miércoles, 17 de diciembre de 2008



La siguiente es mi ponencia presentada a lo que fueron las Jornadas Autónomas sobre Pensamiento Anarquista y Filosofía, que tuvieron lugar el 29 de Noviembre en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Contra el Estado y contra toda autoridad

Problemas y desencuentros entre Anarquismo, Estado, Poder Político e Institucionalidad

Salud para todos y todas. Mi nombre es Xaby.
La intención de mi trabajo no es la de venir a exponer “verdades”, sino que, por el contrario, buscan ser el planteo de cuestiones que, considero, merecen ser discutidas como Anarquistas para encarar mejor nuestras luchas, tanto actuales como futuras. Es por ello que no buscaré referenciarme necesariamente en ninguna corriente o lógica estrictamente académica, porque el Anarquismo simplemente no se basa en ellas, aunque por supuesto me apoyo en algunas ideas y pensamientos que creo pueden ser útiles para un buen enfoque.
A lo que me quiero referir hoy es, concretamente, a ese viejo oponente, ese viejo enemigo que es para nosotros y nosotras el Estado. Al respecto, los y las anarquistas han escrito decenas de panfletos, libros y tratados. Se ha teorizado mucho[1]; se ha accionado en su contra[2], y la relación ha sido siempre conflictiva y virulenta, porque como bien sabemos, el Estado representa la principal institución visible de opresión y autoritarismo, frente a la cual, como anarquistas, nos ubicamos como sus principales antagonistas.
Estos análisis, estas acciones, esta forma de pensar corresponden, precisamente, a toda una etapa de desarrollo del propio anarquismo, que ineludiblemente, es reflejo de su época, sinónimo de su tiempo y sus conflictos[3]. Ahora bien, plantados en este siglo XXI que comenzó hace rato, nos damos cuenta de que el panorama es bastante diferente. Las sociedades han cambiado, el Capitalismo se ha modificado, complejizado y reelaborado a si mismo infinidad de veces, y por consiguiente el propio Estado ha cambiado su forma y su accionar, aunque por supuesto su matriz de estructura de dominación no se ha modificado, sino que por el contrario, se ha perfeccionado en sus formas de intervención en lo social.
Pues bien, es dentro de esta perspectiva, que es posible darnos cuenta que muchas de nuestras formas de pensar y accionar contra el Estado han quedado fuera de contexto, es decir carecen de actualidad. Por extraño que suene, parece ser que en el anarquismo ha operado algún tipo de lógica unívoca, por la cual la forma de pensar y asimilar al Estado se ha institucionalizado. Todo lo escrito y analizado por los diversos teorizadores clásicos del Socialismo Libertario parece ser letra sagrada, frente a la cual no hay mucho que agregar o decir; a lo sumo podemos agregar dos o tres consideraciones generales que deben ajustarse a estos preceptos básicos. Hay algunos casos aislados en donde hubo intentos por cuestionar estas nociones, pero inmediatamente se caía en una dinámica de etiquetamientos y estigmatizaciones negativas (“son reformistas”, “no son anarquistas”, etc.), por lo cual, lo que podríamos denominar la “oficialidad” del anarquismo les ignoraba y relegaba a un papel marginal[4].
Esto no es extraño, pues ha sucedido a lo largo de la historia cada vez que hubo atisbos de cuestionamiento a lo institucionalizado dentro de diversos movimientos y corrientes de pensamiento, pero lo sorprendente es que esto suceda en el anarquismo, tendencia que se supone amplia, heterogénea y no dogmática. Pues bien, parece ser que una vez más, debemos atrevernos a aquel viejo ejercicio que nos proponía el viejo Bakunin, quien decía “la pasión destructiva también es una pasión constructiva…”. Quizás sea necesario romper y destruir muchas de nuestras ideas y acciones que operan como “dogmas”, para que pueda surgir algo nuevo, revulsivo y revolucionario, algo genuinamente anarquista. En caso contrario, sería muy pobre pensar que tanto las sociedades como el Capitalismo y el Estado sean capaces de cambiar, pero eso no sea posible para el anarquismo…
Como expuse al principio, no pienso demostrar verdades o exponer certezas, porque no las tengo. Simplemente me interesa llamar la atención sobre algunos aspectos que considero deberían ser tenidos en cuenta al momento de pensar y analizar al Estado.
Un primer enfoque que me parece pertinente, remite a una suerte de visión simplista y reduccionista que ciertas corrientes o sectores del pensamiento anarquista suelen hacer sobre el Estado al plasmarlo y definirlo estrictamente como una suerte de estructura de carácter policial/represiva, y por ende, puramente verticalista y autoritaria. Hablar del Estado parece ser que se asimila a un Estado de tipo Nazi (“todo Estado es Fascista”, “Poder es Fascismo, Fascismo es Poder”, “todo Estado es terrorista”), contexto dentro del cual, los y las anarquistas parece ser que vivimos una suerte de estado de guerra permanente contra la autoridad estatal[5], y todo el horizonte de nuestro accionar es “la libertad”[6]. No está contemplada la relación con el Capitalismo, y de hecho hay hasta quienes definen al Capitalismo como una forma o método del Estado de implementar su economía (¿!?). No vamos a negar el carácter autoritario del Estado ni su accionar policial y represivo, pero hacer esta analogía al pensar al Estado (de hecho a cualquier Estado), me parece ingenuo y muy liviano, y tiende mucho a hacer uso de una suerte de “sentido común libertario” que apela a un vacío teórico que lamentablemente puede tornarse en prácticas sectarias y vanguardistas.
En un segundo enfoque, creo que hay otra cuestión que merece reflexionarse. El Anarquismo, al igual que todo el espectro del pensamiento socialista (fruto de la modernidad), posee una fuerte matriz positivista que busca plasmar una suerte de visión de carácter universalizante, la cual muchas veces pierde de perspectiva particularidades y problemas locales. Como anarquistas, solemos caer en una suerte de simplificación al pensar que todos los Estados (como las diversas sociedades) nacen, funcionan y accionan de la misma manera en todos los lugares y en todos los tiempos. En ese sentido, me parece que muchas veces hemos caído en una dinámica de trasladar ideas, análisis y acciones originarias de Europa directamente a nuestras diversas realidades, y consecuentemente, esto deriva en problemas.
Pensemos por un momento el contexto en el que las ideas ácratas llegaron a Latinoamérica: de las manos de muchos obreros exiliados de la 1º Internacional, como así también de algún que otro intelectual, el anarquismo era fiel representante de las aspiraciones de emancipación de gran parte de las sociedades europeas oprimidas, reproduciendo esa misma lucha y aspiración en estas tierras. De la misma manera, recogía gran parte de sus imaginarios, y de sus concepciones. En ese sentido, para el caso de Argentina se reproducían estructuras de desarrollo local del Capitalismo en la cual Buenos Aires, habitada por trabajadores y trabajadoras inmigrantes en su casi totalidad, se acoplaba a la lógica de una factoría de productos primarios cuyos principales destinos eran las metrópolis europeas, con visibles distinciones de clases sociales y un rol claro del Estado como cómplice estructural de la relación capital/trabajo, garante de la propiedad privada de los medios de producción y principal estructura represiva y de dominación. Pero si nos retiramos de allí, podemos ver que en el resto del país[7], y en la casi mayoría de los otros países latinoamericanos la historia y la composición social son diferentes.
Lo que creo que es necesario pensar en todo esto, es el hecho de contemplar que la historia del continente americano no es la del traspaso del Feudalismo al Capitalismo, ni la de las monarquías absolutas que caen frente a la aparición de la burguesía. No es la historia de América la de la apropiación de las tierras por parte de unos pocos que expulsan al campesinado hacia las ciudades para que se conviertan en mano de obra y en ejército de reserva del desarrollo del Capitalismo. La historia de América habla de culturas previas y de formas de desarrollo de diversas sociedades complejas con sus propias formas de relación con la naturaleza, la tierra y el tiempo[8]. Esta misma historia nos habla de la conquista, rapiña y genocidio practicado por los principales imperios europeos, quienes al amparo de la cruz y la espada, saquearon, masacraron y esclavizaron a todos los pueblos originarios. Nos habla esta historia de la imposición de religiones, idiomas y costumbres por parte de los conquistadores, y de diversos actos de rebeldía e insurrección protagonizados por estos pueblos originarios. Con solo observar un poco los problemas que enfrentaban los pueblos sobrevivientes durante las guerras locales de independencia, podemos ver lo confuso de su situación al darse cuenta de que no veían horizonte de emancipación en lo instituido (corona española) como en lo futuro (las nacientes repúblicas latinoamericanas). Debido a que los patrones de dominación (instituciones educativas, religiosas, culturales, etc.) con que somos formados y formadas responden también a los intereses de los grupos dominantes, muchas veces perdemos de vista o no tenemos en cuenta estos aspectos, e incluso les asignamos un lugar marginal y secundario dentro de nuestras perspectivas de lucha: nos acordamos de estas cosas solo cuando llega el 12 de Octubre, o cuando nos enteramos que hubo una represión o hay compañeros y compañeras integrantes de los pueblos originarios detenidos o presos.
En este momento es posible que muchos y muchas se pregunten si no estoy exagerando, y me dirán que los y las anarquistas han tenido siempre en cuenta estos asuntos. Pero invito a todos y a todas a encontrar a autores/as o experiencias anarquistas (por lo menos para el caso argentino) que se hayan dedicado a analizar la composición de nuestra sociedad local y sus diversas ideas, imaginarios, costumbres y usos sociales. Salvo el caso aislado y fuera de contexto de Alberto Ghiraldo, difícilmente sea posible encontrar una reflexión al respecto, o que por lo menos tenga algo de actualidad.
Las sociedades latinoamericanas son complejas, diversas, y poseen sus propias matrices de identidad territorial. Si como anarquistas buscamos comprender y accionar en base a muchos preconceptos que son propios de su espacio de origen (esto es Europa), difícilmente pueda concebirse o pensarse al anarquismo como una perspectiva de emancipación latinoamericana[9]. A mi parecer, creo que primero que nada, es necesario primero pensarnos como lo que somos, como lo que sentimos y pensamos, localmente hablando. De otra manera, no pensarnos como parte de un proceso histórico tanto local como global, infravalorando usos y prácticas sociales propias de estas regiones, es muy poco probable que el anarquismo pueda ser una vía a un horizonte de emancipación. Creo que merecemos primero pensarnos como habitantes de estas tierras, con nuestras particularidades y tensiones, y a partir de allí pensar y buscar las afinidades con las ideas y las prácticas libertarias[10].
No debemos ser anarquistas que queremos la libertad de todos los latinoamericanos y latinoamericanas, sino latinoamericanos y latinoamericanas que encuentran en el anarquismo afinidades y resonancias compatibles o similares con sus inquietudes de emancipación y libertad[11]. Partiendo de esta base, será posible que comprendamos de mejor modo tanto su composición, como sus diversos usos y costumbres sociales, y sus diversos imaginarios. Del mismo modo, podremos comprender de mejor modo como operan los diversos Estados nacionales, como se conforman sus diversas matrices de dominación e intervención social, como se desarrollan las diversas formas de Capitalismos locales, y su relación con las lógicas de desarrollo del Capitalismo global[12].
Un tercer enfoque que tiene profunda relación con lo expuesto hasta aquí, se remite a las diversas particularidades, tensiones y contradicciones que existen en los Estados latinoamericanos y nuestras sociedades. En ese sentido, si observamos al marxismo, hubo grandes esfuerzos por buscar interpretarlas y comprenderlas, pero inevitablemente han encontrado serias limitaciones que, principalmente, tenían que ver con el prisma marxiano que buscaba interpretar y acomodar estas diversas cuestiones a los parámetros “objetivos” del “socialismo científico”, haciendo reduccionismos de diverso tipo, infravalorando identidades y subordinando particularidades locales al mapeo de estrategias de conquista del poder político. Martí, Aricó, Mariátegui, Sandino, Peña, Castro y Guevara, entre muchos otros, han buscado trabajar y encontrar un “marxismo latinoamericano”, pero siempre se cruzaron con el problema de asimilar “nacionalismo” a “vía latinoamericana al socialismo”, con una extraña y confusa noción de “patriotismo” que daba vía libre a digerir estructuras de opresión y poder local[13]. Como anarquistas, tenemos una perspectiva más amplia y compleja al respecto, en particular cuando comprendemos y asimilamos nociones como las de “lucha de clases” o de “sujeto revolucionario”, tan caras al marxismo. Por supuesto que no podemos negar la contradicción capital/trabajo, que continúa siendo el motor de la explotación y la enajenación, pero no hacemos una división tajante y excluyente entre patrones y proletarios, sino que la lucha de clases remite a algo más amplio, esto es, a una lucha y disputa de dominación. Estas relaciones no solo se dan entre los dueños de los medios de producción y los trabajadores que venden su fuerza de trabajo, sino que en ambos se dan también relaciones de autoritarismo internas (padre de familia que domina, disciplina y castiga al grupo familiar; marido que explota tanto social como sexualmente a la esposa; imposición de costumbres familiares/religiosas/culturales que reproducen valores machistas, autoritarios y nefastos de las diversas sociedades, etc.). Por ello, y a diferencia del marxismo que solo se suele quedar con las relaciones que surgen de la contradicción capital/trabajo dentro del Estado, como anarquistas deberíamos comprender las profundamente insertas relaciones de dominación existentes en nuestras diversas sociedades, y a la vez que observamos a trabajadores/as y propietarios, también debemos incluir en nuestros análisis y perspectivas a los diversos pueblos originarios y sus tensiones, anhelos e imaginarios en disputa con el Estado y con corporaciones extranjeras; a los efectos confusos y divisorios de los diversos nacionalismos y patriotismos y sus expresiones políticas y sociales locales; los resultados de las acciones anti estatales de las diversas castas dominantes y terratenientes, como así también las acciones anti estatales de empresas, corporaciones y consorcios internacionales; los resultados de las diversas culturas, religiones y costumbres; las tensiones y conflictos de las diversas sexualidades y géneros; los problemas etarios de estudiantados, grupos juveniles y diversas tribus urbanas; regionalismos, localismos y diversas pertenencias territoriales; y muchísimas más contradicciones y tensiones, como por ejemplo las que surgen dentro de la propia estructura verticalista de las burocracias estatales. Considero que en la sociedad operan muchísimas más cuestiones que estrictamente las que surgen de la relación capital/trabajo, y que como anarquistas debemos prestarles atención, dándoles una perspectiva sincera de asimilación y comprensión de sus luchas y disputas[14] dentro del anarquismo.
La última cuestión sobre la que quisiera llamar la atención mínimamente, se refiere a la propia existencia de los Estados y su accionar auto justificante. Si bien los Estados son cómplices estructurales de la contradicción capital/trabajo, garantes de la propiedad privada de los medios de producción y principal estructura represiva y de dominación, también justifican su existencia a través de la implementación de diversas políticas públicas, tanto en infraestructura vial (rutas, caminos, puentes, autopistas, tendidos de trenes, etc.), de salud (hospitales, salas de emergencia, etc.), educativa (jardines de infantes, colegios primarios y secundarios, instituciones terciarias, universidades, etc.), y otras instancias de intervención social (comedores infantiles, hogares de día, trabajadoras y trabajadores sociales de diverso tipo, jubilaciones y pensiones de diverso tipo, planes asistenciales y bolsones alimentarios, etc.), dándole al Estado una imagen de un rol “necesario” para su accionar y existencia. Todas estas instituciones, agencias y roles que se materializan en el Estado tienen sentido para las diversas sociedades, de manera que pensar como anarquistas en la destrucción y desaparición del Estado, nos debe llevar a reflexionar de que manera podemos hacernos cargo (como sociedades) de todas estas tareas, y que no quede nada más que en un anhelo romántico de “lucha contra todo Estado y toda forma de opresión”. Leer los primeros capítulos de “Colectividades libertarias en España” nos puede dar una pálida idea del complejo entramado del que tuvieron que dar cuenta los revolucionarios y revolucionarias españolas cuando comenzó la guerra civil, el Estado en muchas partes “desapareció”, y hubo que apelar a nuestra viejo noción de autogestión, pero en todos los sentidos posibles. Ese ejercicio deberíamos pensarlo hoy, en nuestras actuales circunstancias y con nuestras diversas limitaciones.
Es muy posible que a esta altura, muchos y muchas estén pensando en cual es el sentido de todo esto de lo que estoy hablando, o crean que muchas de estas cuestiones ya están saldadas, pero estas cosas nos tocan y nos atraviesan a diario. Si hacemos un repaso simple y a vuelo de pájaro de los sucesos que tuvieron lugar en Argentina durante todo el conflicto por la promulgación de la resolución 125, llamado por los medios “la lucha del campo” o “la guerra de la soja”, podremos ver que, más allá de cómo se resolvió, o que alineamientos sociales y políticos se dieron, el anarquismo tuvo algún que otro tibio posicionamiento, pero en general predominó un confuso silencio, que en lo personal remito a una incapacidad de analizar con propiedad el conflicto. He oído desde posiciones que estaban a favor de los productores sojeros porque “están en contra del gobierno”, hasta propuestas de soluciones del tipo “reforma agraria ya”, con un tipo de carga o compromiso político claro, pero de difusas chances de materializarse. Debo decir que, a mi parecer, el anarquismo se encuentra muy lejos de poder tener tanto algún tipo de influencia, como de capacidad de comprender estas situaciones y proponer algún tipo de acción. Ni quiero entrar en temas más espinosos, como por ejemplo lo que está sucediendo en Venezuela, Ecuador o Bolivia.
Como dije anteriormente, no tengo certezas, sino inquietudes y algunas ideas. Me interesa plasmarlas, para que sirvan como un disparador de debates que considero tanto necesarios como interesantes. Muchas gracias y espero no haberles aburrido demasiado.

Xaby
csbilardo@yahoo.com.ar
http://awkakuru.blogspot.com


[1] Sin entrar en grandes detalles, existe una profusa biografía al respecto. Proudhon, Bakunin, Stirner, Kropotkin y Malatesta entre otros son los que han hecho lo que podríamos denominar la teorización clásica al respecto del Estado.
[2] Desde los diversos alzamientos populares protagonizados por Bakunin y los federalistas durante la 1º Internacional, hasta la Guerra Civil Española, podemos encontrar el accionar clásico de tipo insurreccional y revolucionario del anarquismo, pasando por la Comuna de París, la Revolución Rusa y los Consejos Obreros en Alemania, entre muchos otros. En ese sentido, también para los sectores antiorganizacionistas e individualistas del movimiento, el Estado ha sido el principal objeto de sus principales acciones y atentados.
[3] Muy livianamente, solo me atrevo a sugerir que el Anarquismo, en sus orígenes, contiene tanto perspectivas y formas de accionar contractualistas, como así también un tipo de análisis profundamente positivista, en muchos casos reflejo propio del siglo XIX, y que sobreviven a lo largo de gran parte del XX.
[4] Este tipo de accionar por parte de un anarquismo “oficial” o institucionalizado lo podemos ver, en particular, a partir del Congreso de Amsterdam de 1907, en donde visiones cuestionadoras entraron en conflicto con el anarquismo clásico u ortodoxo. Desde allí en adelante, esta dinámica se repite constantemente en casi todas las experiencias.
[5] Esto es pensable casi en términos Hobbesianos al referirse a la “guerra permanente de todos contra todos” y en términos Lockeanos al pensar una respuesta rebelde frente al accionar centralizador del Estado.
[6] No me parece pertinente ponerme a hacer una definición específica sobre lo que significa el concepto de Libertad para los y las anarquistas, porque eso precisaría una reflexión más profunda y cuidadosa, pero lo que sí me parece necesario remarcar, en este caso en particular, es que en esta perspectiva, la noción de Libertad se asimila, muchas veces, a la Libertad individual, y que confusamente puede encontrar paralelismos con una noción de libertad individual de carácter negativa y egoísta muy cercana a las corrientes más radicales del Liberalismo.
[7] Entran dentro de una dinámica similar las ciudades y alrededores de Rosario, Córdoba, Mendoza, y ciertas regiones del litoral, el NOA y la Patagonia. Pero el caso de Buenos Aires es paradigmático al encontrar profundos paralelismos con las urbes europeas, en particular a la dinámica del trabajo (industrias) como a su composición social.
[8] Quiero ser cuidadoso con esto, porque es muy fácil caer en simplismos. En América encontramos sociedades humanas de diverso tipo y desarrollo, incluso lo que podríamos calificar como Estados, como en el caso de los Maya, Azteca e Inca. Que sea necesario repensar nuestras historias y nuestras propias culturas, no quiere decir que haya que hacer una generalización y una inmediata valorización positiva, porque bien sabemos que el autoritarismo, la guerra, la dominación y la esclavización eran moneda corriente. Pero si creo que es necesario repensar las cuestiones vinculadas a los usos culturales y las costumbres que lograron permear la dominación de los conquistadores y sobreviven...
[9] Esto que sugiero aquí no es algo nuevo, sino que es uno de los ejes de debate que existieron entre Bakunin y Marx en la 1º Internacional. Bakunin observaba una y otra vez que no se podía dejar de lado las cuestiones regionales o que tenían que ver específicamente con las costumbres y usos culturales de los diversos pueblos, criticando el enfoque “cientificista” y homogeneizador que hacía Marx al hablar de clases sociales, quien siempre objetaba a Bakunin por considerarlo un sentimental que dedicó mucho esfuerzo a sus juveniles intenciones paneslavistas.
[10] Quiero dejar constancia que no estoy apelando a una suerte de “localismo” nacionalista o que reivindique inequívocamente cualquier cosa o proceso histórico local, porque como anarquista soy muy crítico de muchas cuestiones de ese tipo, y podría caerse muy fácilmente en apelaciones casi de tipo peronista u otras ideologías autoreferenciadas como “síntesis nacional”. Pero si creo que es necesario que el anarquismo sea pensado desde lo latinoamericano, y no reproduciendo su matriz eurocéntrica.
[11] Es posible encontrar cientos de trabajos, investigaciones y monografías en las cuales se analizan a los Guaraní, Aymará y otros pueblos originarios, encontrándoles “costumbres” y “prácticas” anarquistas. ¿Cómo es eso posible? El anarquismo como ideología es un proceso propio de la modernidad y del siglo XIX, mientras que las prácticas y usos de estos pueblos tienen siglos de desarrollo. ¿Cómo podrían ser anarquistas? En realidad, habría que pensar que estas prácticas sociales locales tienen algún tipo de afinidad con las ideas y practicas libertarias. Con la intención de cuestionarnos todo, sugiero la lectura de “Historias locales / diseños globales: colonialidad, saberes subalternos y pensamiento fronterizo” de Walter Mignolo.
[12] Para pensar tanto el problema de los alcances y limitaciones del actual desarrollo del Capitalismo y los Estados nacionales dentro de un contexto neoliberal, sugiero la lectura crítica de “La Globalización: consecuencias humanas” de Zygmunt Bauman, entre una profusa bibliografía al respecto.
[13] De todos modos, hay algunos aportes que podrían resultar enriquecedores para un enfoque local libertario. Sugiero la lectura crítica de “El Estado en América Latina” del boliviano René Zavaleta Mercado, quién cuestiona duramente muchos de estos preconceptos del “marxismo latinoamericano”, pero valorando una dimensión local de la cosa.
[14] Lamentablemente, en ciertas tendencias del marxismo o de partidos socialistas, estas contradicciones son vistas casi en clave utilitarista, y se crean discursos y mensajes con la intención casi excluyente de ganar adherentes o electorados, pero sin la más mínima intención de lograr algún tipo de cambio real.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Sobre el Capitalismo y el deseo - Entrevista a Gilles Deleuze y Felix Guattari


Actuel.- Cuando describen el capitalismo, dicen ustedes: «No existe ninguna operación, ni el más mínimo mecanismo industrial o financiero que no manifieste la demencia de la máquina capitalista y el carácter patológico de su racionalidad (que no es en absoluto una falsa racionalidad sino la verdadera racionalidad de esta patología, de esta demencia, porque no hay duda de que la máquina funciona). No corre peligro alguno de enloquecer, ya está loca de punta a cabo, y de ahí extrae su racionalidad». ¿Significa esto que, tras esta sociedad «anormal» o fuera de ella, puede haber una sociedad «normal»?

Gilles Deleuze.- Nosotros no empleamos los términos «normal» y «anormal». Todas las sociedades son racionales e irracionales al mismo tiempo: son racionales en sus mecanismos, en sus engranajes, en sus sistemas de conexión, e incluso por el lugar que asignan a lo irracional. Sin embargo, todo ello presupone códigos o axiomas que no son fruto del azar pero que carecen, por su parte, de una racionalidad intrínseca. Ocurre como en la teología: si se admiten el pecado, la inmaculada concepción y la encarnación, todo es completamente racional. La razón es siempre una región aislada de lo irracional. No al abrigo de lo irracional, sino atravesada por ello y definida únicamente por un determinado tipo de relaciones entre los factores irracionales. En el fondo de toda razón está el delirio, la deriva. En el capitalismo, todo es racional salvo el capital. Un mecanismo bursátil es perfectamente racional, se puede comprender, se puede aprender, los capitalistas saben cómo aprovecharse de él, y sin embargo es completamente delirante, demencial. Éste es el sentido en el que decimos que lo racional es siempre la racionalidad de algo irracional. En El Capital de Marx hay un aspecto sobre el cual no se ha llamado suficientemente la atención, a saber, hasta qué punto está el propio Marx fascinado por los mecanismos capitalistas, precisamente porque son demenciales y, a la vez, funcionan a la perfección.
¿Qué es, entonces, lo racional en una sociedad? Puesto que los intereses ya están definidos por el marco de esa misma sociedad, lo racional es el modo en el que la gente los persigue y se propone su realización. Pero bajo los intereses están los deseos, las posiciones de deseo, que no se confunden con las posiciones de interés pero de las cuales dependen estas últimas, tanto en su determinación como en su distribución: un inmenso fluido, todos los flujos libidinales-inconscientes que constituyen el delirio de una sociedad. La verdadera historia es la historia del deseo.Un capitalista o un tecnócrata de nuestros días no desea de la misma manera que un mercader de esclavos o que un funcionario del antiguo imperio chino. Los miembros de una sociedad desean la represión, la de los demás y la de ellos mismos; siempre hay gente que quiere fastidiar a otra gente, y que tiene posibilidad de hacerlo, «derecho» a hacerlo: ahí es donde se pone de manifiesto el problema de un vínculo profundo entre el deseo libidinal y el campo social. Un amor «desinteresado» hacia la máquina opresora: Nietzsche ha escrito cosas muy bellas sobre este triunfo permanente de los esclavos, sobre el modo en que los amargados, los deprimidos y los débiles nos imponen su manera de vivir.

Actuel.- Pero, precisamente, ¿qué es lo característico del capitalismo en este problema?

Gilles Deleuze.- ¿Será que en el capitalismo el delirio y el interés, o el deseo y la razón, se reparten de una manera completamente nueva, especialmente «anormal»? Yo diría que sí. El dinero, el capital-dinero, es un umbral de demencia para el cual no habría en psiquiatría más que un equivalente: lo que se llama «estado terminal». Es muy complicado, pero se trata de una observación de detalle. En las demás sociedades hay explotación y también hay escándalos y secretos, pero ello forma parte del «código» e incluso hay códigos explícitamente secretos. En el capitalismo las cosas son muy distintas: nada es secreto, al menos en principio y según el código (por ello, el capitalismo es «democrático» y se reclama del lado de lo «público» hasta en términos jurídicos). Sin embargo, todo es inconfesable. La propia legalidad es inconfesable. En contraste con otras sociedades, se trata al mismo tiempo de un régimen de lo público y de lo inconfesable. Es lo propio del régimen del dinero, un delirio especialísimo. Fíjese en lo que actualmente se denomina «escándalo»: los periódicos hablan profusamente de ello, todo el mundo parece defenderse o atacar, pero la búsqueda de lo legal y lo ¡legal en esos asuntos es vana teniendo en cuenta el régimen capitalista. La declaración de impuestos de Chaban, (1) las operaciones inmobiliarias, los grupos de presión y en general los mecanismos económicos y financieros del capital, todo es legal a grandes rasgos, a excepción de algunas sombras; además, todo es público, sólo que todo es inconfesable. Si la izquierda fuera «razonable», se contentaría con divulgar los mecanismos económicos y financieros. No haría falta publicar lo privado, bastaría con confesar lo que ya es público. Encontraríamos entonces una locura que no tiene parangón con la de los manicomios. En lugar de esto, nos hablan de «ideología». Pero la ideología no tiene ninguna importancia: lo que cuenta no es la ideología, ni tampoco la oposición «económico-ideológico», sino la organización del poder. Porque la organización del poder es la manera en la que el deseo está ya de entrada en lo económico y fomenta las formas políticas de la represión.

Actuel.- ¿Es la ideología una ilusión óptica?

Gilles Deleuze.- En absoluto. Decir que «la ideología es una ilusión óptica» es aún una tesis tradicional. Se sitúa de un lado a la infraestructura, lo económico, lo serio, y del otro lado se ubica la superestructura, de la que forma parte la ideología, y se rechazan los fenómenos de deseo como ¡deología. Es un buen procedimiento para no ver cómo el deseo trabaja ya en la infraestructura, cómo la llena, cómo forma parte de ella y cómo organiza, en esa medida, el poder, es decir, cómo se organiza el sistema represivo. No decimos que la ideología sea una ilusión óptica (o un concepto que designa algo engañoso), decimos que no hay ideología, que es un concepto ilusorio. Por eso resulta tan conveniente para el PC y para el marxismo ortodoxo. El marxismo ha dado tanta importancia al tema de las ideologías para así ocultar mejor lo que sucedía en la URSS: esa nueva organización del poder represivo. No hay ideología, sólo hay organizaciones de poder, teniendo en cuenta que la organización del poder implica la unidad del deseo y la estructura económica. Pongamos dos ejemplos. La enseñanza: los izquierdistas, en Mayo del 68, han perdido mucho tiempo intentando que los profesores hiciesen su autocrítica como agentes de la ideología burguesa. Esto es una imbecilidad, además de que halaga las pulsiones masoquistas de los profesores. La lucha contra las oposiciones fue abandonada en beneficio de la querella o de la gran confesión pública anti-ideológica. Durante este período, los profesores más duros reorganizaban su poder sin dificultades. El problema de la enseñanza no es un problema ideológico sino un problema de organización del poder: la especificidad del poder docente es lo que aparece como una ideología, pero se trata de una mera ilusión. El poder de la enseñanza primaria no es ninguna tontería: se ejerce sobre los niños. Segundo ejemplo: el cristianismo. La Iglesia manifiesta una enorme satisfacción cuando es tratada como una ideología, porque puede entrar en el debate y así robustecer su ecumenismo. Pero el cristianismo nunca fue una ideología, es una organización de poder muy original, muy específica, que ha presentado formas muy diversas desde la época del Imperio Romano y la Edad Media y que ha inventado la idea de un poder internacional. Esto es mucho más importante que la ideología.

Félix Guattari.- Ocurre lo mismo en las estructuras políticas tradicionales. Siempre reaparece la misma estratagema: el gran debate ideológico en la asamblea general y las cuestiones de organización en comisiones especializadas. Éstas se presentan como secundarias, como determinadas por las opciones políticas. Pero es al revés: los problemas reales son los de organización, que nunca se explicitan ni se racionalizan, y que enseguida se proyectan en términos ideológicos. Ahí es donde surgen las verdaderas divisiones: un tratamiento del deseo y del poder, de las posiciones libidinales, de los Edipos de grupo, de los «superyoes» de grupo, de los fenómenos de perversión… A continuación, se construyen las oposiciones políticas: un individuo adopta tal opción frente a otro porque, en el orden de la organización y del poder, ya ha escogido y aborrecido a su adversario.

Actuel.- Su análisis es convincente en el caso de la Unión Soviética o del capitalisino. Pero ¿y si descendemos al detalle? Si, por definición, todas las oposiciones ideológicas enmascaran conflictos de deseo, ¿cómo analizarían ustedes, por ejemplo, las divergencias entre tres grupúsculos trotskistas? ¿De qué conflicto de deseo puede tratarse en ese caso? A pesar de las querellas políticas; cada grupo parece cumplir, de cara a sus militantes, la misma función: una jerarquía que ofrece seguridad, la reconstrucción de un pequeño medio social, una explicación definitiva del mundo… No veo las diferencias.

Félix Guattari.- Como un ejemplo cuya semejanza con grupos reales es sólo fortuita, podemos imaginar a uno de los grupos como definido por su fidelidad a las posiciones históricas de la izquierda comunista en el momento de la creación de la Tercera Internacional. Hay toda una axiomática, incluso a nivel fonológico -el modo de articular ciertas palabras, el gesto que las acompaña-, y además las estructuras organizativas, la concepción de las relaciones que se han de mantener con los aliados, los centristas, los adversarios… Esto puede corresponder a una determinada figura de la edipización, un universo intangible y confortable como el del obseso, que pierde todas sus referencias si se cambia de sitio uno solo de sus objetos familiares. A través de esta identificación con figuras e imágenes recurrentes, se trata de alcanzar un tipo de eficacia, la del estalinismo: nada de ideología, como se ve. En otro de los grupos, y aun manteniendo el marco metodológico general, se busca una actualización: «Hay que tener en cuenta, camaradas, que aunque el enemigo siga siendo el mismo, las condiciones han cambiado». Tenemos entonces un grupúsculo más abierto. Se trata de un compromiso: se ha superado la primera imagen manteniéndola vigente, y se han inyectado otras nociones. Se multiplican las reuniones y los cursillos, y también las intervenciones externas. Hay en la voluntad deseante, como dice Zazie, un cierto procedimiento para fastidiar a los alumnos, y en otros casos un cierto procedimiento para fastidiar a los militantes.En cuanto al fondo de los problemas, todos estos grupos dicen grosso modo lo mismo. Pero se oponen radicalmente en su estilo: la definición del líder, de la propaganda, la concepción de la disciplina, de la fidelidad, de la modestia, del ascetismo del militante. ¿Cómo dar cuenta de estas polaridades sin hurgar en la economía del deseo de la máquina social? Hay un gran abanico, de los anarquistas a los maoístas, tanto política como analíticamente. Y ello por no hablar, fuera ya de la estrecha franja de los grupúsculos, de la masa de gentes que no saben cómo definirse exactamente dentro del movimiento izquierdista, el atractivo de la acción sindical, de la revuelta, las expectativas o el desinterés… Habría que describir el papel que desempeñan estas máquinas de liquidar el deseo que son los grupúsculos, esta labor de molienda y tamizado. El dilema es: ser derrotado por el sistema social o integrarse en los marcos preestablecidos de estas pequeñas iglesias. En ese sentido, Mayo del 68 fue una asombrosa revelación. La potencia deseante alcanzó tal grado de aceleración que hizo estallar los grupúsculos. Después, estos grupúsculos se recuperaron rápidamente y participaron en el retorno al orden junto con el resto de las fuerzas represivas, la CGT, el PC, las CRS (2) o Edgar Faure (3). Y esto no lo digo solamente como provocación. No cabe duda de que los militantes se enfrentaron valientemente a la policía. Pero si dejamos de lado la esfera de la lucha de intereses y consideramos la función del deseo, hay que reconocer que la dirección de ciertos grupúsculos trataba a la juventud con un talante represivo: contener el deseo liberado para canalizarlo.

Actuel.- Pero ¿qué es un deseo liberado? Comprendo bien en qué se puede traducir en el caso de un individuo o de un grupo pequeño: una creación artística o romper unos cristales, quemarlo todo o, más sencillamente, la desidia o el apoltronamiento en una pereza vegetal. Pero ¿y después? ¿Qué sería un deseo colectivamente liberado a la escala de un grupo social?¿Cuentan ustedes con ejemplos concretos? ¿Y qué significaría para «el conjunto de la sociedad», si es que ustedes no rechazan, como hace Michel Foucault, esta expresión?

Félix Guattari.- Hemos tomado como referencia el deseo en uno de sus estados más críticos y extremos, el del esquizofrénico. El esquizofrénico que puede producir algo, más allá o más acá del esquizofrénico internado, machacado por la química y la represión social. Nos parece que algunos esquizofrénicos expresan directamente un desciframiento libre del deseo. Pero ¿cómo concebir una forma colectiva de economía deseante? En verdad, no de forma local. No puedo imaginarme a una pequeña comunidad liberada en medio de la sociedad represiva a la que se fuesen añadiendo individuos a medida que se fueran liberando. Si el deseo constituye la textura misma de la sociedad en su conjunto, incluidos sus mecanismos de reproducción, es posible que pueda «cristalizar» un movimiento de liberación en el conjunto de la sociedad. En Mayo del 68, en los destellos de los choques locales, la sacudida se transmitió violentamente al conjunto de la sociedad, incluyendo a los grupos que no tenían ni una lejana relación con el movimiento revolucionario, médicos, abogados o tenderos. Sin embargo, el interés venció al final, aunque después de un mes de chaparrones. Nos encaminamos hacia explosiones de este tipo, aún más profundas.

Actuel.- ¿Ha habido ya en la historia alguna liberación vigorosa y duradera del deseo, más allá de breves períodos de fiesta, de masacres, de guerras o revoluciones? ¿O creen ustedes en un final de la historia: tras milenios de alienación, la evolución social invertiría su sentido de golpe mediante una revolución que seria la última y que liberaría el deseo de una vez por todas?

Félix Guattari.- Ni lo uno ni lo otro. Ni fin definitivo de la historia, ni excesos provisionales. Todas las civilizaciones y períodos han tenido sus finales de la historia, lo cual no es en absoluto concluyente, ni tiene necesariamente un carácter liberador. En cuanto a los excesos, a los momentos de fiesta, tampoco esto es demasiado esperanzador. Hay militantes revolucionarios, deseosos de sentirse responsables, que dicen: sí, admitimos los excesos «en la primera fase de la revolución», pero luego, en una segunda fase, han de imponerse la organización, la funcionalidad, las cosas serias… No hay deseo liberado en los meros momentos de fiesta. No hay más que ver la discusión de Victor (a) con Foucault en el número de Temps Modernes dedicado a los maoístas (4): Victor consiente los excesos, pero sólo en una «primera fase». En cuanto a lo demás, a las cosas serias, Victor se remite a un nuevo aparato de Estado, nuevas normas de una justicia popular con un tribunal, con una instancia exterior a las masas, un tercero capaz de resolver las contradicciones de las masas. Es siempre el mismo esquema: despegue de una seudo-vanguardia capaz de realizar las síntesis, de formar un partido como embrión de un aparato de Estado; promoción de una clase obrera instruida, bien educada; y el resto queda como residuo, lumpenproletariado del que hay que desconfiar (siempre la misma vieja condena del deseo). E incluso estas distinciones son una manera de obstruir el deseo en beneficio de una casta burocrática. Foucault reacciona denunciando a ese tercero, diciendo que, si hay alguna justicia popular, no adopta la forma del tribunal. Muestra perfectamente que la distinción «vanguardia/proletariado/plebe no proletarizada» es ante todo una distinción que la burguesía introduce en las masas y la utiliza para destruir los fenómenos de deseo, para marginalizar el deseo. La cuestión reside en el aparato de Estado. Sería ridículo construir un aparato de Estado o un partido para liberar los deseos. Reclamar una justicia mejor es como reclamar buenos jueces, buenos policías, buenos patronos, una Francia más limpia, etcétera. Y encima nos dicen: ¿cómo queréis unificar las luchas puntuales sin un partido? ¿Cómo hacer funcionar la máquina sin un aparato de Estado? Es evidente que la revolución tiene necesidad de una máquina de guerra, pero eso no es un aparato de Estado. Sin duda tiene necesidad de una instancia de análisis, de análisis de los deseos de las masas, pero eso no equivale a un aparato exterior de síntesis. Deseo liberado quiere decir que el deseo salga del callejón de la fantasía individual privada: no se trata de adaptarlo, de socializarlo, de disciplinarlo, sino de transmitirlo de tal manera que su proceso no se interrumpa en el cuerpo social, y que produzca enunciaciones colectivas. Lo que cuenta no es la unificación autoritaria sino más bien una especie de proliferación infinita de los deseos en las escuelas, en las fábricas, en los barrios, en las guarderías, en las cárceles, etcétera. No se trata de dirigir, de totalizar, de conectarlo todo en el mismo plano. Mientras permanezcamos en la alternativa entre el espontaneísino impotente de la anarquía y la sobrecodificación burocrática de una organización de partido, no habrá liberación del deseo.

Actuel.- ¿Puede concebirse que, en sus comienzos, el capitalismo llegase a asumir los deseos sociales?

Gilles Deleuze.- Sin duda, el capitalismo siempre ha sido una formidable máquina deseante. Los flujos de moneda, de medios de producción, de mano de obra, de nuevos mercados, todo esto es el deseo que circula. Basta considerar la suma de contingencias que se hallan en el origen del capitalismo para comprender hasta qué punto ha surgido de un cruce de deseos y que su infraestructura, su propia economía es inseparable de fenómenos de deseo. Y también el fascismo, hay que decirlo, «asumió los deseos sociales», incluidos los deseos de represión y de muerte. La gente se volvía loca por Hitler y por la bella máquina fascista. Pero si su pregunta significa: ¿fue revolucionario el capitalismo en sus comienzos, coincidió alguna vez la revolución industrial con una revolución social?, entonces la respuesta es que no, no lo creo. El capitalismo estuvo ligado desde su nacimiento a una represión salvaje, tuvo enseguida su organización de poder y su aparato de Estado. Es cierto que el capitalismo implicaba la disolución de los códigos y de los poderes anteriores, pero ya había establecido, en los huecos de los regímenes precedentes, los engranajes de su poder, incluyendo su poder estatal. Siempre es así: las cosas no son en absoluto progresivas; antes incluso de que se establezca una formación social, sus instrumentos de explotación y de represión ya están dispuestos, girando aún en el vacío, pero listos para trabajar cuando sean llenados. Los primeros capitalistas son como aves carroñeras que están esperando. Esperan su encuentro con el trabajador, que tiene lugar gracias a las fugas del sistema anterior. Éste es, incluso, el sentido de lo que se llama acumulación primitiva.

Actuel.- Yo creo, al revés, que la burguesía ascendente imaginó y preparó su revolución a lo largo de todo el Siglo de las Luces. Desde su punto de vista, ha sido una clase «revolucionaria hasta el fondo», porque ha dado la vuelta al Antiguo Régimen y se ha situado en el poder. Cualesquiera que fueran los movimientos paralelos del campesinado y los arrabales, la revolución burguesa fue una revolución hecha por la burguesía -los dos términos apenas se distinguen-, y cuando la juzgamos en nombre de las utopías socialistas de los siglos XIX y XX introducimos anacrónicamente una categoría que entonces no existía.

Gilles Deleuze.- Lo que usted dice concuerda aún con el esquema de un cierto marxismo. En un momento de la historia, la burguesía habría sido revolucionaria, e incluso habría resultado necesaria, necesaria para transitar hacia un estadio capitalista, un estadio de revolución burguesa. Eso es estalinista, pero no es serio. Cuando una formación social se agota y comienza a vaciarse por sus cuatro costados, todo se descodifica, toda clase de flujos incontrolados empiezan a circular, como sucedió con las fugas de campesinos en la Europa feudal, los fenómenos de «desterritorialización». La burguesía impone un nuevo código económico y político, y entonces puede creer que ella es revolucionaria. Pero no es así en absoluto. Daniel Guerin ha escrito cosas muy profundas sobre la revolución de 1789 (b). La burguesía nunca se equivocó acerca de cuál era su verdadero enemigo. Su verdadero enemigo no era el sistema anterior, sino lo que escapaba al control de ese sistema, y que ella se dio a sí misma como tarea llegar a dominar. Ella debía su poder a la ruina del antiguo sistema, pero no podía ejercerlo más que en la medida en que considerase como enemigos a todos los revolucionarios del sistema antiguo. La burguesía no ha sido nunca revolucionaria. Obliga a hacer la revolución. Ha manipulado, reprimido, canalizado una enorme pulsión de deseo popular, la gente se dejó arrancar la piel en Valmy.

Actuel.- Y también en Verdún.

Félix Guattari.- En efecto. Y eso es lo que nos interesa. ¿De dónde vienen estos impulsos, estos levantamientos, estos entusiasmos que no se explican mediante una racionalidad social y que son desviados, capturados por el poder en cuanto nacen? No se puede explicar una situación revolucionaria en función del simple análisis de los intereses en juego. En 1903, el partido social-demócrata ruso debatía sobre sus alianzas, sobre la organización del proletariado, sobre el papel de la vanguardia. Bruscamente, cuando pretende preparar la revolución, es arrastrado por los acontecimientos de 1905 y tiene que subirse a un tren en marcha. Ahí se produjo una cristalización del deseo a escala social sobre la base de situaciones aún incomprensibles. Lo mismo pasó en 1917. Y los políticos volvieron a subirse al tren en marcha, y consiguieron atraparlo. Pero ninguna tendencia revolucionaria pudo o supo asumir la necesidad de una organización soviética que hubiera podido permitir a las masas hacerse realmente cargo de sus intereses y su deseo. Se ponen entonces en circulación ciertas máquinas, llamadas organizaciones políticas, que funcionan según el modelo elaborado por Dimitrov en el octavo congreso de la Internacional -alternancia de frentes populares y de retrocesos sectarios-, que siempre alcanzan el mismo resultado represivo. Lo vimos en 1936, en 1945, en 1968. Por su propia axiomática, estas máquinas de masas se niegan a liberar la energía revolucionaria. Es, de manera solapada, una política similar a la del Presidente de la República o a la de la Iglesia, pero con una bandera roja en la mano. Y, con respecto al deseo, es una forma profunda de apuntar hacia el yo, la persona y la familia. De ahí surge un dilema muy simple: o se alcanza un nuevo tipo de estructuras, que conduzcan finalmente a la fusión del deseo colectivo y la organización revolucionaria, o seguiremos en la tónica actual y, de represión en represión, desembocaremos en un fascismo que hará palidecer a los de Hitler y Mussolini.

Actuel.- Pero ¿cuál es entonces la naturaleza de ese deseo profundo, fundamental, que por lo que se ve es constitutivo del hombre y del hombre social, y que constantemente resulta traicionado? ¿Por qué se carga siempre en máquinas antinómicas a la dominante y, sin embargo, semejantes a ella? ¿Quiere eso decir que ese deseo está condenado a la explosión pura y sin porvenir o a la perpetua traición? Insisto: ¿puede haber algún día en la historia una expresión colectiva y duradera del deseo liberado, y de qué manera?

Gilles Deleuze.- Si lo supiéramos, no lo diríamos, lo haríamos. Con todo, Félix acaba de decir: la organización revolucionaria debe ser la de una máquina de guerra, y no la de un aparato de Estado, la de un analizador del deseo, no la de una síntesis externa. En todo sistema social hay siempre líneas de fuga y encallamientos para impedir esas fugas, o bien (no es lo mismo) aparatos incluso embrionarios que las integran, que las desvían, las detienen, hacia un nuevo sistema que se prepara. Habría que analizar las cruzadas desde este punto de vista. Pero, con respecto a todo ello, el capitalismo tiene una característica muy especial: sus líneas de fuga no son solamente dificultades sobrevenidas, son las condiciones de su ejercicio. Se ha constituido a partir de la descodificación generalizada de todos los flujos: flujo de riqueza, flujo de trabajo, flujo de lenguaje, flujo de arte, etcétera No ha reconstruido un código sino que ha elaborado una suerte de contabilidad, una suerte de axiomática de los flujos descodificados como base de su economía. Liga los puntos de fuga y sigue adelante. Amplía siempre sus propios límites y siempre se ve obligado a emprender nuevas fugas con nuevos límites. No ha resuelto ninguno de sus problemas fundamentales, ni siquiera puede prever el aumento de la masa monetaria de un país de un año a otro. No para de franquear sus límites, que reaparecen siempre más allá. Se coloca en situaciones espantosas con respecto a su propia producción, su vida social, su demografía, su periferia tercermundista, sus regiones interiores, etcétera. Hay fugas por todas partes, que renacen de los límites siempre desplazados por el capitalismo. Y no hay duda de que la fuga revolucionaria (la fuga de la que hablaba Jackson cuando decía: «no paro de huir pero, en mi huída, busco un arma … ») (c) no es igual que otros tipos de fugas, que la fuga esquizofrénica o la fuga toxicomaníaca. Pero éste es el problema de la marginalidad: hacer que todas las líneas de fuga se conecten en un plano revolucionario. En el capitalismo hay, pues, algo nuevo, el carácter que adoptan las líneas de fuga, y también nuevas potencialidades revolucionarias. Como ve, hay esperanza.

Actuel.- Hablaba hace un momento de las cruzadas: ¿es, para ustedes, una de las primeras manifestaciones de una esquizofrenia colectiva?
Félix Guattari.- Fue, en efecto, un extraordinario movimiento esquizofrénico. De pronto, en un período ya de por sí cismático y turbulento, miles y miles de personas se hartaron de la vida que llevaban, se improvisaron predicadores y aldeas enteras quedaron abandonadas. Sólo después el papado, alarmado, intentó señalar un objetivo al movimiento esforzándose por encaminarlo hacia Tierra Santa. Con una doble ventaja: desembarazarse de las turbas errantes y reforzar las bases cristianas en Oriente Próximo, amenazadas por los turcos. No siempre con éxito: la cruzada de los venecianos apareció en Constantinopla, la cruzada de los niños giró hacia el sur de Francia y enseguida dejó de suscitar ternura. Ciudades enteras fueron tomadas e incendiadas por estos niños «cruzados» que los ejércitos regulares acabaron exterminando: matándolos, vendiéndolos como esclavos…

Actuel.- ¿Podría existir un paralelismo con los movimientos contemporáneos: las comunidades como camino para escapar de la fábrica y de la oficina?¿Y habría un papa que quisiera dirigirlas?¿La revolución de Jesús?

Félix Guattari.- Una recuperación cristiana no es algo impensable. Hasta cierto punto, ya es una realidad en los Estados Unidos, aunque mucho menos en Europa o en Francia. Pero existe ya una recuperación latente bajo la forma de la tendencia naturista, la idea de que sería posible retirarse de la producción y reconstruir una pequeña sociedad aparte, como si no estuviéramos ya marcados y encadenados por el sistema del capitalismo.

Actuel.- ¿Qué papel atribuyen ustedes a la Iglesia en un país como el nues­tro? La Iglesia ha estado en el centro del poder de la sociedad occidental has­ta el siglo XVIII, ha sido el vínculo y la estructura de la máquina social hasta la emergencia del Estado-Nación. Privada hoy por la tecnocracia de esta función esencial, aparece marchando a la deriva, sin punto de anclaje y dividida. Llega uno a preguntarse si la Iglesia, influida por las corrientes del catolicismo progresista, no ha llegado a ser menos confesional que algunas organizaciones políticas.

Félix Guattari.- ¿Y el ecumenismo? ¿No es una forma de volver sobre sus pasos? La Iglesia no ha sido nunca más fuerte. No hay razón alguna para contraponer Iglesia y tecnocracia; hay una tecnocracia de la iglesia. Históricamente, el cristianismo y el positivismo siempre han hecho buenas migas. El motor del desarrollo de las ciencias positivas es cristiano. No se puede decir que el psiquiatra ha sustituido al sacerdote. La represión los necesita a todos. Lo único que ha envejecido del cristianismo es su ideología, pero no su organización de poder.

Actuel. - Llegamos así a este otro aspecto de su libro: la crítica de la psiquiatría. ¿Podemos decir que Francia está ya cuadriculada por la psiquiatría sectorial? Y ¿hasta dónde llega esta organización?

Félix Guattari.- La estructura de los hospitales psiquiátricos es esencialmente estatal, y los psiquiatras son funcionarios. El Estado se ha conformado durante mucho tiempo con una política de coacción y no ha hecho nada durante todo un siglo. Hubo que esperar a la Liberación para que apareciese cierta inquietud: la primera revolución psiquiátrica, la apertura de los hospitales, los servicios libres, la psicoterapia institucional. Todo esto llevó a la gran utopía de la psiquiatría sectorial, que consistía en limitar el número de internamientos y mandar equipos psiquiátricos a las poblaciones, igual que se enviaba a los misioneros a la sabana. Carente de fondos y de voluntad, la reforma ha quedado estancada: unos cuantos servicios-modelo para las visitas oficiales, y hospitales dispersos por las regiones más subdesarrolladas. Vamos hacia una gran crisis, de las dimensiones de la crisis universitaria, un desastre a todos los niveles: equipamientos, formación del personal, terapias, etcétera.
La cuadriculación institucional de la infancia está, por el contrario, mucho más asumida. En este ámbito, la iniciativa ha escapado del marco estatal y de su financiación para aproximarse a todo tipo de asociaciones: de defensa de la infancia, de padres… Los establecimientos han proliferado, subvencionados por la Seguridad Social. Del niño se hacen cargo, inmediatamente, una red de psiquiatras que le fichan a la edad de tres años y le hacen un seguimiento de por vida. Hay que esperar soluciones de este tipo para la psiquiatría de adultos. Ante el actual callejón sin salida, el estado intentará desnacionalizar sus instituciones y promover otras al amparo de la ley de 1901, sin duda manipuladas por poderes políticos y asociaciones familiares reaccionarias. Vamos, en efecto, hacia una cuadriculación psiquiátrica de Francia, a menos que la actual crisis libere sus potencialidades revolucionarias. Se extiende por todas partes la ideología más conservadora, una llana transposición de los conceptos edípicos. En los establecimientos para niños, al director se le llama «tito» y a la enfermera «mamá». E incluso he tenido noticia de distinciones de género: los grupos de juego se remiten a un principio materno, los talleres al principio paterno. La psiquiatría sectorial tiene una cara progresista, porque abre el hospital. Pero si esa apertura consiste en cuadricular el barrio, pronto echaremos de menos los antiguos manicomios cerrados. Ocurre como con el psicoanálisis: funciona al aire libre, pero es mucho peor, mucho más peligroso como fuerza represiva.

Gilles Deleuze.- Relatemos un caso. Una mujer llega a una consulta. Explica que toma tranquilizantes. Pide un vaso de agua. Luego habla: «¿Sabe usted? Yo tengo cierta cultura, tengo estudios, me gusta mucho leer y, ahí lo tiene, ahora me paso el tiempo llorando. No puedo soportar ir en metro… Lloro en cuanto leo cualquier cosa… Miro la televisión, veo las imágenes de Vietnam: no puedo soportarlas…». El médico no responde gran cosa. La mujer continúa: «Estuve en la Resistencia… en cierto modo… hacía de buzón de correo». El médico pide una explicación. -Sí. ¿no lo comprende, doctor? Iba a un café y preguntaba, por ejemplo, «¿Hay algo para René?» Me daban una carta, que tenía que entregar…». El médico oye «Re­né» y despierta: «¿Por qué dice usted «René»?». Es la primera vez que se atre­ve a preguntar. Hasta ese momento, ella le había hablado del metro, de Hiroshima, de Vietnam, del efecto que todo eso tenía sobre su cuerpo, de las ganas de llorar, pero el médico pregunta únicamente: «Así que «René»… (6) ¿Qué le recuerda «René»? René, ¿alguien que ha renacido, ¿Un renacimien­to? La Resistencia no significa nada para el médico, pero «renacimiento» lle­va al esquema universal, al arquetipo: «Usted quiere renacer». El médico se reencuentra consigo mismo, se reconoce en su circuito. Y la fuerza a hablar de su padre y de su madre.
Éste es un aspecto esencial de nuestro libro, y es algo muy concreto. Los psiquiatras y los psicoanalistas no han prestado nunca atención a un delirio. Basta con escuchar a alguien que delira: le persiguen los rusos, los chinos, no me queda saliva, alguien me ha dado por el culo en el metro, hay microbios y espermatozoides hormigueando por todas partes. La culpa es de Franco, de los judíos, de los maoístas: todo un delirio del campo social. ¿Por qué no habría de concernir a la sexualidad de un sujeto la relación que mantiene con su idea de los chinos, de los blancos o de los negros, con la civilización, con las cruzadas, con el metro? Los psiquiatras y los psicoanalistas no escuchan nada, están tan a la defensiva que son indefendibles. Destruyen el contenido del inconsciente mediante unos enunciados elementales prefabricados: «-Me habla usted de los chinos pero, ¿qué me dice de su padre? -No, él no es chino. -Entonces, ¿tiene usted un amante chino?». Es algo del estilo de la labor represiva del juez de Angela Davis, que aseguraba: «Su comportamiento sólo es explicable porque estaba enamorada». ¿Y si, al contrario, la libido de Angela Davis fuera una libido social, revolucionaria? ¿Y si ella estaba enamorada porque era revolucionaria?
Esto es lo que tenemos que decirles a los psiquiatras y a los psicoanalistas: no sabéis lo que es un delirio, no habéis comprendido nada. Si nuestro libro tiene algún sentido, es porque llega en un momento en el que muchas personas tienen la impresión de que la máquina psicoanalítica ya no funciona, hay una generación que comienza a estar harta de estos esquemas que sirven para todo -Edipo y la castración, lo imaginario y lo simbólico- y que ocultan sistemáticamente el contenido social, político y cultural de todo trastorno psíquico.

Actuel.- Ustedes asocian esquizofrenia y capitalismo, tal es el fundamento mismo de su libro. ¿Hay casos de esquizofrenia en otras sociedades?

Félix Guattari.- La esquizofrenia es indisociable del sistema capitalista, concebido él mismo como una primera fuga: es su enfermedad exclusiva. En otras sociedades, la fuga y la marginalidad adoptan otros aspectos. El individuo asocial de las sociedades primitivas no es encerrado. La prisión y el asilo son invenciones recientes. Se les caza, se les exilia a los límites de la aldea y mueren, a menos que lleguen a integrarse en la aldea colindante. Cada sistema tiene, por otra parte, su enfermo particular: el histérico de las sociedades primitivas, los maníaco-depresivos y paranoicos del gran imperio… La economía capitalista procede por descodificación y desterritorialización: tiene sus enfermos extremos, es decir, los esquizofrénicos, que se descodifican y se desterritorializan hasta el límite, pero también sus consecuencias más extremas, las revolucionarias.
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NOTAS:* Título del editor. «Gilles Deleuze, Félix Guattari», en Michel-Antoine Burnier ed., C’est demain la ville, Ed. du Seuil, París, 1973. pp. 139-161. Esta entrevista estaba inicialmente destinada a aparecer en la revista Actuel, de la que M.-A Burnier era uno de los directores.
(1) N. de Trad.: Jacques Chaban-Delmas (1915-2000), primer ministro del Gobierno francés de 1969 a 1972
(2) N. de Trad.:Compagnies républicaines de securité, cuerpo de la policía francesa.
(3) N. de Trad.: Edgar Faure (1908-1988), ministro de Educación Nacional en 1968-1969 y, en 1971, presidente de la Comisión Internacional para el Desarrollo de la Educación.
(a) Pierre Victor fue el seudónimo de Benny Levy, dirigente en ese momento de la Izquierda Proletaria (luego declarada ilegal).
(4) Cfr. Les temps modernes, Nouveau Fascisme, Nouvelle démocratie, nº 310 bis, junio de 1972, pp. 355-366 (veáse la nota c del texto nº 26, N. del T).
(b) D. Guerin, La révolution française et nous, F. Maspero, París, reed. 1976 (trad. cast. La revolución francesa y nosotros, Villalar, col. Zimmerwald, Madrid, 1977, [N. del T.). Cfr., en el mismo sentido, La lutte de classes sous la Première République: 1793-1797, Gallimard, París. reed. 1968 (trad. cast. La lucha de clases en el apogeo de la revolución francesa: 1793-1795. Alianza. Madrid. 1974 [N. del T]).
(c) Sobre G. Jackson, ver la nota b del texto nº 32.
(6) N. de Trad.: Renacido: en francés, re-né.

domingo, 26 de octubre de 2008

El principio del Estado - Mikhail Bakunin



En el fondo, la conquista no sólo es el origen, es también el fin supremo de todos los Estados grandes o pequeños, poderosos o débiles, despóticos o liberales, monárquicos o aristocráticos, democráticos y socialistas también, suponiendo que el ideal de los socialistas alemanes, el de un gran Estado comunista, se realice alguna vez.
Que ella fue el punto de partida de todos los Estados, antiguos y modernos, no podrá ser puesto en duda por nadie, puesto que cada página de la historia universal lo prueba suficientemente. Nadie negará tampoco que los grandes Estados actuales tienen por objeto, más o menos confesado, la conquista. Pero los Estados medianos y sobre todo los pequeños, se dirá, no piensan más que en defenderse y sería ridículo por su parte soñar en la conquista.
Todo lo ridículo que se quiera, pero sin embargo es su sueño, como el sueño del más pequeño campesino propietario es redondear sus tierras en detrimento del vecino; redondearse, crecer, conquistar a cualquier precio y siempre, es una tendencia fatalmente inherente a todo Estado, cualquiera que sea su extensión, su debilidad o su fuerza, porque es una necesidad de su naturaleza. ¿Qué es el Estado si no es la organización del poder? Pero está en la naturaleza de todo poder la imposibilidad de soportar un superior o un igual, pues el poder no tiene otro objeto que la dominación, y la dominación no es real más que cuando le está sometido todo lo que la obstaculiza; ningún poder tolera otro más que cuando está obligado a ello, es decir, cuando se siente impotente para destruirlo o derribarlo. El solo hecho de un poder igual es una negación de su principio y una amenaza perpetua contra su existencia; porque es una manifestación y una prueba de su impotencia. Por consiguiente, entre todos los Estados que existen uno junto al otro, la guerra es permanente y su paz no es más que una tregua.
Está en la naturaleza del Estado el presentarse tanto con relación a sí mismo como frente a sus súbditos, como el objeto absoluto. Servir a su prosperidad, a su grandeza, a su poder, esa es la virtud suprema del patriotismo. El Estado no reconoce otra, todo lo que le sirve es bueno, todo lo que es contrario a sus intereses es declarado criminal; tal es la moral de los Estados.
Es por eso que la moral política ha sido en todo tiempo, no sólo extraña, sino absolutamente contraria a la moral humana. Esa contradicción es una consecuencia inevitable de su principio: no siendo el Estado más que una parte, se coloca y se impone como el todo; ignora el derecho de todo lo que, no siendo él mismo, se encuentra fuera de él, y cuando puede, sin peligro, lo viola. El Estado es la negación de la humanidad.
¿Hay un derecho humano y una moral humana absolutos? En el tiempo que corre y viendo todo lo que pasa y se hace en Europa hoy , está uno forzado a plantearse esta cuestión. Primeramente; ¿existe lo absoluto, y no es todo relativo en este mundo? Respecto de la moral y del derecho: lo que se llamaba ayer derecho ya no lo es hoy, y lo que parece moral en China puede no ser considerado tal en Europa. Desde este punto de vista cada país, cada época no deberían ser juzgados más que desde el punto de vista de las opiniones contemporáneas y locales, y entonces no habría ni derecho humano universal ni moral humana absoluta.
De este modo, después de haber soñado lo uno y lo otro, después de haber sido metafísicos o cristianos, vueltos hoy positivistas, deberíamos renunciar a ese sueño magnífico para volver a caer en las estrecheces morales de la antigüedad, que ignoran el nombre mismo de la humanidad, hasta el punto de que todos los dioses no fueron más que dioses exclusivamente nacionales y accesibles sólo a los cultos privilegiados.
Pero hoy que el cielo se ha vuelto un desierto y que todos los dioses, incluso naturalmente, el Jehová de los judíos, se hallan destronados, hoy sería eso poco todavía: volveríamos a caer en el materialismo craso y brutal de Bismarck, de Thiers y de Federico II, de acuerdo a los cuales dios está siempre de parte de los grandes batallones, como dijo excelentemente este último; el único objeto digno de culto, el principio de toda moral, de todo derecho, sería la fuerza; esa es la verdadera religión del Estado.
¡Y bien, no! Por ateos que seamos y precisamente porque somos ateos, reconocemos una moral humana y un derecho humano absolutos. Sólo que se trata de entenderse sobre la significación de esa palabra absoluto. Lo absoluto universal, que abarca la totalidad infinita de los mundos y de los seres, no lo concebimos, porque no sólo somos incapaces de percibirlo con nuestros sentidos, sino que no podemos siquiera imaginarlo. Toda tentativa de este género nos volvería a llevar al vacío, tan amado de los metafísicos, de la abstracción absoluta.
Lo absoluto de que nosotros hablamos es un absoluto muy relativo y en particular relativo exclusivamente para la especie humana. Esta última está lejos de ser eterna; nacida sobre la tierra, morirá en ella, quizás antes que ella, dejando el puesto, según el sistema de Darwin, a una especie más poderosa, más completa, más perfecta. Pero en tanto que existe, tiene un principio que le es inherente y que hace que sea precisamente lo que es: es ese principio el que constituye, en relación a ella, lo absoluto. Veamos cuál es ese principio.
De todos los seres vivos sobre esta tierra, el hombre es a la vez el más social y el mas individualista. Es sin contradicción también el mas inteligente. Hay tal vez animales que son más sociales que él, por ejemplo las abejas, las hormigas; pero al contrario, son tan poco individualistas que los individuos que pertenecen a esas especies están absolutamente absorbidos por ellas y como aniquilados en su sociedad: son todo para la colectividad, nada o casi nada par sí mismos. Parece que existe una ley natural, conforme a la cual cuanto más elevada es una especie de animales en la escala de los seres, por su organización más completa, tanto más latitud, libertad e individualidad deja a cada uno. Los animales feroces, que ocupan incontestablemente el rango más elevado, son individualistas en un grado supremo.
El hombre, animal feroz por excelencia, es el más individualista de todos. Pero al mismo tiempo –y este es uno de sus rasgos distintivos- es eminente, instintiva y fatalmente socialista. Esto es de tal modo verdadero que su inteligencia misma, que lo hace tan superior a todos los seres vivos y que lo constituye en cierto modo en el amo de todos, no puede desarrollarse y llegar a la conciencia de sí mismo más que en sociedad y por el concurso de la colectividad eterna.
Y en efecto, sabemos bien que es imposible pensar sin palabras: al margen o antes de la palabra pudo muy bien haber representaciones o imágenes de las cosas, pero no hubo pensamientos. El pensamiento vive y se desarrolla solamente con la palabra. Pensar es, pues, hablar mentalmente consigo mismo. Pero toda conversación supone al menos dos personas, la una sois vosotros, ¿quién es la otra? Es todo el mundo humano que conocéis.
El hombre, en tanto que individuo animal, como los animales de todas las otras especies, desde el principio y desde que comienza a respirar, tiene el sentimiento inmediato de su existencia individual; pero no adquiere la conciencia reflexiva de si, conciencia que constituye propiamente su personalidad, más que por medio de la inteligencia, y por consiguiente sólo en la sociedad. Vuestra personalidad más íntima, la conciencia que tenéis de vosotros mismos en vuestro fuero interno, no es en cierto modo más que el reflejo de vuestra propia imagen, repercutida y enviada de nuevo como por otros tantos espejos por la conciencia tanto colectiva como individual de todos los seres humanos que componen vuestro mundo social. Cada hombre que conocéis y con el cual os halláis en relaciones, sean directas sean indirectas, determina más o menos vuestro ser más íntimo, contribuye a haceros lo que sois, a constituir vuestra personalidad. Por consiguiente, si estáis rodeados de esclavos, aunque seáis su amo, no dejáis de ser un esclavo, pues la conciencia de los esclavos no puede enviaros sino vuestra imagen envilecida. La imbecilidad de todos os imbeciliza, mientras que la inteligencia de todos os ilumina, os eleva; los vicios de vuestro medio social son vuestros vicios y no podríais ser hombres realmente libres sin estar rodeados de hombres igualmente libres, pues la existencia de un solo esclavo basta para aminorar vuestra libertad. En la inmortal declaración de los derechos del hombre, hecha por la Convención nacional, encontramos expresada claramente esa verdad sublime, que la esclavitud de un solo ser humano es la esclavitud de todos.
Contienen toda la moral humana, precisamente lo que hemos llamado la moral absoluta, absoluta sin duda en relación sólo a la humanidad, no en relación al resto de los seres, no menos aún en relación a la totalidad infinita de los mundos, que nos es eternamente desconocida. La encontramos en germen más o menos en todos los sistemas de moral que se han producido en la historia y de los cuales fue en cierto modo como la luz latente, luz que por lo demás no se ha manifestado, con mucha frecuencia, más que por reflejos tan inciertos como imperfectos. Todo lo que vemos de absolutamente verdadero, es decir, de humano, no es debido más que a ella.
¿Y cómo habría de ser de otra manera, si todos los sistemas de moral que se desarrollaron sucesivamente en el pasado, lo mismo que todos los demás desenvolvimientos del hombre, incluso los desenvolvimientos teológicos y metafísicos, no tuvieron jamás otra fuente que la naturaleza humana, no han sido sus manifestaciones más o menos imperfectas? Pero esta ley moral que llamamos absoluta, ¿qué es sino la expresión más pura, la más completa, la más adecuada, como dirían los metafísicos, de esa misma naturaleza humana, esencialmente socialista e individualista a la vez?
El defecto principal de los sistemas de moral enseñados en el pasado, es haber sido exclusivamente socialistas o exclusivamente individualistas. Así, la moral cívica, tal como nos ha sido transmitida por los griegos y los romanos, fue una moral exclusivamente socialista, en el sentido que sacrifica siempre la individualidad a la colectividad: sin hablar de las miríadas de esclavos que constituyen la base de la civilización antigua, que no eran tenidos en cuenta más que como cosas, la individualidad del ciudadano griego o romano mismo fue siempre patrióticamente inmolada en beneficio de la colectividad constituida en Estado. Cuando los ciudadanos, cansados de esa inmolación permanente, se rehusaron al sacrificio, las repúblicas griegas primero, después romanas, se derrumbaron. El despertar del individualismo causó la muerte de la antigüedad.
Ese individualismo encontró su más pura y completa expresión en las religiones monoteístas, en el judaísmo, en el mahometanismo y en el cristianismo sobre todo. El Jehová de los judíos se dirige aún a la colectividad, al menos bajo ciertas relaciones, puesto que tiene un pueblo elegido, pero contiene ya todos los gérmenes de la moral exclusivamente individualista.
Debería ser así: los dioses de la antigüedad griega y romana no fueron en último análisis más que los símbolos, los representantes supremos de la colectividad dividida, del Estado. Al adorarlos, se adoraba al Estado, y toda la moral que fue enseñada en su nombre no pudo por consiguiente tener otro objeto que la salvación, la grandeza y la gloria del Estado.
El dios de los judíos, déspota envidioso, egoísta y vanidoso si los hay, se cuidó bien, no de identificar, sino sólo de mezclar su terrible persona con la colectividad de su pueblo elegido, elegido para servirle de alfombra predilecta a lo sumo, pero no para que se atreviera a levantarse hasta él. entre él y su pueblo hubo siempre un abismo. Por otra parte, no admitiendo otro objeto de adoración que él mismo, no podía soportar el culto al Estado. Por consiguiente, de los judíos, tanto colectiva como individualmente, no exigió nunca más que sacrificios para sí, jamás para la colectividad o para la grandeza y la gloria del Estado.
Por lo demás, los mandamientos de Jehová, tal como nos han sido transmitidos por el decálogo, no se dirigen casi exclusivamente más que al individuo: no constituyen excepción más que aquellos cuya ejecución supera las fuerzas del individuo y exige el concurso de todos; por ejemplo: la orden tan singularmente humana que incita a los judíos a extirpar hasta el último, incluso las mujeres y niños, a todos los paganos que encuentren en la tierra prometida, orden verdaderamente digna del padre de nuestra santa trinidad cristiana, que se distingue, como se sabe, por su amor exuberante hacia esta pobre especie humana.
Todos los otros mandamientos no se dirigen más que al individuo; no matarás (exceptuados los casos muy frecuentes en que te lo ordene yo mismo, habría debido añadir); no robarás ni la propiedad ni la mujer ajenas (siendo considerada esta última como una propiedad también); respetarás a tus padres. Pero sobre todo me adorarás a mí, el dios envidioso, egoísta, vanidoso y terrible, y si no quieres incurrir en mi cólera, me cantarás alabanzas y te prosternarás eternamente ante mí.
En el mahometismo no existe ni la sombra del colectivismo nacional y restringido que domina en las religiones antiguas y del que se encuentran siempre algunos débiles restos hasta en el culto judaico. El Corán no conoce pueblo elegido; todos los creyentes, a cualquier nación o comunidad que pertenezcan, son individualmente, no colectivamente, elegidos de dios. Así, los califas, sucesores de Mahoma, no se llamarán nunca Sión, jefes de los creyentes.
Pero ninguna religión impulsó tan lejos el culto del individualismo como la religión cristiana. Ante las amenazas del infierno y las promesas absolutamente individuales del paraíso, acompañadas de esta terrible declaración que sobre muchos llamados habrá sino muy pocos elegidos, la religión cristiana provocó un desorden, un general sálvese el que pueda; una especie de carrera de apuesta en que cada cual era estimulado sólo por una preocupación única, la de salvar su propia almita. Se concibe que una tal religión haya podido y debido dar el golpe de gracia a la civilización antigua, fundada exclusivamente en el culto a la colectividad, a la patria, al Estado y disolver todos sus organismos, sobre todo en una época en que moría ya de vejez. ¡El individualismo es un disolvente tan poderoso! Vemos la prueba de ello en el mundo burgués actual.
A nuestro modo de ver, es decir según nuestro punto de vista de la moral humana, todas las religiones monoteístas, pero sobre todo la religión cristiana, como la más completa y la más consecuente de todas, son profunda, esencial, principalmente inmorales: al crear su dios, han proclamado la decadencia de todos los hombres, de los cuales no admitieron la solidaridad más que en el pecado; y al plantear el principio de la salvación exclusivamente individual, han renegado y destruido, tanto como les fue posible hacerlo, la colectividad humana, es decir el principio mismo de la humanidad.
No es extraño que se haya atribuido al cristianismo el honor de haber creado la idea de la humanidad, de la que, al contrario, fue el negador más completo y más absoluto. Bajo un aspecto pudo reivindicar este honor, pero solamente bajo uno: ha contribuido de una manera negativa, cooperando potentemente a la destrucción de las colectividades restringidas y parciales de la antigüedad, apresurando la decadencia natural de las patrias y de las ciudades que, habiéndose divinizado en sus dioses, formaban un obstáculo a la constitución de la humanidad; pero es absolutamente falso decir que el cristianismo haya tenido jamás el pensamiento de constituir esta última, o que haya comprendido o siquiera presentido lo que llamamos hoy la solidaridad de los hombres, ni la humanidad, que es una idea completamente moderna, entrevista por el Renacimiento, pero concebida y enunciada de una manera clara y precisa sólo en el siglo XVIII.
El cristianismo no tiene absolutamente nada que hacer con la humanidad, por la simple razón de que tiene por objeto único la divinidad, pues una excluye a la otra. La idea de la humanidad reposa en la solidaridad fatal, natural, de todos los hombres. Pero el cristianismo, hemos dicho, no reconoce esa solidaridad más que en el pecado, y la rechaza absolutamente en la salvación, en el reino de ese dios que sobre muchos llamados no hace gracia más que a muy pocos elegidos, y que en su justicia adorable, impulsado sin duda por ese amor infinito que lo distingue, antes mismo de que los hombres hubiesen nacido sobre esta tierra, había condenado a la inmensa mayoría a los sufrimientos eternos del infierno, y eso para castigarlos por un pecado cometido, no por ellos mismos, sino por sus antepasados primeros, que estuvieron obligados a cometerlo: el pecado de infligir una desmentida a la presciencia divina.
Tal es la lógica sana y la base de toda moral cristiana ¿Qué tienen que hacer con la lógica y la moral humanas?
En vano se esforzarán por probarnos que el cristianismo reconoce la solidaridad de los hombres, citándonos fórmulas del evangelio que parecen predecir el advenimiento de un día en que no habrá más que un solo pastor y un solo rebaño; en que se nos mostrará la iglesia católica romana, que tiende incesantemente a la realización de ese fin por la sumisión del mundo entero al gobierno del Papa. La transformación de la humanidad entera en un rebaño, así como la realización, felizmente imposible, de esa monarquía universal y divina no tiene absolutamente nada que ver con el principio de la solidaridad humana, que es lo único que constituye lo que llamamos humanidad. No hay ni la sombra de esa solidaridad en la sociedad tal como la sueñan los cristianos y en la cual no se es nada por la gracia de los hombres, sino todo por la gracia de dios, verdadero rebaño de carneros disgregados y que no tienen ni deben tener ninguna relación inmediata y natural entre si, hasta el punto que les es prohibido unirse para la reproducción de la especie sin el permiso o la bendición de su pastor, pues sólo el sacerdote tiene derecho a casarlos en nombre de ese dios que forma el único rasgo de una unión legítima entre ellos: separados fuera de él, los cristianos no se unen ni pueden unirse más que en él. Fuera de esa sanción divina, todas las relaciones humanas, aun los lazos de la familia, son alcanzados por la maldición general que afecta a la creación; son reprobados la ternura de los padres, de los esposos, de los hijos, la amistad fundada en la simpatía y en la estima recíprocas, el amor y el respeto de los hombres, la pasión de lo verdadero, de lo justo y de lo bueno, la de la libertad, y la más grande de todas, la que implica todas las demás, la pasión de la humanidad; todo eso es maldito y no podría ser rehabilitado más que por la gracia de dios. todas las relaciones de hombre a hombre deben ser santificadas por la intervención divina; pero esa intervención las desnaturaliza, loas desmoraliza, las destruye. Lo divino mata lo humano y todo el culto cristiano no consiste propiamente más que en esa inmolación perpetua de lo humano en honor de la divinidad.
Que no se objete que el cristianismo ordena a los niños a amar a sus padres, a los padres a amar a sus hijos, a los esposos a feccionarse mutuamente. Sí, les manda eso, pero no les permite amarlo inmediata, naturalmente y por sí mismos, sino sólo en dios y por dios; no admite todas esas relaciones actuales más que a condición de que dios se encuentre como tercero, y ese terrible tercero mata las uniones. El amor divino aniquila el amor humano. El cristianismo ordena, es verdad, amar a nuestro prójimo tanto como a nosotros mismos, pero nos ordena al mismo tiempo amar a dios más que a nosotros mismos y por consiguiente también más que al prójimo, es decir sacrificarle el prójimo por nuestra salvación, porque al fin de cuentas el cristiano no adora a dios más que por la salvación de su alma.
Aceptando a dios, todo eso es rigurosamente consecuente: dios es lo infinito, lo absoluto, lo eterno, lo omnipotente; el hombre es lo finito, lo impotente. En comparación con dios, bajo todos los aspectos, no es nada. Sólo lo divino es justo, verdadero, dichoso y bueno, y todo lo que es humano en el hombre debe ser por eso mismo declarado falso, inicuo, detestable y miserable. El contacto de la divinidad con esa pobre humanidad debe devorar, pues, necesariamente, consumir, aniquilar todo lo que queda de humano en los hombres.
La intervención divina en los asuntos humanos no ha dejado nunca de producir efectos excesivamente desastrosos. Pervierte todas las relaciones de los hombres entre sí y reemplaza su solidaridad natural por la práctica hipócrita y malsana de las comunidades religiosas, en las que bajo las apariencias de la caridad, cada cual piensa sólo en la salvación de su alma, haciendo así, bajo el pretexto del amor divino, egoísmo humano excesivamente refinado, lleno de ternura para sí y de indiferencia, de malevolencia y hasta de crueldad para el prójimo. Eso explica la alianza íntima que ha existido siempre entre el verdugo y el sacerdote, alianza francamente confesada por el célebre campeón del ultramontanismo, Joseph de Maistre, cuya pluma elocuente, después de haber divinizado al papa, no dejó de rehabilitar al verdugo; uno era en efecto el complemento del otro.
Pero no es sólo en la iglesia católica donde existe y se produce esa ternura excesiva hacia el verdugo. Los ministros sinceramente religiosos y creyentes de los diferentes cultos protestantes, ¿no han protestado unánimemente en nuestros días contra la abolición de la pena de muerte? No cabe duda que el amor divino mata el amor de los hombres en los corazones que están penetrados de él; tampoco cabe duda que todos los cultos religiosos en general, pero entre ellos el cristianismo sobre todo, no han tenido jamás otro objeto que el sacrificio de los hombres a los dioses. Y entre todas las divinidades de que nos habla la historia, ¿hay una sola que haya hecho verter tantas lágrimas y sangre como ese buen dios de los cristianos o que haya pervertido hasta tal punto las inteligencias, los corazones y todas las relaciones de los hombres entre sí?
Bajo esta influencia malsana, el espíritu se eclipsó y la investigación ardiente de la verdad se transformó en un culto complaciente a la mentira; la dignidad humana se envilecía, el hombre (una palabra ilegible en el original) se convertía en traidor, la bondad cruel, la justicia inicua y el respeto humano se transformaron en un desprecio creyente para los hombres; el instinto de la libertad terminó en el establecimiento de la servidumbre, y el de la igualdad en la sanción de los privilegios más monstruosos. La caridad, al volverse delatora y persecutora, ordenó la masacre de los heréticos y las orgías sangrientas de la Inquisición; el hombre religioso se llamó jesuita, devoto o pietista ‘renunciando a la humanidad se encaminó a la santidad’ y el santo, bajo las apariencias de una humanidad más (una palabra ilegible en el original), se volvió hipócrita, y con la caridad ocultó el orgullo y el egoísmo inmensos de un yo humano absolutamente aislado que se ama a sí mismo en su dios. Porque no hay que engañarse: lo que el hombre religioso busca sobre todo y lo cree encontrar en la divinidad que ama, es a sí mismo, pero glorificado, investido por la omnipotencia e inmortalizado. También sacó de él muy a menudo pretextos e instrumentos para someter y para explotar el mundo humano.
He ahí, pues la primera palabra del culto cristiano: es la exaltación del egoísmo que, al romper toda solidaridad social, se ama a sí mismo en su dios y se impone a la masa ignorante de los hombres en nombre de ese dios, es decir en nombre de su yo humano, consciente e inconscientemente exaltado y divinizado por sí mismo. Es por eso también que los hombres religiosos son ordinariamente tan feroces: al defender a su dios, toman partido por su egoísmo, por su orgullo y por su vanidad.
De todo esto resulta que el cristianismo es la negación más decisiva y la más completa de toda solidaridad entre los hombres, es decir de la sociedad, y por consiguiente también de la moral, puesto que fuera de la sociedad, creo haberlo demostrado, no quedan más que relaciones religiosas del hombre aislado con su dios, es decir consigo mismo.
Los metafísicos modernos, a partir del siglo XVII, han tratado de restablecer la moral, fundándola, no en dios, sino en el hombre. Por desgracia, obedeciendo a las tendencias de su siglo, tomaron por punto de partida, no al hombre social, vivo y real, que es el doble producto de la naturaleza y de la sociedad, sino el yo abstracto del individuo, al margen de todos sus lazos naturales y sociales, aquel mismo a quien divinizó el egoísmo cristiano y a quien todas las iglesias, tanto católicas como protestantes, adoran como su dios.
¿Cómo nació el dios único de los monoteístas? Por la eliminación necesaria de todos los seres reales y vivos.
Para explicar lo que entendemos por eso, es necesario decir algunas cosas sobre la religión. No quisiéramos hablar de ella, pero en el tiempo que corre es imposible tratar cuestiones políticas y sociales sin tocar la cuestión religiosa.
Se pretendió erróneamente que el sentimiento religioso no es propio más que de los hombres; se encuentran perfectamente todos los elementos constitutivos en el reino animal, y entre esos elementos el principal es el miedo. “El temor de dios ‘dicen los teólogos’ es el comienzo de la sabiduría”. Y bien, ¿no se encuentra ese temor excesivamente desarrollado en todos los animales, y no están todos los animales constantemente amedrentados? Todos experimentan un terror instintivo ante la omnipotencia que los produce, los cría, los nutre, es verdad, pero al mismo tiempo loas aplasta, los envuelve por todas partes, que amenaza su existencia a cada hora y que acaba siempre por matarlos.
Como los animales de todas las demás especies no tienen ese poder de abstracción y de generalización de que sólo el hombre está dotado, no se representan la totalidad de los seres que nosotros llamamos naturaleza, pero la sienten y la temen. Ese es el verdadero comienzo del sentimiento religioso.
No falta en ellos siquiera la adoración. Sin hablar del estremecimiento de alegría que experimentan todos los seres vivos al levantarse el sol, ni de sus gemidos a la aproximación de una de esas catástrofes naturales terribles que los destruyen por millares; no se tiene más que considerar, por ejemplo, la actitud del perro en presencia de su amo. ¿No está por completo en ella la del hombre ante dios?
Tampoco ha comenzado el hombre por la generalización de los fenómenos naturales, y no ha llegado a la concepción de la naturaleza como ser único más que después de muchos siglos de desenvolvimiento moral. El hombre primitivo, el salvaje, poco diferente del gorila, compartió sin duda largo tiempo todas las sensaciones y las representaciones instintivas del gorila; no fue sino a la larga como comenzó a hacerlas objeto de sus reflexiones, primero necesariamente infantiles, darles un nombre y por eso mismo a fijarlas en su espíritu naciente.
Fue así cómo tomó cuerpo el sentimiento religioso que tenía en común con los animales de las otras especies, cómo se transformó en una representación permanente y en el comienzo de una idea, la de la existencia oculta de un ser superior y mucho más poderoso que él y generalmente muy cruel y muy malhechor, del ser que le ha causado miedo, en una palabra, de su dios.
Tal fue el primer dios, de tal modo rudimentario, es verdad, que, el salvaje que lo busca por todas partes para conjurarlo, cree encontrarlo a veces en un trozo de madera, en un trapo, en un hueso o en una piedra: esa fue la época del fetichismo de que encontramos aún vestigios en el catolicismo.
Fueron precisos aún siglos, sin duda para que el hombre salvaje pasase del culto de los fetiches inanimados al de los fetiches vivos, al de los brujos. Llega a él por una larga serie de experiencias y por el procedimiento de la eliminación: no encontrando la potencia temible que quería conjurar en los fetiches, la busca en el hombre-dios, el brujo.
Más tarde y siempre por ese mismo procedimiento de eliminación y haciendo abstracción del brujo, de quien por fin la experiencia le demostró la impotencia, el salvaje adoró sucesivamente todos los fenómenos más grandiosos y terribles de la naturaleza: la tempestad, el trueno, el viento y, continuando así, de eliminación en eliminación, ascendió finalmente al culto del sol y de los planetas. Parece que el honor de haber creado ese culto pertenece a los pueblos paganos.
Eso era ya un gran progreso. Cuanto más se alejaba del hombre la divinidad, es decir la potencia que causa miedo, más respetable y grandiosa parecía. No había que dar más que un solo gran paso para el establecimiento definitivo del mundo religioso, y ese fue el de la adoración de una divinidad invisible.
Hasta ese salto mortal de la adoración de lo visible a la adoración de lo invisible, los animales de las otras especies habían podido, con rigor, acompañar a su hermano menor, el hombre, en todas sus experiencias teológicas. Porque ellos también adoran a su manera los fenómenos de la naturaleza. No sabemos lo que pueden experimentar hacia otros planetas; pero estamos seguros de que la Luna y sobre todo el Sol ejercen sobre ellos una influencia muy sensible. Pero la divinidad invisible no pudo ser inventada más que por el hombre.
Pero el hombre mismo, ¿por qué procedimiento ha podido descubrir ese ser invisible, del que ninguno de sus sentidos, ni su vista han podido ayudarle a comprobar la existencia real, y por medio de qué artificio ha podido reconocer su naturaleza y sus cualidades? ¿Cuál es, en fin, ese ser supuesto absoluto y que el hombre ha creído encontrar por encima y fuera de todas las cosas?
El procedimiento no fue otro que esa operación bien conocida del espíritu que llamamos abstracción o eliminación, y el resultado final de esa operación no puede ser más que el abstracto absoluto, la nada. Y es precisamente esa nada a la cual el hombre adora como su dios.
Elevándose por su espíritu sobre todas las cosas reales, incluso su propio cuerpo, haciendo abstracción de todo lo que es sensible o siquiera visible, inclusive el firmamento con todas las estrellas, el hombre se encuentra frente al vacío absoluto, a la nada indeterminada, infinita, sin ningún contenido, sin ningún límite.
En ese vacío, el espíritu del hombre que lo produjo por medio de la eliminación de todas las cosas, no pudo encontrar necesariamente más que a sí mismo en estado de potencia abstracta; viéndolo todo destruido y no teniendo ya nada que eliminar, vuelve a caer sobre sí en una inacción absoluta; y considerándose en esa completa inacción un ser diferente de sí, se presenta como su propio dios y se adora.
Dios no es, pues, otra cosa que el yo humano absolutamente vacío a fuerza de abstracción o de eliminación de todo lo que es real y vivo. Precisamente de ese modo lo concibió Buda, que, de todos los reveladores religiosos, fue ciertamente el más profundo, el más sincero, el más verdadero.
Sólo que Buda no sabía y no podía saber que era el espíritu humano mismo el que había creado ese dios-nada. Apenas hacia el fin del siglo último comenzó la humanidad a percatarse de ello, y sólo en nuestro siglo, gracias a los estudios mucho más profundos sobre la naturaleza y sobre las operaciones del espíritu humano, se ha llegado a dar cuenta completa de ello.
Cuando el espíritu humano creó a dios, procedió con la más completa ingenuidad; y sin saberlo, pudo adorarse en su dios-nada.
Sin embargo, no podía detenerse ante esa nada que había hecho él mismo, debía llenarla a cualquier precio y hacerla volver a la tierra, a la realidad viviente. Llegó a ese fin siempre con la misma ingenuidad y por el procedimiento más natural, más sencillo. Después de haber divinizado su propio yo en ese estado de abstracción o de vacío absoluto, se arrodilló ante él, lo adoró y lo proclamó la causa y el autor de todas las cosas; ese fue el comienzo de la teología.
Dios, la nada absoluta, fue proclamado el único ser vivo, poderoso y real, y el mundo viviente y por consecuencia necesaria la naturaleza, todas las cosas efectivamente reales y vivientes, al ser comparadas con ese dios fueron declaradas nulas. Es propio de la teología hacer de la nada lo real y de lo real la nada.
Procediendo siempre con la misma ingenuidad y sin tener la menor conciencia de lo que hacía, el hombre usó de un medio muy ingenioso y muy natural a la vez para llenar el vacío espantoso de su divinidad: le atribuyó simplemente, exagerándolas siempre hasta proporciones monstruosas, todas las acciones, todas las fuerzas, todas las cualidades y propiedades, buenas o malas, benéficas o maléficas, que encontró tanto en la naturaleza como en la sociedad. Fue así como la tierra, entregada al saqueo, se empobreció en provecho del cielo, que se enriqueció con sus despojos.
Resultó de esto que cuanto más se enriqueció el cielo –la habitación de la divinidad-, más miserable se volvió la tierra; y bastaba que una cosa fuese adorada en el cielo, para que todo lo contrario de esa cosa se encontrase realizada en este bajo mundo. Eso es lo que se llama ficciones religiosas; a cada una de esas ficciones corresponde, se sabe perfectamente, alguna realidad monstruosa; así, el amor celeste no ha tenido nunca otro efecto que el odio terrestre, la bondad divina no ha producido sino el mal, y la libertad de dios significa la esclavitud aquí abajo. Veremos pronto que lo mismo sucede con todas las ficciones políticas y jurídicas, pues unas y otras son por lo demás consecuencias o transformaciones de la ficción religiosa.
La divinidad asumió de repente ese carácter absolutamente maléfico. En las religiones panteístas de Oriente, en el culto de los brahmanes y en el de los sacerdotes de Egipto, tanto como en las creencias fenicias y siríacas, se presenta ya bajo un aspecto bien terrible. El Oriente fue en todo tiempo y es aún hoy, en cierta medida al menos, la patria de la divinidad despótica, aplastadora y feroz, negación del espíritu de la humanidad. Esa es también la patria de los esclavos, de los monarcas absolutos y de las castas.
En Grecia la divinidad se humaniza –su unidad misteriosa, reconocida en Oriente sólo por los sacerdotes, su carácter atroz y sombrío son relegados en el fondo de la mitología helénica-, al panteísmo sucede el politeísmo. El Olimpo, imagen de la federación de las ciudades griegas, es una especie de república muy débilmente gobernada por el padre de los dioses, Júpiter, que obedece él mismo los decretos del destino.
El destino es impersonal; es la fatalidad misma, la fuerza irresistible de las cosas, ante la cual debe plegarse todo, hombres y dioses. Por lo demás, entre esos dioses, creados por los poetas, ninguno es absoluto; cada uno representa sólo un aspecto, una parte, sea del hombre, sea de la naturaleza en general, sin cesar sin embargo de ser por eso seres concretos y vivos. Se completan mutuamente y forman un conjunto muy vivo, muy gracioso y sobre todo muy humano.
Nada de sombrío en esa religión, cuya teología fue inventada por los poetas, añadiendo cada cual libremente algún dios o alguna diosa nuevos, según las necesidades de las ciudades griegas, cada una de las cuales se honraba con su divinidad tutelar, representante de su espíritu colectivo. Esa fue la religión, no de los individuos, sino de la colectividad de los ciudadanos de tantas patrias restringidas y (la primera parte de una palabra ilegible)...mente libres, asociadas por otra parte entre sí más o menos por una especie de federación imperfectamente organizada y muy (una palabra ilegible).
De todos los cultos religiosos que nos muestra la historia, ese fue ciertamente el menos teológico, el menos serio, el menos divino y a causa de eso mismo el menos malhechor, el que obstaculizó menos el libre desenvolvimiento de la sociedad humana. La sola pluralidad de los dioses más o menos iguales en potencia era una garantía contra el absolutismo; perseguido por unos, se podía buscar la protección de los otros y el mal causado por un dios encontraba su compensación en el bien producido por otro. No existía, pues, en la mitología griega esa contradicción lógica y moralmente monstruosa, del bien y del mal, de la belleza y la fealdad, de la bondad y la maldad, del amor y el odio concentrados en una sola y misma persona, como sucede fatalmente en el dios del monoteísmo.
Esa monstruosidad la encontramos por completo activa en el dios de los judíos y de los cristianos. Era una consecuencia necesaria de la unidad divina; y, en efecto, una vez admitida esa unidad, ¿cómo explicar la coexistencia del bien y del mal? Los antiguos persas habían imaginado al menos dos dioses: uno, el de la luz y del bien, Ormuzd; el otro, el del mal y de las tinieblas, Ahriman; entonces era natural que se combatieran, como se combaten el bien y el mal y triunfan sucesivamente en la naturaleza y en la sociedad. Pero, ¿cómo explicar que un solo y mismo dios, omnipotente, todo verdad, amor, belleza, haya podido dar nacimiento al mal, al odio, a la fealdad, a la mentira?
Para resolver esta contradicción, los teólogos judíos y cristianos han recurrido a las invenciones más repulsivas y más insensatas. Primeramente atribuyeron todo el mal a Satanás. Pero Satanás, ¿de dónde procede? ¿Es, como Ahriman, el igual de dios? De ningún modo; como el resto de la creación, es obra de dios. Por consiguiente, ese dios fue el que engendró el mal. No, responden los teólogos; Satanás fue primero un ángel de luz y desde su rebelión contra dios se volvió ángel de las tinieblas. Pero si la rebelión es un mal –lo que está muy sujeto a caución, y nosotros creemos al contrario que es un bien, puesto que sin ella no habría habido nunca emancipación social-, si constituye un crimen, ¿quién ha creado la posibilidad de ese mal? Dios, sin duda, os responderán aun los mismos teólogos, pero no hizo posible el mal más que para dejar a los ángeles y a los hombres el libre arbitrio. ¿Y qué es el libre arbitrio? Es la facultad de elegir entre el bien y el mal, y decidir espontáneamente sea por uno sea por otro. Pero para que los ángeles y los hombres hayan podido elegir el mal, para que hayan podido decidirse por el mal, es preciso que el mal haya existido independientemente de ellos, ¿y quién ha podido darle esa existencia, sino dios?
También pretenden los teólogos que, después de la caída de Satanás, que precedió a la del hombre, dios, sin duda esclarecido por esa experiencia, no queriendo que otros ángeles siguieran el ejemplo de Satanás les privó del libre arbitrio, no dejándoles mas que la facultad del bien, de suerte que en lo sucesivo son forzosamente virtuosos y no se imaginan otra felicidad que la de servir eternamente como criados a ese terrible señor.
Pero parece que dios no ha sido suficientemente esclarecido por su primera experiencia, puesto que, después de la caída de Satanás, creó al hombre y, por ceguera o maldad, no dejó de concederle ese don fatal del libre arbitrio que perdió a Satanás y que debía perderlo también a él.
La caída del hombre, tanto como la de Satanás, era fatal, puesto que había sido determinada desde la eternidad en la presciencia divina. Por lo demás, sin remontar tan alto, nos permitiremos observar que la simple experiencia de un honesto padre de familia habría debido impedir al buen dios someter a esos desgraciados primeros hombres a la famosa tentación. El más simple padre de familia sabe muy bien que basta que se impida a los niños tocar una cosa para que un instinto de curiosidad invencible los fuerce absolutamente a tocarla. Por tanto, si ama a los hijos y si es realmente justo y bueno, les ahorrará esa prueba tan inútil como cruel.
Dios no tuvo ni esa razón ni esa bondad, ni esa (una palabra ilegible) y aunque supiese de antemano que Adán y Eva debían sucumbir a la tentación, en cuanto se cometió ese pecado, helo ahí que se deja llevar por un furor verdaderamente divino. No se contenta con maldecir a los desgraciados desobedientes, maldice a toda su descendencia hasta el fin de los siglos, condenando a los tormentos del infierno a millares de hombres que eran evidentemente inocentes, puesto que ni siquiera habían nacido cuando se cometió el pecado. No se contentó con maldecir a los hombres, maldijo con ellos a toda la naturaleza, su propia creación, que había encontrado él mismo tan bien hecha.
Si un padre de familia hubiese obrado de ese modo, ¿no se le habría declarado loco de atar? ¿Cómo se han atrevido los teólogos a atribuir a su dios lo que habrían considerado absurdo, cruel (una palabra ilegible), anormal de parte de un hombre? ¡Ah, es que han tenido necesidad de ese absurdo! ¿Cómo, si no, habrían podido explicar la existencia del mal en este mundo que debía haber salido perfecto de manos de un obrero tan perfecto, de este mundo creado por dios mismo?
Pero, una vez admitida la caída, todas las dificultades se allanan y se explican. Lo pretenden al menos. La naturaleza, primero perfecta, se vuelve de repente imperfecta, toda la máquina se descompone; a la armonía primitiva sucede el choque desordenado de las fuerzas; la paz que reinaba al principio entre todas las especies de animales, deja el puesto a esa carnicería espantosa, al devoramiento mutuo; y el hombre, el rey de la naturaleza, la sobrepasa en ferocidad. La tierra se convierte en el valle de sangre y de lágrimas, y la ley de Darwin –la lucha despiadada por la existencia- triunfa en la naturaleza y en la sociedad. El mal desborda sobre el bien, Satanás ahoga a dios.
Y una inepcia semejante, una fábula tan ridícula, repulsiva, monstruosa, ha podido ser seriamente repetida por grandes doctores en teologías durante más de quince siglos, ¿qué digo?, lo es todavía; más que eso, es oficialmente, obligatoriamente enseñada en todas las escuelas de Europa. ¿Qué hay que pensar, pues, después de eso de la especie humana? ¿Y no tienen mil veces razón los que pretenden que traicionamos aun hoy mismo nuestro próximo parentesco con el gorila?
Pero el espíritu (una palabra ilegible) de los teólogos cristianos no se detiene en eso. En la caída del hombre y en sus consecuencias desastrosas, tanto por su naturaleza como por sí mismo, han adorado la manifestación de la justicia divina. Después han recordado que dios no sólo era la justicia, sino que era también el amor absoluto y, para conciliar uno con otro, he aquí lo que inventaron:
Después de haber dejado esa pobre humanidad durante millares de años bajo el golpe de su terrible maldición, que tuvo por consecuencia la condena de algunos millares de seres humanos a la tortura eterna, sintió despertarse el amor en su seno, ¿y que hizo? ¿Retiró del infierno a los desdichados torturados? No, de ningún modo; eso hubiese sido contrario a su eterna justicia. Pero tenía un hijo único; cómo y por qué lo tenía, es uno de esos misterios profundos que los teólogos, que se lo dieron, declaran impenetrable, lo que es una manera naturalmente cómoda para salir del asunto y resolver todas las dificultades. Por tanto, ese padre lleno de amor, en su suprema sabiduría, decide enviar a su hijo único a la tierra, a fin de que se haga matar por los hombres, para salvar, no las generaciones pasadas, ni siquiera las del porvenir, sino, entre las últimas, como lo declara el Evangelio mismo y como lo repiten cada día tanto la iglesia católica como los protestantes, sólo un número muy pequeño de elegidos.
Y ahora la carrera está abierta; es, como lo dijimos antes, una especie de carrera de apuesta, un sálvese el que pueda, por la salvación del alma. Aquí los católicos y los protestantes se dividen: los primeros pretenden que no se entra en el paraíso más que con el permiso especial del padre santo, el papa; los protestantes afirman, por su parte, que la gracia directa e inmediata del buen dios es la única que abre las puertas. Esta grave disputa continúa aún hoy; nosotros no nos mezclamos en ella.
Resumamos en pocas palabras la doctrina cristiana:
Hay un dios, ser absoluto, eterno, infinito, omnipotente; es la omnisapiencia, la verdad, la justicia, la belleza y la felicidad, el amor y el bien absolutos. En él todo es infinitamente grande, fuera de él está la nada. Es, en fin de cuentas, el ser supremo, el ser único.
Pero he aquí que de la nada –que por eso mismo parece haber tenido una existencia aparte, fuera de él, lo que implica una contradicción y un absurdo, puesto que si dios existe en todas partes y llena con su ser el espacio infinito, nada, ni la misma nada puede existir fuera de él, lo que hace creer que la nada de que nos habla la Biblia estuviese en dios, es decir que el ser divino mismo fuese la nada-, dios creó el mundo.
Aquí se plantea por sí misma una cuestión. La creación, ¿fue realizada desde la eternidad o bien en un momento dado de la eternidad? En el primer caso, es eterna como dios mismo y no pudo haber sido creada ni por dios ni por nadie; porque la idea de la creación implica la precedencia del creador a la criatura. Como todas las ideas teológicas, la idea de la creación es una idea por completo humana, tomada en la práctica de la humana sociedad. Así, el relojero crea un reloj, el arquitecto una casa, etc. En todos estos casos el productor existe al crear (?) el producto; fuera del producto, y es eso lo que constituye esencialmente la imperfección, el carácter relativo y por decirlo así dependiente tanto del productor como del producto.
Pero la teología, como hace por lo demás siempre, ha tomado esa idea y ese hecho completamente humanos de la producción y al aplicarlos a su dios, al extenderlos hasta el infinito y al hacerlos salir por eso mismo de sus proporciones naturales, ha formado una fantasía tan monstruosa como absurda.
Por consiguiente, si la creación es eterna, no es creación. El mundo no ha sido creado por dios, por tanto tiene una existencia y un desenvolvimiento independientes de él –la eternidad del mundo es la negación de dios mismo- pues dios era esencialmente el dios creador.
Por tanto, el mundo no es eterno; hubo una época en la eternidad en que no existía. En consecuencia, pasó toda una eternidad durante la cual dios absoluto, omnipotente, infinito, no fue un dios creador, o no lo fue más que en potencia, no en el hecho.
¿Por qué no lo fue? ¿Es por capricho de su parte, o bien tenía necesidad de desarrollarse para llegar a la vez a potencia efectiva creadora?
Esos son misterios insondables, dicen los teólogos. Son absurdos imaginados por vosotros mismos, les respondemos nosotros. Comenzáis por inventar el absurdo, después nos lo imponéis como un misterio divino, insondable y tanto más profundo cuanto más absurdo es.
Es siempre el mismo procedimiento: Credo quia adsurdum.
Otra cuestión: la creación, tal como salió de las manos de dios, ¿fue perfecta? Si no lo fu, no podía ser creación de dios, porque el obrero, es el evangelio mismo el que lo dice, se juzga según el grado de perfección de su obra. Una creación imperfecta supondría necesariamente un creador imperfecto. Por tanto, la creación fue perfecta.
Pero si lo fue, no pudo haber sido creada por nadie, porque la idea de la creación absoluta excluye toda idea de dependencia o de relación. Fuera de ella no podría existir nada. Si el mundo es perfecto, dios no puede existir.
La creación, responderán los teólogos, fue seguramente perfecta, pero sólo por relación, a todo lo que la naturaleza o los hombres pueden producir, no por relación a dios. Fue perfecta, sin duda, pero no perfecta como dios.
Les responderemos de nuevo que la idea de perfección no admite grados, como no los admiten ni la idea de infinito ni la de absoluto. No puede tratarse de más o menos. La perfección es una. Por tanto, si la creación fue menos perfecta que el creador, fue imperfecta. Y entonces volveremos a decir que dios, creador de un mundo imperfecto, no es más que un creador imperfecto, lo que equivaldría a la negación de dios.
Se ve que de todas maneras, la existencia de dios es incompatible con la del mundo. Si existe el mundo, dios no puede existir. Pasemos a otra cosa.
Ese dios perfecto crea un mundo más o menos imperfecto. Lo crea en un momento dado de la eternidad, por capricho y sin duda para combatir el hastío de su majestuosa soledad. De otro modo, ¿para qué lo habría creado? Misterios insondables, nos gritarán los teólogos. Tonterías insoportables, les responderemos nosotros.
Pero la Biblia misma nos explica los motivos de la creación. Dios es un ser esencialmente vanidoso, ha creado el cielo y la tierra para ser adorado y alabado por ellos. Otros pretenden que la creación fue el efecto de su amor infinito. ¿Hacia quién? ¿Hacia un mundo, hacia seres que no existían, o que no existían al principio más que en su idea, es decir, siempre para él?