanto que espacio público. El espacio público en su conjunto se neutraliza al perder su función de lugar de encuentro y relación (lugar de libertad), y se transforma en un fondo muerto que acompaña a la aglomeración y aísla sus partes (lugar de desconexión). El espacio sólo sirve para contener una muchedumbre en movimiento dirigido, no para ir contra corriente o pararse.
Los procesos de dispersión y atomización provocados por la instalación de la lógica de las máquinas en la vida cotidiana quedan reflejados en el tratamiento que la arquitectura moderna inflige a los individuos. Estos son contemplados como una suma de constantes sicobiológicas, una especie de entes con virtudes mecánicas. La casa deja de ser el producto artesanal con que sueñan los compradores de adosados y pasa a ser un producto industrial con formas diseñadas expresamente para embutir a los inquilinos, a los que previamente se les han simplificado las necesidades: trabajar, circular, consumir, divertirse, dormir. Ha de ser completamente cerrada (tendencia a suprimir balcones, empequeñecer ventanas y blindar puertas) y equipada con artefactos, para satisfacer tanto la obsesión de seguridad del habitante atemorizado como la necesidad de autonomía que exige su intimidad enfermiza y absorbente. Los aspectos comunitarios de las viviendas han de ser mínimos de forma que nadie conozca a nadie y pueda vivir en la mayor privacidad; las funciones antaño sociales de los vecinos han de intentar convertirse en funciones técnicas a resolver individualmente o mediante el recurso a profesionales. La casa es una celda porque la sociedad se ha vuelto prisión. Las heridas que la sociedad de masas inflige al individuo son verdaderos indicadores de la mentira dominante. La falta de integración del individuo con el medio es realmente traumática: la pérdida de referentes comunes, el anonimato y el miedo conducen a la desestructuración social de las conductas, la insolidaridad, la neurosis securitaria y los comportamientos disfuncionales extremos, todo lo cual abre las puertas a patologías como la obesidad, la bulimia, la anorexia, las adicciones, el consumo compulsivo, la hipocondría, el estrés, las depresiones, los modernos síndromes… Toda la neurosis del hombre moderno podría resumirse sacando la media entre los síntomas del hombre encerrado y los del hombre promiscuo, fan de una estrella del rock o hincha de un equipo de fútbol. Si a ello añadimos el deseo de ser eternamente menores de edad engendrado por el pánico a la vejez y una creciente agresividad hacia lo distinto, tenemos lo que W. Reich calificó de peste emocional, la base psicológica de masas del fascismo. Por otra parte, el cuerpo humano sufre constantes agresiones en un medio urbano insalubre donde la contaminación, el ruido y las ondas de telefonía se asocian con la alimentación industrial y el consumo de ansiolíticos para causar alergias, cardiopatías, inmunodeficiencias, diabetes o cáncer, típicas enfermedades modernas que denuncian el estado de decadencia física de una población con hábitos de vida patógenos que ni las dietas televisivas, ni los ajardinamientos, ni la recogida selectiva de basuras pueden cambiar. La ciudad nos vuelve a todos a la vez, enfermos, neuróticos y fascistas.
Los dirigentes democráticos han conseguido por medios técnicos lo que los regímenes totalitarios lograron por medios políticos y policiales: la masificación por el aislamiento total, la movilidad incesante y el control absoluto. La urbe contemporánea es suavemente totalitaria porque es la realización de la utopía nazi-estalinista sin gulags ni ruido de cristales rotos. Asistimos al fin de las modalidades de control social propias de la época burguesa clásica. La familia, la fábrica, y la cárcel eran los medios disciplinarios susceptibles de integrar o reintegrar a los individuos en la sociedad de clases; el Estado del “bienestar” añadiría la escuela, el sindicato y la asistencia social. En la fase superior de la dominación en la que nos encontramos el sistema disciplinario es caro y tenido por ineficaz, dado que la finalidad ya no es la inserción o la rehabilitación de la peligrosidad social, sino su neutralización y contención. Por vez primera, se parte del principio de la inasimilabilidad de sectores enteros de la población, los excluidos o autoexcluidos del mercado, fácilmente identificables como jóvenes, independentistas, inmigrantes, precarios, mendigos, toxicómanos, minorías religiosas…, sectores cuyo potencial riesgo social hay que detectar, aislar y gestionar. Ya no solamente se persigue la infracción de la ley, sino la presupuesta voluntad de infringir. De esta forma el tratamiento de la exclusión social o de la protesta que genera deja las consideraciones políticas al margen y se vuelve directamente punitivo. En último extremo, todo el mundo es un infractor en potencia. La cuestión social se convierte así en cuestión criminal, conversión a la que contribuyen una serie de leyes, reformas o decretos que inculcan o suspenden derechos y que introducen un estado de excepción a la carta. Por ejemplo, la creación de la figura jurídica del “sospechoso” cubrirá legalmente las listas negras, la prisión sin juicio y la expulsión arbitraria. Se termina la separación de poderes, es decir, la independencia formal entre el gobierno, el parlamento y la judicatura. Entonces se instaura una guerra civil de baja intensidad que permite la represión encubierta de la población mal integrada, o sea, “sospechosa”. Los efectos sobre la ciudad son importantes puesto que la vigilancia propiamente carcelaria se extiende por todas sus calles. Primero son los bancos, centros comerciales, centros de ocio, edificios administrativos, estaciones, aeropuertos, etc., quienes ponen en marcha complejos sistemas de seguridad e identificación e instalan cámaras de videovigilancia; después, para impedir robos y sabotajes de empleados, se vigilan los lugares de trabajo; finalmente, es todo el espacio urbano el que se somete a la neurosis securitaria. Los vecinos, estimulados por los consistorios, contribuyen delatando conductas que consideran incívicas. La ciudad se acomoda a la cárcel con cualquier pretexto: los terroristas, los asesinos en serie, los pedófilos, los delincuentes juveniles, los extranjeros indocumentados…, incluso los fumadores. Todo es poco para calmar la histeria ciudadana que los medios de comunicación han fomentado. Si la familia o el sindicato entran en crisis como herramienta disciplinaria, otros instrumentos de contención y guarda experimentan un auge sin precedentes: el sistema de enseñanza, el complejo carcelario y el ghetto. La escolarización extensiva y prolongada es la mejor manera de localizar y domesticar a la población juvenil. La proliferación de modalidades de encierro y de libertad “vigilada” hace lo propio con la población trasgresora. Por fin, el elevado precio de la vivienda y el mobbing alejan a la población indeseable de los escenarios centrales donde rige la tolerancia cero, para concentrarla en suburbios acotados abandonados a sí mismos. De todo lo precedente no resultará aventurado deducir que el orden en las nuevas metrópolis donde nadie se puede esconder, es un orden totalitario, fascista.
La lucha por la liberación del espacio es una lucha frontal contra su privatización y mercantilización, lucha que transcurre en condiciones, ya lo hemos dicho, fascistas. Dichas condiciones dejan en situación muy difícil a los partidarios de la expropiación y de la gestión colectiva del espacio, y en cambio favorecen a los que prefieren decorar, paliar y administrar su degradación. Sin embargo la reconstrucción de una comunidad libre en un marco de relaciones fraternales e igualitarias depende absolutamente de la existencia de circuitos ajenos al capital y la mercancía, es decir, de un territorio que se ha de sustraer al mercado donde pueda asentarse y protegerse la población segregada. Las anteriores luchas contra el capital han contado siempre con zonas exteriores y opacas. Ahora no. Por lo tanto, hay que crearlas, pero no contentarse con eso.

Miguel Amorós


Conferencias en el Centro Social Anarquista La Revuelta, Zaragoza, el 19 de marzo de 2005 (II Jornadas Cuestionando la Urbe) y en el Koldo Michelena, Donosti, el 21 de marzo de 2005, organizada por la Asamblea Anti TAV (Jornadas ¿Desarrollo o desastre?).

domingo, 12 de julio de 2009

Sociedad, Política y Estado - Murray Bookchin


Hoy cuando los movimientos verdes y sociales se han consolidado en casi todos los países del Primer Mundo, cuando están creciendo en otros lugares (particularmente en América Latina), la cuestión de cómo encarar los conceptos de "sociedad", "política" y "Estado", ha adquirido una urgencia programática. Esta urgencia surge ante el hecho de que la mayoría de estos movimientos pone énfasis en la necesidad de descentralización, de comunidades a escala humana, de democracia de base y de un equilibrio viable entre la ciudad y el campo (temas que nos recuerdan los escritos de Proudhon y Kropotkin); pero al mismo tiempo, los verdes están comprometidos, de una u otra manera, en política electoral. En Alemania, donde la ideología verde nació hace una década aproximadamente, la tendencia "fundamentalista" (que en cierto momento fue la mayoría del partido verde) insistió en el esfuerzo por construir un partido no partidista, por crear una democracia de base, inspirada en la "democracia participativa" de la "nueva izquierda" de los sesenta. Los cargos electivos, tanto en el gobierno como en la dirección del partido debían ser rotativos, los sueldos de los representantes electos debían ser compartidos con la organización del partido; se propuso, en forma vaga, establecer el derecho de revocar a los representantes que no cumplieran su mandato programático, pero esto nunca fue implementado. La teoría ecológica (más precisamente, la ecología social, que se originó realmente en Estados Unidos a comienzos de los sesenta) constituyó una perspectiva aglutinante para los primeros verdes, aunque no estuviesen completamente familiarizados con su origen libertario. Me refiero a la necesidad de suprimir la jerarquía, así como las relaciones de clase, como condición previa a la eliminación de la idea de dominio de la naturaleza y al logro de una sociedad ecológica.

El surgimiento de movimientos verdes, que en gran parte toman como modelo a los Grünen (partido verde alemán), creó un dilema para la izquierda libertaria. Las reivindicaciones sociales de la mayoría de los grupos verdes eran claramente anarquistas. Los programas basados en la descentralización y la democracia participativa surgieron indudablemente a partir del socialismo antiautoriario, y fueron fuertemente influidos por la "nueva izquierda". Además, muchos principios organizativos adoptados por los verdes contrastaban con la mentalidad centralista, esencialmente burocrática, del marxismo, por no hablar del liberalismo.

Pero ¿cómo podríamos explicar la orientación política, más exactamente la electoral, de los verdes? ¿Cómo podríamos encarar temas como el parlamentarismo, las coaliciones de partido, y la entrada de los Grünen en gobiernos manifiestamente burgueses, como la coalición de Hesse?

Que los Grünen sean hoy escasamente diferentes en el aspecto organizativo, y también en el programático, a los partidos socialdemócratas convencionales, no es motivo para que los libertarios se regodeen en sus predicciones de que la política corrompe. La degeneración de los Grünen ocurrió en el curso de una áspera lucha interna. No fue un proceso de lenta erosión imperceptible y de cooptación por parte del Estado. Ni pueden los grupos libertarios más puristas de Alemania pretender que las concepciones sindicalistas o anarquistas se hayan afirmado en Europa Central. Del mismo modo que esos grupos libertarios se complacen en la decadencia de los movimientos verdes a causa del parlamentarismo, también ellos pueden ser criticados por haber jugado un rol de espectadores frente a la declinación de un movimiento muy significativo, cuyo desarrollo deberían haber tratado de impulsar. Ni siquiera ofrecieron ninguna alternativa a la infeliz opción adoptada por los Grünen y por los grupos verdes que se orientaron por la vía electoral en otros países. Los intentos de los libertarios por revivir las ideas sindicalistas tradicionales tienen poquísimas probabilidades de éxito. Cualquiera sea la promesa del proletariado como clase hegemónica, como pudo haber sido durante el último siglo y la primera parte del actual, el sindicalismo proletario está históricamente agotado en todas sus formas. Todas las teorías, programas y movimientos que asignaron un rol revolucionario a la clase trabajadora yacen sepultados bajo las frías brasas de la Revolución Española de 1936-39, la más valiente y removedora, y también, último surgimiento histórico de radicalismo proletario tradicional. Desafiando todas las predicciones teóricas de los treinta, el capitalismo se restableció con más fuerza y adquirió extraordinaria flexibilidad en las décadas posteriores a la segunda guerra mundial. De hecho, todavía no se ha determinado claramente lo que constituye el capitalismo en su forma más "madura", ni que hablar de su trayectoria social en los años venideros.

Me parece que el capitalismo se transformó, pasando de una economía rodeada de muchas formaciones sociales y políticas precapitalistas, a una sociedad "economizada" en si misma. La vida social como tal está penetrada por los valores de mercado. Estos se han infiltrado crecientemente en las relaciones familiares, educacionales, personales e incluso espirituales, eliminando las tradiciones precapitalistas, que comportaban mayor ayuda mutua, mayor idealismo y responsabilidad moral, en contraste con las normas de conducta “mercantilistas". Términos como “consumismo" e “industrialismo" son meros eufemismos oscurantistas para designar un aburguesamiento que todo lo impregna, y que implica bastante más que apetito de mercancías y sofisticación tecnológica. Estamos asistiendo a la expansión de las relaciones mercantiles en todas las áreas de la vida y en los movimientos sociales, que en otro tiempo ofrecieron cierta resistencia (cuando no un refugio) contra las formas competitivas, amorales y acumuladoras de interacción humana. Existe un sentido en el cual cualquier nueva forma de resistencia, ya sea de los verdes, de los libertarios, o de los radicales en general, debe abrir espacios alternativos de vida que puedan contrarrestar y desarmar el aburguesamiento de la sociedad en todos sus niveles. Esto no quiere decir que los “nuevos movimientos sociales” (usando la jerga sociológica), como los verdes, puedan acceder a los órganos parlamentarios nacionales, provinciales o estatales, sin pagar algún precio por ello. Los Grünen, que estaban lejos de ser un ingenuo movimiento popular, son prueba viviente de que la “resistencia parlamentaria” conduce eventualmente a malos compromisos y al abandono de principios fundamentales. Se plantea el interrogante de si puede haber espacio para la esfera pública radical, más allá de las comunas, las cooperativas, las organizaciones de servicios barriales, promovidas por la contracultura de los sesenta, diría, estructuras que tan fácilmente degeneraron en negocios tipo boutique, cuando no desaparecieron por completo. Existe un ámbito público que pueda ser campo para la interacción de fuerzas antagónicas que se mueven por el cambio, la educación, el desarrollo, en última instancia, en confrontación con el modo de vida imperante?

El concepto mismo de ámbito público se contrapone a la noción radical tradicional de ámbito de clase. El marxismo, en particular, negó la existencia de un “público” aparentemente indefinible, o lo que en las revoluciones democráticas de hace dos siglos se designó como el pueblo. Se consideraba que los conceptos de “pueblo” o de “público” ocultaban los intereses específicos de clase, que terminarían por conducir a la burguesía a un conflicto implacable con el proletariado. Si la palabra “pueblo" significó algo para los teóricos marxistas, fue en referencia a una pequeña burguesía decadente, amorfa e indescriptible, legado del pasado y de pasadas revoluciones, de la cual podía esperarse que, en primer término se pusieron de parte de la clase capitalista, a la que aspiraba integrar, y por último, de parte de la clase trabajadora, cuyas filas se verían forzadas a formar parte. En consecuencia, el proletariado, en la medida en que se volviese una clase consciente, expresaría finalmente los intereses generales de la humanidad, una vez que hubiera absorbido a esa imprecisa clase media, particularmente durante una crisis económica general o “crónica" del capitalismo. Los treinta, con sus oleajes de huelgas, insurrecciones obreras, confrontaciones callejeras entre grupos revolucionarios y fascistas, y sus expectativas de guerra y levantamientos sociales sangrientos, parecieron confirmar esta visión. No podemos seguir ignorando el hecho de que la visión tradicional elaborada por los radicales durante la primera mitad de este siglo ha sido reemplazada por la realidad actual de un sistema capitalista organizado cultural e ideológicamente, así como económicamente. Por mucho que hayan sido rebajados los niveles de vida para millones de personas, también resta en pie el hecho sin precedentes de que el capitalismo no ha sufrido una crisis crónica desde hace medio siglo. El clásico proletariado industrial ha decrecido en el Primer Mundo (el locus histórico clásico de la confrontación socialista con el capitalismo), y está perdiendo no sólo la conciencia de clase, sino también la conciencia política de si mismo como clase históricamente única. Los intentos de reformular la teoría marxista, incluyendo a todos los asalariados en el proletariado carecen de sentido, y se encuentran en total contradicción con el modo en que esta población de clase media ampliamente diferenciada se concibe a sí misma y su relación con la sociedad de mercado.

Tampoco existe ningún signo de que en un futuro previsible vayamos a afrontar una crisis económica comparable a la gran depresión. Con respecto al control de los factores internos de crisis a largo plazo, que pudieran crear un interés general por una nueva sociedad, el capitalismo tuvo mejores resultados en los últimos cincuenta años que en el siglo y medio anterior, el periodo de su "ascenso histórico". Tal como están las cosas hoy, es ilusorio vivir con la esperanza de que el capitalismo sufra un colapso desde dentro, como resultado de las contradicciones de su propio desarrollo. Pero existen signos dramáticos de que el capitalismo, organizado en un sistema de mercado basado en la competencia y el crecimiento, debería trastornar el mundo natural, trocando el suelo en arena, contaminando la atmósfera, cambiando todas las condiciones climáticas del planeta, y posiblemente volviendo la tierra inhóspita para las formas de vida complejas. El capitalismo está produciendo las condiciones externas para una crisis, una crisis ecológica, que bien podría despertar un interés generalizado por un cambio social radical. El capitalismo, en efecto, está demostrando ser un cáncer ecológico, capaz de simplificar los complejos ecosistemas que se formaron durante innumerables años. Se plantea la cuestión de si una sociedad, basada en un crecimiento insensato e incesante como fin en sí mismo, forzada por la competencia a acumular y devorar el mundo orgánico, puede crear problemas que sobrepasen muchas diferencias materiales, étnicas y culturales. Si es así, el concepto de “pueblo" y el de "ámbito público" pueden convertirse en una realidad viviente en la historia. El movimiento verde, o por lo menos algún tipo de movimiento ecologista radical, puede adquirir así un significado político, único y cohesionador, comparable al de los movimientos obreros tradicionales. Si el ámbito del radicalismo proletario era la fábrica, el del movimiento ecologista sería la comunidad: el pueblo, el barrio, la municipalidad. Se debería elaborar una nueva alternativa política, que no sea ni parlamentaria' ni tampoco exclusivamente limitada a la acción directa y a las actividades contraculturales. En realidad, la acción directa se combinaría con una nueva política bajo la forma de una autogestión de la comunidad, fundada en una democracia plenamente participativa, que de hecho es la forma más elevada de acción directa, aquella que reconoce en el pueblo la plena facultad de determinar el destino de la sociedad.

El movimiento verde (usando este término en su sentido más genérico) está notablemente bien situado para convertirse en un ámbito donde elaborar dicha perspectiva y ponerla en práctica. Inadecuaciones, fracasos y retrocesos, como los que observamos en los Grünen, no eximen a los libertarios de tratar de educar a este movimiento, dándole la orientación teórica que necesita. Los verdes no se han congelado en una postura rígida desesperanzada, ni siquiera en Francia y Alemania. No es probable que la situación ecológica permita que un amplio movimiento político ambientalista se consolide hasta el punto de que pueda excluir la articulación de tendencias radicales. Es una gran responsabilidad del movimiento libertario, promover dichas tendencias radicales, fortaleciéndolas teóricamente, y elaborando una perspectiva ecológica radical coherente. En definitiva, lo que finalmente destruye todo movimiento en esta era de aburguesamiento arrollador, no es sólo la “mercantilización" de la vida, sino también la falta de conciencia para resistir ésta y sus amplios poderes de cooptación. Pero esto no disminuye la necesidad de darle a esta conciencia una forma real y palpable. Si los sesenta hicieron surgir la necesidad de una contracultura para resistir la cultura dominante, los años finales de nuestro siglo han creado la necesidad de contrainstituciones de naturaleza popular, para contrarrestar al Estado centralizado. La forma específica de estas instituciones puede variar según las tradiciones, los valores, los intereses y la cultura de cada región. Pero ciertas premisas teóricas básicas deben ser aclaradas, si se plantea la necesidad de nuevas instituciones, y más ampliamente, de una nueva política libertaria.

Vivimos en un mundo históricamente nebuloso, en el cual los ámbitos institucionales que en el pasado eran claramente distinguibles uno de otro (el social, el político y el estatal) han sido confundidos y mistificados. En otro tiempo, el ámbito social podía ser claramente distinguido del político, y éste a su vez estaba bien delimitado del estatal. Para que un movimiento verdaderamente radical pueda existir en el futuro, deben ser detenidas y revertidas las tendencias actuales a la absorción de la política por el Estado, y de la sociedad por la economía. Con la aparición de nuevos movimientos que afrontan el deterioro ecológico, y con el surgimiento de nuevas cuestiones como la necesidad de una sociedad orientada ecológicamente que termine con la dominación de la naturaleza y de las personas, la necesidad de redefinir realmente la política, dándole un significado más amplio del que ha tenido en el pasado, se convierte en un imperativo político. La capacidad de los libertarios para responder a esta exigencia bien puede determinar el futuro de movimientos como los verdes y la real posibilidad del radicalismo de existir como una fuerza coherente para el cambio social. Es demasiado fácil pensar en la sociedad, la política y el Estado tal como se nos presentan hoy, separados de la historia y congelados en formas rígidas. Pero el hecho es que cada uno de ellos ha tenido un complejo desarrollo, que deberíamos entender si queremos tener claro el significado de los problemas que los mismos comportan en la teoría social y en la práctica. Mucho de lo que actualmente llamamos política realmente es gobierno del Estado, que consiste en la estructuración de un aparato estatal, integrado con parlamentarios, jueces, burócratas, policías, militares y demás, fenómeno que a menudo se repite desde la cumbre del Estado hasta las más pequeñas comunidades. Es así que fácilmente podemos ignorar lo que la política significó en otro tiempo. El término "política", que deriva del griego, se refería a un ámbito público formado por ciudadanos conscientes, que se sentían competentes para gestionar directamente sus propias comunidades o polis.

La sociedad, en cambio, era un ámbito relativamente privado, concerniente a las obligaciones familiares, las amistades, el mantenimiento personal, la producción y la reproducción. Desde su emergencia como mera existencia de grupos humanos, hasta las formas altamente institucionalizadas que propiamente llamamos sociedad, la vida social estuvo estructurada sobre la familia u oikos (economía, de hecho significaba poco más que la gestión de la familia). Su núcleo era el mundo doméstico de la mujer, complementado por el mundo civil del hombre. En las comunidades primitivas, el ámbito civil estuvo en gran parte al servicio de lo doméstico, donde se cumplían las funciones más importantes para la sobrevivencia y el mantenimiento. Una tribu (entendida en un sentido muy amplio, que incluía bandas y clanes), verdadera entidad social, estaba atravesada por lazos sanguíneos, maritales y funcionales, basados en la edad y en el trabajo. Las potentes fuerzas centrípetas (que aún se originaban en hechos biológicos), que mantenían unidas a las comunidades (eminentemente sociales) y les daban un fuerte sentido de solidaridad interna, excluyeron en gran medida a los “extraños", cuya aceptación normalmente dependía de las reglas de hospitalidad, y de la necesidad de adquirir nuevos miembros para remplazar a los guerreros, cuando la guerra se tornaba cada vez más importante. Una gran parte de la historia es un relato del posterior crecimiento del ámbito civil masculino a expensas del ámbito doméstico social. Los hombres adquirieron una autoridad creciente sobre las comunidades primitivas como resultado de las guerras intertribales, de las luchas por el territorio de caza, y particularmente, de los conflictos generados por la necesidad de los pueblos agrícolas de apropiarse de grandes extensiones, que a su vez eran requeridas por los pueblos cazadores para sustentarse a sí mismos y sus modos de vida.

Fue a partir de este ámbito civil indiferenciado (si se me permite usar la palabra “civil” en un sentido muy amplio) que surgieron la "política" y el Estado. Esto no significa caer en la trampa ideológica de decir que lo político y el gobierno del Estado desde el comienzo fueron lo mismo. De hecho los dos a pesar de sus orígenes en el primitivo ámbito civil de los hombres, se encontraron en una marcada oposición. “Los ropajes de la historia nunca están limpios y sin arrugas." La evolución de la sociedad, desde pequeños grupos sociales domésticos hasta sistemas autoritarios muy diferenciados y jerarquizados, que abarcaron vastos imperios territoriales, fue compleja e irregular. También las tradiciones domésticas y familiares, esto es las tradiciones sociales, desempeñaron en la formación de los Estados un rol a menudo comparable al de los valores civiles de los guerreros. Las aristocracias basadas en el linaje (sea femenino como masculino), que han persistido hasta los tiempos modernos, están impregnadas de valores sociales que fueron trasmitidos desde una época en que el parentesco, no la ciudadanía o la riqueza, determinaba el status y el poder de una persona. Los reinos despóticos primitivos como los de Egipto y Persia, para citar a los más notables, no eran considerados entidades civiles en sentido riguroso, sino como dominios domésticos de los monarcas.

Fueron vistos como las vastas residencias de los reyes divinos y de sus familias, hasta que fueron divididos por familias menores en posesiones señoriales o feudales. Fue la “revolución urbana" de la edad del bronce (para usar la expresión de V. Gordon Childe) que lentamente removió las arcaicas trabas sociales o domésticas que pesaban sobre el Estado, creando un terreno nuevo para la política. El surgimiento de las ciudades, frecuentemente en torno a templos, fortalezas militares, centros administrativos y mercados interregionales, creó las bases para una nueva forma de espacio político, más universal y secular. Con el tiempo, este espacio evolucionó lentamente hacia un tipo de esfera pública sin precedentes. Tratar de señalar una ciudad determinada como modelo de tal espacio sería buscar formas puras que no existen en la historia o en la teoría social. Pero podemos identificar ciudades que no fueron ni predominantemente sociales en un sentido doméstico, ni estatistas, y que dieron origen a una gestión de la sociedad completamente nueva.

Las más destacables de estas ciudades fueron los puertos de la antigua Grecia, las ciudades medievales de artesanos y comerciantes de Italia y de Europa central, también las ciudades modernas de los nuevos Estados nacionales en formación, como España, Inglaterra y Francia, que desarrollaron identidades propias y formas relativamente populares de participación ciudadana. Sus características “pueblerinas", aún patriarcales, no deberían impedirnos apreciar sus valores humanistas universales. Sería mezquino y antihistórico, desde un punto de vista moderno, poner el acento en los errores que las ciudades compartieron durante miles de años con el surgimiento de la “civilización" como tal. Lo más importante es que estas ciudades crearon, en mayor o menor medida, un ámbito radicalmente nuevo, de naturaleza política, fundado en formas limitadas, pero con frecuencia participativas, de democracia, y un nuevo concepto de personalidad cívica: el ciudadano.

Definida según sus raíces etimológicas, la política significó la gestión de la comunidad o polis por parte de sus propios miembros o ciudadanos, el desarrollo de un espacio público en el cual los ciudadanos podían reunirse, como el ágora de las democracias griegas, el foro de la república romana, el centro del pueblo de la comuna medieval, y la plaza de la ciudad renacentista. La política significó el reconocimiento de los derechos civiles para los extranjeros, o quienes no estaban vinculados a la población por lazos sanguíneos, es decir la idea de una humanitas universal, que se distinguía del concepto de “gente" relacionada genealógicamente. Además de estos valores humanos fundamentales, la política estaba caracterizada por la creciente secularización de los asuntos sociales, un nuevo respeto por el individuo y una creciente consideración de criterios racionales de conducta por encima de los irreflexivos imperativos de la costumbre.

No quiero decir que con el surgimiento de las ciudades desaparecieron los privilegios, la desigualdad de derechos, las supersticiones, el respeto por la tradición, la desconfianza hacia los extranjeros. Durante los períodos más radicales y democráticos de la Revolución Francesa, por ejemplo, París estaba llena de miedos a las “conspiraciones extranjeras" y de desconfianza xenófoba hacia los extraños. Las mujeres no compartieron totalmente las libertades de que gozaban los hombres.

Mi punto de vista, sin embargo, es que la ciudad creó algo realmente nuevo, que no puede quedar oculto en los pliegues de lo social o de lo estatal. Este espacio se redujo o amplió con el tiempo, pero nunca desapareció completamente de la historia. Se mantuvo en contraposición al Estado, el cual trató en varios grados de profesionalizar y centralizar el poder, a menudo volviéndose un fin en sí mismo, como lo mostraron el poder estatal del Egipto Ptolemaico, las monarquías absolutas europeas en el siglo XVII y los regímenes totalitarios de Rusia y China en el siglo actual. El escenario de la política ha sido casi siempre la ciudad o el pueblo, o más genéricamente, la municipalidad. Para que una ciudad fuera políticamente viable, seguramente el tamaño era algo importante. Para los griegos, en particular para Aristóteles, el tamaño de una ciudad o polis debería ser tal que sus asuntos se pudieran discutir cara a cara, y que pudiera existir cierto grado de familiaridad entre sus ciudadanos. Estos requisitos, que no eran fijos ni inviolables, estaban concebidos para promover el desarrollo urbano, en un modo que directamente contrarrestaba el Estado. Siendo de tamaño moderado, la polis podía así ser organizada institucionalmente en modo tal que sus asuntos pudieran ser gestionados por hombres capaces, comprometidos con lo público, con un grado mínimo de representatividad, estrictamente controlado. Para que alguien pudiera ser capacitado para las funciones políticas, debía poseer ciertos recursos materiales. Se requería cierto tiempo libre, del cual se podía disponer, suponemos hoy, gracias al trabajo esclavo.

Sin embargo, de ningún modo es cierto que todos los ciudadanos griegos políticamente activos fueran propietarios de esclavos. Aún más importante que el tiempo libre era la formación del carácter y de la razón (concepto griego de paideia), que confería a los ciudadanos el decoro necesario para que las asambleas populares fueran viables. Era necesario un ideal de servicio público que prevaleciera sobre los impulsos egoístas y mezquinos, y que le diera al interés general el carácter de valor. Esto fue logrado estableciendo una compleja red de relaciones, que iban desde las amistades leales (concepto griego de filia) hasta el compartir experiencias en las festividades civiles y en el servicio militar.

El uso que hago de los términos griegos no debe ser interpretado como que la política fuera un fenómeno exclusivamente helénico. Necesidades similares surgieron y fueron tratadas de varias maneras en las ciudades libres de Europa y Nueva Inglaterra hasta tiempos relativamente recientes. En casi todos los casos, estas ciudades crearon una política que fue democrática en grados diversos, durante largos períodos, y que resurgió no sólo en la cuenca del Mediterráneo, sino también en Europa continental, en Inglaterra y en Norteamérica. Profundamente hostiles a los Estados centralizados, las ciudades libres y sus federaciones marcaron algunos de los hitos más importantes de la historia, verdaderas encrucijadas en que la humanidad tuvo la posibilidad de establecer sistemas sociales, basados en confederaciones municipales, o en Estados nacionales.

El nacionalismo, así como el estatismo, estaban tan arraigados en el pensamiento moderno, que la idea misma de política municipal ni siquiera fue considerada como una opción para la organización social. Tal como he observado, la política ha estado identificada completamente con el gobierno del Estado y la profesionalización del poder. Se ha pasado por alto el hecho de que el ámbito político y el Estado a menudo estuvieron en conflicto entre sí, estallando en sangrientas guerras civiles. Los grandes movimientos revolucionarios del pasado, desde la Revolución Inglesa de 1640 hasta los movimientos revolucionarios de nuestro siglo, estuvieron marcados por la participación de las comunidades, dependiendo su éxito de fuertes vínculos comunitarios. Los argumentos que continuamente se presentan en contra de la autonomía municipal demuestran que ésta es considerada peligrosa para los Estados nacionales. Fenómenos presumiblemente "muertos", como la comunidad libre y la democracia participativa, no deberían despertar reacciones tan fuertes, ni ser objeto de restricciones como las que todavía se aplican.

El surgimiento de las grandes megalópolis no ha eliminado la necesidad histórica de una política cívica y comunitaria, así como la expansión de las corporaciones multinacionales no ha suprimido la cuestión del nacionalismo. Ciudades como Nueva York, Londres, Francfort, Milán y Madrid pueden ser políticamente descentralizadas socializadas a nivel institucional, sea en redes de barrio o de distrito, a pesar de sus dimensiones estructurales y de su interdependencia interna. Realmente, el modo en que pueden funcionar si no se descentralizan estructuralmente es un asunto ecológico de capital importancia, como lo indican los problemas de la contaminación, del suministro de agua, de la criminalidad, de la calidad de la vida y del transporte.

La historia ha demostrado que las principales ciudades europeas, con poblaciones de hasta un millón de habitantes, con primitivos medios de comunicación, funcionaban mediante instituciones bien coordinadas, pero descentralizadas, que mostraban una extraordinaria vitalidad política. Desde las ciudades castellanas que estallaron en la revuelta de los comuneros de principios del siglo XVI, las secciones parisinas y las asambleas de principios del siglo XVIII, hasta el movimiento de ciudadanos de Madrid de los años sesenta, citando sólo unos pocos, los movimientos municipales en las grandes ciudades plantearon de manera crucial el problema de dónde debe residir el poder y cómo debería ser gestionada la vida social a nivel institucional.

Es bastante obvio que esa municipalidad puede ser tan estrecha de miras como una tribu, no menos hoy que en el pasado. Por tanto, cualquier movimiento municipal que no sea confederal, es decir que no se integre en una red de interrelaciones recíprocas con pueblos y ciudades de su propia región, no puede ser considerado como una entidad política real en un sentido tradicional, del mismo modo que un barrio que no reconoce la necesidad de cooperar con otros barrios de su misma ciudad. La confederación basada en responsabilidades compartidas, la plena responsabilidad de los delegados confederales frente a sus comunidades, el derecho de revocar a los representantes y la necesidad de establecer mandatos precisos, son partes indispensables de una nueva política. Argumentar que las ciudades y pueblos existentes reproducen el Estado nacional a nivel local, significa renunciar a todo compromiso de cambio social. La vida sería realmente maravillosa, quizás milagrosa, si naciéramos con la instrucción, la experiencia, la inteligencia y las habilidades necesarias para ejercer una profesión o cultivar una vocación deseable. Desgraciadamente, debemos realizar el esfuerzo de adquirir estas capacidades, y esto requiere lucha, discusión, educación y desarrollo. Probablemente tendría poco significado un enfoque municipalista radical que se redujera a ser un mero instrumento de un fácil cambio institucional. Hay que luchar por este objetivo si se desea alcanzarlo, del mismo modo que la lucha por una sociedad libre debe ser en sí misma tan liberadora y autotransformadora como la existencia de tal sociedad.

El Estado plantea también serias cuestiones, que no pueden ser reducidas a una visión simplista y ahistórica. Si se lo concibe como un fenómeno en desarrollo, en el curso de la historia se sucedieron Estados nacientes, cuasiestados, Estados monárquicos, Estados feudales, Estados republicanos, Estados totalitarios que superaron a las tiranías más duras del pasado. Lamentablemente, no se ha prestado suficiente atención al hecho de que la capacidad de los Estados para ejercer plenamente su poder estuvo a menudo determinada por los obstáculos municipales que encontraron. Fue esencial para la consolidación del Estado nacional su habilidad para debilitar las estructuras de los pueblos y de las ciudades, sustituyéndolas por burocracias, policías y fuerzas militares. Una sutil interacción entre la municipalidad y el Estado, que a menudo estalló en conflictos abiertos, se ha dado a lo largo de la historia, configurando la imagen de la sociedad actual.

Es de gran importancia práctica que las instituciones, tradiciones y sentimientos preestatistas permanezcan vivos en grados diversos en la mayor parte del mundo. La resistencia a la usurpación de los Estados opresores ha sido apoyada por las redes comunitarias de ciudades, barrios y pueblos, tal como lo muestran las luchas en Sudáfrica, Medio Oriente y América Latina.

Los temblores que ahora estremecen a la Rusia soviética no se deben solamente a las demandas de mayor libertad, sino también a los movimientos por las autonomías locales y regionales que desafían la existencia misma del Estado nacional centralizado. Ignorar las bases comunitarias de estos movimientos sería tan miope como ignorar la inestabilidad latente de todo Estado nacional. Y peor aún sería considerarlo como seguro y tratarlo según sus propios términos. Realmente, el hecho de que un Estado permanezca como tal o no (cuestión no poco importante para teóricos radicales tan dispares como Marx y Bakunin) depende mucho del poder de los movimientos locales, confederales y comunitarios, para contrarrestarlo y establecer "otro" poder que lo reemplace. El papel principal que jugó el movimiento de ciudadanos madrileños hace casi tres décadas en el debilitamiento del régimen de Franco merecería con justicia un estudio importante. A pesar de la visión marxista de un conflicto esencialmente económico entre el "trabajo asalariado" y el "capital", los movimientos de clase revolucionarios del pasado no fueron simplemente movimientos industriales. Por ejemplo, el efímero movimiento de trabajadores parisinos, en gran parte integrado por artesanos, fue también un movimiento comunitario centrado en los barrios y nutrido por una rica vida barrial. Desde los levellers de Londres en el siglo XVII, hasta los anarcosindicalistas de Barcelona en nuestro siglo, la actividad radical estuvo sostenida por fuertes vínculos comunitarios, y por un espacio público conformado por calles, plazas y cafés. Esta vida municipal no puede ser ignorada en la práctica radical y debe ser recreada allí donde fue socavada por el Estado moderno. Una nueva política, enraizada en los pueblos, en los barrios, en las ciudades y en las regiones, es la única alternativa viable al parlamentarismo anémico que se está infiltrando en varios partidos verdes y en otros movimientos sociales similares. Los movimientos estrictamente sociales, comprometidos en cuestiones específicas como el poder nuclear, limitan su capacidad de convocatoria a los temas de los que se ocupan. Este tipo de militancia no debe ser confundida con la actividad radical de largo plazo, necesaria para transformar la conciencia, y en última instancia, a la misma sociedad. Tales movimientos tienen una existencia efímera aunque logren resultados positivos, pues carecen de las bases institucionales necesarias para crear movimientos duraderos de transformación social, y carecen de un ámbito donde situarse de forma permanente en la lucha política. Por otra parte, la municipalidad contiene una potencialidad explosiva. Crear redes locales y tratar de transformar las instituciones municipales que todavía reproducen el Estado, significa aceptar un desafío histórico, y realmente político, que ha existido durante siglos. Ciertos movimientos sociales nuevos están tratando de adquirir una perspectiva política que los introduzca en la escena política, de ahí la facilidad con que se deslizan hacia el parlamentarismo.

Históricamente, la teoría libertaria siempre ha estado centrada en las “comunas”, las ciudades libres reestructuradas que constituirían el tejido celular de una nueva sociedad. Ignorar el potencial de la "comuna" porque aún no es libre, e impedir nuestro acceso a ella con consignas electorales (más apropiadas a una época de movimientos de masa obreros y campesinos) significa desatender un ámbito político todavía inactivo, pero que podría dar vida y significado a la gran aspiración libertaria: una comuna de comunas.