domingo, 12 de julio de 2009

Sociedad, Política y Estado - Murray Bookchin


Hoy cuando los movimientos verdes y sociales se han consolidado en casi todos los países del Primer Mundo, cuando están creciendo en otros lugares (particularmente en América Latina), la cuestión de cómo encarar los conceptos de "sociedad", "política" y "Estado", ha adquirido una urgencia programática. Esta urgencia surge ante el hecho de que la mayoría de estos movimientos pone énfasis en la necesidad de descentralización, de comunidades a escala humana, de democracia de base y de un equilibrio viable entre la ciudad y el campo (temas que nos recuerdan los escritos de Proudhon y Kropotkin); pero al mismo tiempo, los verdes están comprometidos, de una u otra manera, en política electoral. En Alemania, donde la ideología verde nació hace una década aproximadamente, la tendencia "fundamentalista" (que en cierto momento fue la mayoría del partido verde) insistió en el esfuerzo por construir un partido no partidista, por crear una democracia de base, inspirada en la "democracia participativa" de la "nueva izquierda" de los sesenta. Los cargos electivos, tanto en el gobierno como en la dirección del partido debían ser rotativos, los sueldos de los representantes electos debían ser compartidos con la organización del partido; se propuso, en forma vaga, establecer el derecho de revocar a los representantes que no cumplieran su mandato programático, pero esto nunca fue implementado. La teoría ecológica (más precisamente, la ecología social, que se originó realmente en Estados Unidos a comienzos de los sesenta) constituyó una perspectiva aglutinante para los primeros verdes, aunque no estuviesen completamente familiarizados con su origen libertario. Me refiero a la necesidad de suprimir la jerarquía, así como las relaciones de clase, como condición previa a la eliminación de la idea de dominio de la naturaleza y al logro de una sociedad ecológica.

El surgimiento de movimientos verdes, que en gran parte toman como modelo a los Grünen (partido verde alemán), creó un dilema para la izquierda libertaria. Las reivindicaciones sociales de la mayoría de los grupos verdes eran claramente anarquistas. Los programas basados en la descentralización y la democracia participativa surgieron indudablemente a partir del socialismo antiautoriario, y fueron fuertemente influidos por la "nueva izquierda". Además, muchos principios organizativos adoptados por los verdes contrastaban con la mentalidad centralista, esencialmente burocrática, del marxismo, por no hablar del liberalismo.

Pero ¿cómo podríamos explicar la orientación política, más exactamente la electoral, de los verdes? ¿Cómo podríamos encarar temas como el parlamentarismo, las coaliciones de partido, y la entrada de los Grünen en gobiernos manifiestamente burgueses, como la coalición de Hesse?

Que los Grünen sean hoy escasamente diferentes en el aspecto organizativo, y también en el programático, a los partidos socialdemócratas convencionales, no es motivo para que los libertarios se regodeen en sus predicciones de que la política corrompe. La degeneración de los Grünen ocurrió en el curso de una áspera lucha interna. No fue un proceso de lenta erosión imperceptible y de cooptación por parte del Estado. Ni pueden los grupos libertarios más puristas de Alemania pretender que las concepciones sindicalistas o anarquistas se hayan afirmado en Europa Central. Del mismo modo que esos grupos libertarios se complacen en la decadencia de los movimientos verdes a causa del parlamentarismo, también ellos pueden ser criticados por haber jugado un rol de espectadores frente a la declinación de un movimiento muy significativo, cuyo desarrollo deberían haber tratado de impulsar. Ni siquiera ofrecieron ninguna alternativa a la infeliz opción adoptada por los Grünen y por los grupos verdes que se orientaron por la vía electoral en otros países. Los intentos de los libertarios por revivir las ideas sindicalistas tradicionales tienen poquísimas probabilidades de éxito. Cualquiera sea la promesa del proletariado como clase hegemónica, como pudo haber sido durante el último siglo y la primera parte del actual, el sindicalismo proletario está históricamente agotado en todas sus formas. Todas las teorías, programas y movimientos que asignaron un rol revolucionario a la clase trabajadora yacen sepultados bajo las frías brasas de la Revolución Española de 1936-39, la más valiente y removedora, y también, último surgimiento histórico de radicalismo proletario tradicional. Desafiando todas las predicciones teóricas de los treinta, el capitalismo se restableció con más fuerza y adquirió extraordinaria flexibilidad en las décadas posteriores a la segunda guerra mundial. De hecho, todavía no se ha determinado claramente lo que constituye el capitalismo en su forma más "madura", ni que hablar de su trayectoria social en los años venideros.

Me parece que el capitalismo se transformó, pasando de una economía rodeada de muchas formaciones sociales y políticas precapitalistas, a una sociedad "economizada" en si misma. La vida social como tal está penetrada por los valores de mercado. Estos se han infiltrado crecientemente en las relaciones familiares, educacionales, personales e incluso espirituales, eliminando las tradiciones precapitalistas, que comportaban mayor ayuda mutua, mayor idealismo y responsabilidad moral, en contraste con las normas de conducta “mercantilistas". Términos como “consumismo" e “industrialismo" son meros eufemismos oscurantistas para designar un aburguesamiento que todo lo impregna, y que implica bastante más que apetito de mercancías y sofisticación tecnológica. Estamos asistiendo a la expansión de las relaciones mercantiles en todas las áreas de la vida y en los movimientos sociales, que en otro tiempo ofrecieron cierta resistencia (cuando no un refugio) contra las formas competitivas, amorales y acumuladoras de interacción humana. Existe un sentido en el cual cualquier nueva forma de resistencia, ya sea de los verdes, de los libertarios, o de los radicales en general, debe abrir espacios alternativos de vida que puedan contrarrestar y desarmar el aburguesamiento de la sociedad en todos sus niveles. Esto no quiere decir que los “nuevos movimientos sociales” (usando la jerga sociológica), como los verdes, puedan acceder a los órganos parlamentarios nacionales, provinciales o estatales, sin pagar algún precio por ello. Los Grünen, que estaban lejos de ser un ingenuo movimiento popular, son prueba viviente de que la “resistencia parlamentaria” conduce eventualmente a malos compromisos y al abandono de principios fundamentales. Se plantea el interrogante de si puede haber espacio para la esfera pública radical, más allá de las comunas, las cooperativas, las organizaciones de servicios barriales, promovidas por la contracultura de los sesenta, diría, estructuras que tan fácilmente degeneraron en negocios tipo boutique, cuando no desaparecieron por completo. Existe un ámbito público que pueda ser campo para la interacción de fuerzas antagónicas que se mueven por el cambio, la educación, el desarrollo, en última instancia, en confrontación con el modo de vida imperante?

El concepto mismo de ámbito público se contrapone a la noción radical tradicional de ámbito de clase. El marxismo, en particular, negó la existencia de un “público” aparentemente indefinible, o lo que en las revoluciones democráticas de hace dos siglos se designó como el pueblo. Se consideraba que los conceptos de “pueblo” o de “público” ocultaban los intereses específicos de clase, que terminarían por conducir a la burguesía a un conflicto implacable con el proletariado. Si la palabra “pueblo" significó algo para los teóricos marxistas, fue en referencia a una pequeña burguesía decadente, amorfa e indescriptible, legado del pasado y de pasadas revoluciones, de la cual podía esperarse que, en primer término se pusieron de parte de la clase capitalista, a la que aspiraba integrar, y por último, de parte de la clase trabajadora, cuyas filas se verían forzadas a formar parte. En consecuencia, el proletariado, en la medida en que se volviese una clase consciente, expresaría finalmente los intereses generales de la humanidad, una vez que hubiera absorbido a esa imprecisa clase media, particularmente durante una crisis económica general o “crónica" del capitalismo. Los treinta, con sus oleajes de huelgas, insurrecciones obreras, confrontaciones callejeras entre grupos revolucionarios y fascistas, y sus expectativas de guerra y levantamientos sociales sangrientos, parecieron confirmar esta visión. No podemos seguir ignorando el hecho de que la visión tradicional elaborada por los radicales durante la primera mitad de este siglo ha sido reemplazada por la realidad actual de un sistema capitalista organizado cultural e ideológicamente, así como económicamente. Por mucho que hayan sido rebajados los niveles de vida para millones de personas, también resta en pie el hecho sin precedentes de que el capitalismo no ha sufrido una crisis crónica desde hace medio siglo. El clásico proletariado industrial ha decrecido en el Primer Mundo (el locus histórico clásico de la confrontación socialista con el capitalismo), y está perdiendo no sólo la conciencia de clase, sino también la conciencia política de si mismo como clase históricamente única. Los intentos de reformular la teoría marxista, incluyendo a todos los asalariados en el proletariado carecen de sentido, y se encuentran en total contradicción con el modo en que esta población de clase media ampliamente diferenciada se concibe a sí misma y su relación con la sociedad de mercado.

Tampoco existe ningún signo de que en un futuro previsible vayamos a afrontar una crisis económica comparable a la gran depresión. Con respecto al control de los factores internos de crisis a largo plazo, que pudieran crear un interés general por una nueva sociedad, el capitalismo tuvo mejores resultados en los últimos cincuenta años que en el siglo y medio anterior, el periodo de su "ascenso histórico". Tal como están las cosas hoy, es ilusorio vivir con la esperanza de que el capitalismo sufra un colapso desde dentro, como resultado de las contradicciones de su propio desarrollo. Pero existen signos dramáticos de que el capitalismo, organizado en un sistema de mercado basado en la competencia y el crecimiento, debería trastornar el mundo natural, trocando el suelo en arena, contaminando la atmósfera, cambiando todas las condiciones climáticas del planeta, y posiblemente volviendo la tierra inhóspita para las formas de vida complejas. El capitalismo está produciendo las condiciones externas para una crisis, una crisis ecológica, que bien podría despertar un interés generalizado por un cambio social radical. El capitalismo, en efecto, está demostrando ser un cáncer ecológico, capaz de simplificar los complejos ecosistemas que se formaron durante innumerables años. Se plantea la cuestión de si una sociedad, basada en un crecimiento insensato e incesante como fin en sí mismo, forzada por la competencia a acumular y devorar el mundo orgánico, puede crear problemas que sobrepasen muchas diferencias materiales, étnicas y culturales. Si es así, el concepto de “pueblo" y el de "ámbito público" pueden convertirse en una realidad viviente en la historia. El movimiento verde, o por lo menos algún tipo de movimiento ecologista radical, puede adquirir así un significado político, único y cohesionador, comparable al de los movimientos obreros tradicionales. Si el ámbito del radicalismo proletario era la fábrica, el del movimiento ecologista sería la comunidad: el pueblo, el barrio, la municipalidad. Se debería elaborar una nueva alternativa política, que no sea ni parlamentaria' ni tampoco exclusivamente limitada a la acción directa y a las actividades contraculturales. En realidad, la acción directa se combinaría con una nueva política bajo la forma de una autogestión de la comunidad, fundada en una democracia plenamente participativa, que de hecho es la forma más elevada de acción directa, aquella que reconoce en el pueblo la plena facultad de determinar el destino de la sociedad.

El movimiento verde (usando este término en su sentido más genérico) está notablemente bien situado para convertirse en un ámbito donde elaborar dicha perspectiva y ponerla en práctica. Inadecuaciones, fracasos y retrocesos, como los que observamos en los Grünen, no eximen a los libertarios de tratar de educar a este movimiento, dándole la orientación teórica que necesita. Los verdes no se han congelado en una postura rígida desesperanzada, ni siquiera en Francia y Alemania. No es probable que la situación ecológica permita que un amplio movimiento político ambientalista se consolide hasta el punto de que pueda excluir la articulación de tendencias radicales. Es una gran responsabilidad del movimiento libertario, promover dichas tendencias radicales, fortaleciéndolas teóricamente, y elaborando una perspectiva ecológica radical coherente. En definitiva, lo que finalmente destruye todo movimiento en esta era de aburguesamiento arrollador, no es sólo la “mercantilización" de la vida, sino también la falta de conciencia para resistir ésta y sus amplios poderes de cooptación. Pero esto no disminuye la necesidad de darle a esta conciencia una forma real y palpable. Si los sesenta hicieron surgir la necesidad de una contracultura para resistir la cultura dominante, los años finales de nuestro siglo han creado la necesidad de contrainstituciones de naturaleza popular, para contrarrestar al Estado centralizado. La forma específica de estas instituciones puede variar según las tradiciones, los valores, los intereses y la cultura de cada región. Pero ciertas premisas teóricas básicas deben ser aclaradas, si se plantea la necesidad de nuevas instituciones, y más ampliamente, de una nueva política libertaria.

Vivimos en un mundo históricamente nebuloso, en el cual los ámbitos institucionales que en el pasado eran claramente distinguibles uno de otro (el social, el político y el estatal) han sido confundidos y mistificados. En otro tiempo, el ámbito social podía ser claramente distinguido del político, y éste a su vez estaba bien delimitado del estatal. Para que un movimiento verdaderamente radical pueda existir en el futuro, deben ser detenidas y revertidas las tendencias actuales a la absorción de la política por el Estado, y de la sociedad por la economía. Con la aparición de nuevos movimientos que afrontan el deterioro ecológico, y con el surgimiento de nuevas cuestiones como la necesidad de una sociedad orientada ecológicamente que termine con la dominación de la naturaleza y de las personas, la necesidad de redefinir realmente la política, dándole un significado más amplio del que ha tenido en el pasado, se convierte en un imperativo político. La capacidad de los libertarios para responder a esta exigencia bien puede determinar el futuro de movimientos como los verdes y la real posibilidad del radicalismo de existir como una fuerza coherente para el cambio social. Es demasiado fácil pensar en la sociedad, la política y el Estado tal como se nos presentan hoy, separados de la historia y congelados en formas rígidas. Pero el hecho es que cada uno de ellos ha tenido un complejo desarrollo, que deberíamos entender si queremos tener claro el significado de los problemas que los mismos comportan en la teoría social y en la práctica. Mucho de lo que actualmente llamamos política realmente es gobierno del Estado, que consiste en la estructuración de un aparato estatal, integrado con parlamentarios, jueces, burócratas, policías, militares y demás, fenómeno que a menudo se repite desde la cumbre del Estado hasta las más pequeñas comunidades. Es así que fácilmente podemos ignorar lo que la política significó en otro tiempo. El término "política", que deriva del griego, se refería a un ámbito público formado por ciudadanos conscientes, que se sentían competentes para gestionar directamente sus propias comunidades o polis.

La sociedad, en cambio, era un ámbito relativamente privado, concerniente a las obligaciones familiares, las amistades, el mantenimiento personal, la producción y la reproducción. Desde su emergencia como mera existencia de grupos humanos, hasta las formas altamente institucionalizadas que propiamente llamamos sociedad, la vida social estuvo estructurada sobre la familia u oikos (economía, de hecho significaba poco más que la gestión de la familia). Su núcleo era el mundo doméstico de la mujer, complementado por el mundo civil del hombre. En las comunidades primitivas, el ámbito civil estuvo en gran parte al servicio de lo doméstico, donde se cumplían las funciones más importantes para la sobrevivencia y el mantenimiento. Una tribu (entendida en un sentido muy amplio, que incluía bandas y clanes), verdadera entidad social, estaba atravesada por lazos sanguíneos, maritales y funcionales, basados en la edad y en el trabajo. Las potentes fuerzas centrípetas (que aún se originaban en hechos biológicos), que mantenían unidas a las comunidades (eminentemente sociales) y les daban un fuerte sentido de solidaridad interna, excluyeron en gran medida a los “extraños", cuya aceptación normalmente dependía de las reglas de hospitalidad, y de la necesidad de adquirir nuevos miembros para remplazar a los guerreros, cuando la guerra se tornaba cada vez más importante. Una gran parte de la historia es un relato del posterior crecimiento del ámbito civil masculino a expensas del ámbito doméstico social. Los hombres adquirieron una autoridad creciente sobre las comunidades primitivas como resultado de las guerras intertribales, de las luchas por el territorio de caza, y particularmente, de los conflictos generados por la necesidad de los pueblos agrícolas de apropiarse de grandes extensiones, que a su vez eran requeridas por los pueblos cazadores para sustentarse a sí mismos y sus modos de vida.

Fue a partir de este ámbito civil indiferenciado (si se me permite usar la palabra “civil” en un sentido muy amplio) que surgieron la "política" y el Estado. Esto no significa caer en la trampa ideológica de decir que lo político y el gobierno del Estado desde el comienzo fueron lo mismo. De hecho los dos a pesar de sus orígenes en el primitivo ámbito civil de los hombres, se encontraron en una marcada oposición. “Los ropajes de la historia nunca están limpios y sin arrugas." La evolución de la sociedad, desde pequeños grupos sociales domésticos hasta sistemas autoritarios muy diferenciados y jerarquizados, que abarcaron vastos imperios territoriales, fue compleja e irregular. También las tradiciones domésticas y familiares, esto es las tradiciones sociales, desempeñaron en la formación de los Estados un rol a menudo comparable al de los valores civiles de los guerreros. Las aristocracias basadas en el linaje (sea femenino como masculino), que han persistido hasta los tiempos modernos, están impregnadas de valores sociales que fueron trasmitidos desde una época en que el parentesco, no la ciudadanía o la riqueza, determinaba el status y el poder de una persona. Los reinos despóticos primitivos como los de Egipto y Persia, para citar a los más notables, no eran considerados entidades civiles en sentido riguroso, sino como dominios domésticos de los monarcas.

Fueron vistos como las vastas residencias de los reyes divinos y de sus familias, hasta que fueron divididos por familias menores en posesiones señoriales o feudales. Fue la “revolución urbana" de la edad del bronce (para usar la expresión de V. Gordon Childe) que lentamente removió las arcaicas trabas sociales o domésticas que pesaban sobre el Estado, creando un terreno nuevo para la política. El surgimiento de las ciudades, frecuentemente en torno a templos, fortalezas militares, centros administrativos y mercados interregionales, creó las bases para una nueva forma de espacio político, más universal y secular. Con el tiempo, este espacio evolucionó lentamente hacia un tipo de esfera pública sin precedentes. Tratar de señalar una ciudad determinada como modelo de tal espacio sería buscar formas puras que no existen en la historia o en la teoría social. Pero podemos identificar ciudades que no fueron ni predominantemente sociales en un sentido doméstico, ni estatistas, y que dieron origen a una gestión de la sociedad completamente nueva.

Las más destacables de estas ciudades fueron los puertos de la antigua Grecia, las ciudades medievales de artesanos y comerciantes de Italia y de Europa central, también las ciudades modernas de los nuevos Estados nacionales en formación, como España, Inglaterra y Francia, que desarrollaron identidades propias y formas relativamente populares de participación ciudadana. Sus características “pueblerinas", aún patriarcales, no deberían impedirnos apreciar sus valores humanistas universales. Sería mezquino y antihistórico, desde un punto de vista moderno, poner el acento en los errores que las ciudades compartieron durante miles de años con el surgimiento de la “civilización" como tal. Lo más importante es que estas ciudades crearon, en mayor o menor medida, un ámbito radicalmente nuevo, de naturaleza política, fundado en formas limitadas, pero con frecuencia participativas, de democracia, y un nuevo concepto de personalidad cívica: el ciudadano.

Definida según sus raíces etimológicas, la política significó la gestión de la comunidad o polis por parte de sus propios miembros o ciudadanos, el desarrollo de un espacio público en el cual los ciudadanos podían reunirse, como el ágora de las democracias griegas, el foro de la república romana, el centro del pueblo de la comuna medieval, y la plaza de la ciudad renacentista. La política significó el reconocimiento de los derechos civiles para los extranjeros, o quienes no estaban vinculados a la población por lazos sanguíneos, es decir la idea de una humanitas universal, que se distinguía del concepto de “gente" relacionada genealógicamente. Además de estos valores humanos fundamentales, la política estaba caracterizada por la creciente secularización de los asuntos sociales, un nuevo respeto por el individuo y una creciente consideración de criterios racionales de conducta por encima de los irreflexivos imperativos de la costumbre.

No quiero decir que con el surgimiento de las ciudades desaparecieron los privilegios, la desigualdad de derechos, las supersticiones, el respeto por la tradición, la desconfianza hacia los extranjeros. Durante los períodos más radicales y democráticos de la Revolución Francesa, por ejemplo, París estaba llena de miedos a las “conspiraciones extranjeras" y de desconfianza xenófoba hacia los extraños. Las mujeres no compartieron totalmente las libertades de que gozaban los hombres.

Mi punto de vista, sin embargo, es que la ciudad creó algo realmente nuevo, que no puede quedar oculto en los pliegues de lo social o de lo estatal. Este espacio se redujo o amplió con el tiempo, pero nunca desapareció completamente de la historia. Se mantuvo en contraposición al Estado, el cual trató en varios grados de profesionalizar y centralizar el poder, a menudo volviéndose un fin en sí mismo, como lo mostraron el poder estatal del Egipto Ptolemaico, las monarquías absolutas europeas en el siglo XVII y los regímenes totalitarios de Rusia y China en el siglo actual. El escenario de la política ha sido casi siempre la ciudad o el pueblo, o más genéricamente, la municipalidad. Para que una ciudad fuera políticamente viable, seguramente el tamaño era algo importante. Para los griegos, en particular para Aristóteles, el tamaño de una ciudad o polis debería ser tal que sus asuntos se pudieran discutir cara a cara, y que pudiera existir cierto grado de familiaridad entre sus ciudadanos. Estos requisitos, que no eran fijos ni inviolables, estaban concebidos para promover el desarrollo urbano, en un modo que directamente contrarrestaba el Estado. Siendo de tamaño moderado, la polis podía así ser organizada institucionalmente en modo tal que sus asuntos pudieran ser gestionados por hombres capaces, comprometidos con lo público, con un grado mínimo de representatividad, estrictamente controlado. Para que alguien pudiera ser capacitado para las funciones políticas, debía poseer ciertos recursos materiales. Se requería cierto tiempo libre, del cual se podía disponer, suponemos hoy, gracias al trabajo esclavo.

Sin embargo, de ningún modo es cierto que todos los ciudadanos griegos políticamente activos fueran propietarios de esclavos. Aún más importante que el tiempo libre era la formación del carácter y de la razón (concepto griego de paideia), que confería a los ciudadanos el decoro necesario para que las asambleas populares fueran viables. Era necesario un ideal de servicio público que prevaleciera sobre los impulsos egoístas y mezquinos, y que le diera al interés general el carácter de valor. Esto fue logrado estableciendo una compleja red de relaciones, que iban desde las amistades leales (concepto griego de filia) hasta el compartir experiencias en las festividades civiles y en el servicio militar.

El uso que hago de los términos griegos no debe ser interpretado como que la política fuera un fenómeno exclusivamente helénico. Necesidades similares surgieron y fueron tratadas de varias maneras en las ciudades libres de Europa y Nueva Inglaterra hasta tiempos relativamente recientes. En casi todos los casos, estas ciudades crearon una política que fue democrática en grados diversos, durante largos períodos, y que resurgió no sólo en la cuenca del Mediterráneo, sino también en Europa continental, en Inglaterra y en Norteamérica. Profundamente hostiles a los Estados centralizados, las ciudades libres y sus federaciones marcaron algunos de los hitos más importantes de la historia, verdaderas encrucijadas en que la humanidad tuvo la posibilidad de establecer sistemas sociales, basados en confederaciones municipales, o en Estados nacionales.

El nacionalismo, así como el estatismo, estaban tan arraigados en el pensamiento moderno, que la idea misma de política municipal ni siquiera fue considerada como una opción para la organización social. Tal como he observado, la política ha estado identificada completamente con el gobierno del Estado y la profesionalización del poder. Se ha pasado por alto el hecho de que el ámbito político y el Estado a menudo estuvieron en conflicto entre sí, estallando en sangrientas guerras civiles. Los grandes movimientos revolucionarios del pasado, desde la Revolución Inglesa de 1640 hasta los movimientos revolucionarios de nuestro siglo, estuvieron marcados por la participación de las comunidades, dependiendo su éxito de fuertes vínculos comunitarios. Los argumentos que continuamente se presentan en contra de la autonomía municipal demuestran que ésta es considerada peligrosa para los Estados nacionales. Fenómenos presumiblemente "muertos", como la comunidad libre y la democracia participativa, no deberían despertar reacciones tan fuertes, ni ser objeto de restricciones como las que todavía se aplican.

El surgimiento de las grandes megalópolis no ha eliminado la necesidad histórica de una política cívica y comunitaria, así como la expansión de las corporaciones multinacionales no ha suprimido la cuestión del nacionalismo. Ciudades como Nueva York, Londres, Francfort, Milán y Madrid pueden ser políticamente descentralizadas socializadas a nivel institucional, sea en redes de barrio o de distrito, a pesar de sus dimensiones estructurales y de su interdependencia interna. Realmente, el modo en que pueden funcionar si no se descentralizan estructuralmente es un asunto ecológico de capital importancia, como lo indican los problemas de la contaminación, del suministro de agua, de la criminalidad, de la calidad de la vida y del transporte.

La historia ha demostrado que las principales ciudades europeas, con poblaciones de hasta un millón de habitantes, con primitivos medios de comunicación, funcionaban mediante instituciones bien coordinadas, pero descentralizadas, que mostraban una extraordinaria vitalidad política. Desde las ciudades castellanas que estallaron en la revuelta de los comuneros de principios del siglo XVI, las secciones parisinas y las asambleas de principios del siglo XVIII, hasta el movimiento de ciudadanos de Madrid de los años sesenta, citando sólo unos pocos, los movimientos municipales en las grandes ciudades plantearon de manera crucial el problema de dónde debe residir el poder y cómo debería ser gestionada la vida social a nivel institucional.

Es bastante obvio que esa municipalidad puede ser tan estrecha de miras como una tribu, no menos hoy que en el pasado. Por tanto, cualquier movimiento municipal que no sea confederal, es decir que no se integre en una red de interrelaciones recíprocas con pueblos y ciudades de su propia región, no puede ser considerado como una entidad política real en un sentido tradicional, del mismo modo que un barrio que no reconoce la necesidad de cooperar con otros barrios de su misma ciudad. La confederación basada en responsabilidades compartidas, la plena responsabilidad de los delegados confederales frente a sus comunidades, el derecho de revocar a los representantes y la necesidad de establecer mandatos precisos, son partes indispensables de una nueva política. Argumentar que las ciudades y pueblos existentes reproducen el Estado nacional a nivel local, significa renunciar a todo compromiso de cambio social. La vida sería realmente maravillosa, quizás milagrosa, si naciéramos con la instrucción, la experiencia, la inteligencia y las habilidades necesarias para ejercer una profesión o cultivar una vocación deseable. Desgraciadamente, debemos realizar el esfuerzo de adquirir estas capacidades, y esto requiere lucha, discusión, educación y desarrollo. Probablemente tendría poco significado un enfoque municipalista radical que se redujera a ser un mero instrumento de un fácil cambio institucional. Hay que luchar por este objetivo si se desea alcanzarlo, del mismo modo que la lucha por una sociedad libre debe ser en sí misma tan liberadora y autotransformadora como la existencia de tal sociedad.

El Estado plantea también serias cuestiones, que no pueden ser reducidas a una visión simplista y ahistórica. Si se lo concibe como un fenómeno en desarrollo, en el curso de la historia se sucedieron Estados nacientes, cuasiestados, Estados monárquicos, Estados feudales, Estados republicanos, Estados totalitarios que superaron a las tiranías más duras del pasado. Lamentablemente, no se ha prestado suficiente atención al hecho de que la capacidad de los Estados para ejercer plenamente su poder estuvo a menudo determinada por los obstáculos municipales que encontraron. Fue esencial para la consolidación del Estado nacional su habilidad para debilitar las estructuras de los pueblos y de las ciudades, sustituyéndolas por burocracias, policías y fuerzas militares. Una sutil interacción entre la municipalidad y el Estado, que a menudo estalló en conflictos abiertos, se ha dado a lo largo de la historia, configurando la imagen de la sociedad actual.

Es de gran importancia práctica que las instituciones, tradiciones y sentimientos preestatistas permanezcan vivos en grados diversos en la mayor parte del mundo. La resistencia a la usurpación de los Estados opresores ha sido apoyada por las redes comunitarias de ciudades, barrios y pueblos, tal como lo muestran las luchas en Sudáfrica, Medio Oriente y América Latina.

Los temblores que ahora estremecen a la Rusia soviética no se deben solamente a las demandas de mayor libertad, sino también a los movimientos por las autonomías locales y regionales que desafían la existencia misma del Estado nacional centralizado. Ignorar las bases comunitarias de estos movimientos sería tan miope como ignorar la inestabilidad latente de todo Estado nacional. Y peor aún sería considerarlo como seguro y tratarlo según sus propios términos. Realmente, el hecho de que un Estado permanezca como tal o no (cuestión no poco importante para teóricos radicales tan dispares como Marx y Bakunin) depende mucho del poder de los movimientos locales, confederales y comunitarios, para contrarrestarlo y establecer "otro" poder que lo reemplace. El papel principal que jugó el movimiento de ciudadanos madrileños hace casi tres décadas en el debilitamiento del régimen de Franco merecería con justicia un estudio importante. A pesar de la visión marxista de un conflicto esencialmente económico entre el "trabajo asalariado" y el "capital", los movimientos de clase revolucionarios del pasado no fueron simplemente movimientos industriales. Por ejemplo, el efímero movimiento de trabajadores parisinos, en gran parte integrado por artesanos, fue también un movimiento comunitario centrado en los barrios y nutrido por una rica vida barrial. Desde los levellers de Londres en el siglo XVII, hasta los anarcosindicalistas de Barcelona en nuestro siglo, la actividad radical estuvo sostenida por fuertes vínculos comunitarios, y por un espacio público conformado por calles, plazas y cafés. Esta vida municipal no puede ser ignorada en la práctica radical y debe ser recreada allí donde fue socavada por el Estado moderno. Una nueva política, enraizada en los pueblos, en los barrios, en las ciudades y en las regiones, es la única alternativa viable al parlamentarismo anémico que se está infiltrando en varios partidos verdes y en otros movimientos sociales similares. Los movimientos estrictamente sociales, comprometidos en cuestiones específicas como el poder nuclear, limitan su capacidad de convocatoria a los temas de los que se ocupan. Este tipo de militancia no debe ser confundida con la actividad radical de largo plazo, necesaria para transformar la conciencia, y en última instancia, a la misma sociedad. Tales movimientos tienen una existencia efímera aunque logren resultados positivos, pues carecen de las bases institucionales necesarias para crear movimientos duraderos de transformación social, y carecen de un ámbito donde situarse de forma permanente en la lucha política. Por otra parte, la municipalidad contiene una potencialidad explosiva. Crear redes locales y tratar de transformar las instituciones municipales que todavía reproducen el Estado, significa aceptar un desafío histórico, y realmente político, que ha existido durante siglos. Ciertos movimientos sociales nuevos están tratando de adquirir una perspectiva política que los introduzca en la escena política, de ahí la facilidad con que se deslizan hacia el parlamentarismo.

Históricamente, la teoría libertaria siempre ha estado centrada en las “comunas”, las ciudades libres reestructuradas que constituirían el tejido celular de una nueva sociedad. Ignorar el potencial de la "comuna" porque aún no es libre, e impedir nuestro acceso a ella con consignas electorales (más apropiadas a una época de movimientos de masa obreros y campesinos) significa desatender un ámbito político todavía inactivo, pero que podría dar vida y significado a la gran aspiración libertaria: una comuna de comunas.