martes, 20 de abril de 2010

Petróleo y civilización


Creo que a esta altura, todos y todas comprendemos que esta civilización altamente industrializada en la que vivimos hace uso y abuso del petróleo y sus respectivos derivados en tanto combustible de gran parte de la maquinaria y accesorios que día a día utilizamos. Creo también, que manejamos cierta noción respecto a que toda esta estructura de mecanización de nuestros ciclos de vida sostenidas en el combustible fósil se traduce, precisamente, en la depredación a mansalva de este elemento de nuestro medioambiente que no es renovable y se dirige a su agotamiento global. Todo esto sin perder de vista que su consumo y procesamiento arroja infinidad de residuos tóxicos que contaminan y dañan severamente la atmósfera.

Sin embargo, a veces pareciera que nos percibiésemos que el petróleo se nos presenta en infinidad de aspectos cotidianos más allá que como combustible: envases, envoltorios, recipientes, indumentarias, aparatos y herramientas, entre un enorme abanico de posibilidades. No se trata de exponer un catálogo petrolífero, sino en reflexionar sobre el basamento de nuestra civilización. Es que esta sociedad del capitalismo globalizado, orientada a la producción de mercancías y al consumo desenfrenado, se hace insostenible sin el petróleo. De hecho, podemos pensar que el desarrollo tecnológico y la industrialización pesada, aliadas obviamente al modo de producción capitalista imperante, son prácticamente imposibles sin la existencia en grandes cantidades de petróleo como molde, contención y parámetro de casi todo lo que nos rodea.

Así las cosas, y a medida que avanzamos a su agotamiento planetario, esta lógica de desarrollo consumista lineal significa un camino directo al colapso civilizatorio, en tanto inevitable desaparición de las condiciones de posibilidad de su reproducción. En tanto aumente su escasez, la connivencia de intereses entre petroleras, grandes industrias e intereses financieros se constituyen un polo de concentración económico, y por ende político. Las guerras y las invasiones de las últimas décadas sobre los países donde se encuentran las principales reservas son testimonio de ello.

Acotándonos a nuestro plano local, no es irracional pensar, entonces, que estas alianzas de poder económico y político ignoren, invisibilicen y avancen por sobre las necesidades y reclamos de vecindarios, comunidades y ciudades que se encuentran en las cercanías de pozos o plantas de procesamiento. Lo más preocupante, es que acarreamos como herencia una lógica que supone la necesidad de desarrollo industrial para suponer la posibilidad de autonomía de nuestros países, y que torna a las administraciones locales de esta lógica productiva.

Es en este sentido que, tanto los gobiernos, como los partidos políticos, medios masivos de comunicación, intelectuales y otros actores sociales no realizan una crítica o un rechazo de esta matriz, tornándose en cómplices directos o indirectos del problema.

Mientras no seamos capaces de cuestionar el desarrollo consumista que se sustenta en la matriz de producción industrial, difícil será de poder articular perspectivas que restrinjan y limiten el alcance empresarial de las corporaciones petroleras en pos de las necesidades e inquietudes de las diversas comunidades. Sino, no haremos más que poner parches y curitas para una herida cada vez mayor.

Xaby

Para El Peso del Rocío (FM La Tribu)
Centro de Producciones Radiofónicas – http://www.ceppas.org

Sobre las UAC


¿Que implicancias y que reflexiones se merece el tema de las UAC?

¿Acaso se trata de un fenómeno aislado protagonizado por algunos sujetos que no encuentran modos de canalizar sus problemas sociales? ¿Se trata de nuevas formas de participación ciudadana, frente a décadas de desatención y aislamiento gubernamental? ¿Es acaso una forma más eficaz y directa de intervenir frente a los atropellos y abusos por parte de mineras, organizaciones multinacionales y otras industrias extractivas y contaminantes?

Es posible que haya un poco de todo esto, y sin embargo cada Asamblea es exponente de un conflicto local diferente. Así que aquí exponemos un par de reflexiones al respecto.

Existe una extraña idea en asimilar que el fenómeno de las UAC tiene que ver con lo acontecido a partir de la movilización popular de 2001, el surgimiento de las empresas recuperadas, y lo que en aquel momento se denomino como Asambleas Ciudadanas, por lo menos para Buenos Aires.

Sin embargo, hay diferencias sustanciales: las UAC evidentemente exponen y ponen en disputa nuevas formas de intervención, más directas y en conflicto más frontal, que las clásicas formas institucionalmente aceptadas, esto es, la acción de algún ministerio, secretaria o partido político. Las UAC normalmente exceden marcos de clase, edad o género, cohesionando grupos en base a intereses que se relacionan directamente con la recuperación del concepto de comunidad: un espacio social y físico habitado y transitado por diversos sujetos, que más allá de sus respectivas particularidades, comprenden que la ecología, la salud, el acceso a la tierra o el derecho a la recuperación de una identidad o de lugares ancestrales, entre tantos otros, son objetivos dignos de una intervención colectiva.

Ya es sabido cuantos intentos se hacen desde gobiernos, funcionarios, empresas y corporaciones por asimilar, dispersar y disuadir a estos espacios que no se subsumen a las actuales lógicas de reproducción del capital y de imposición por parte de los sectores dominantes. Sin embargo, esto quizás también merezca otras reflexiones por parte de sus protagonistas, en tanto atreverse a pensar cómo, de una lucha o conflicto en el que la comunidad interviene, podrían atreverse a relacionarse y comprometerse en otros.

Las lógicas del miedo, la desmovilización y el desinterés son constantemente fomentadas desde arriba. Y más allá de sus esfuerzos por lograrlo, siempre es posible encontrar esfuerzos y atisbos por luchar por algo mejor. Las UAC, pese a sus limitaciones temporales, operativas y organizacionales (en algunos casos), sin embargo están aportando a la construcción de nuevas prácticas y de nuevos imaginarios, que quizás posibiliten una verdadera conciencia de participación y compromiso popular.

Ese es hoy, uno de los desafíos abiertos, y al cual no deberíamos ser ajenos.

Xaby

Para El Peso del Rocío (FM La Tribu)

Centro de Producciones Radiofónicas – http://www.ceppas.org

miércoles, 24 de marzo de 2010

34 años de miedo y terror


34 años han pasado ya desde el momento en que se instaurase físicamente la última dictadura militar, la que secuestró y asesinó a mas de 30.000 trabajadores y trabajadoras; estudiantes secundarias y militantes universitarios; madres y padres de familia; deportistas y curas párrocos; médicas, profesores y abogados; campesinos, pobres y desocupados en general, entre tantos y tantas que hoy no están con nosotros y nosotras.
Un proceso de exterminio que buscó desmantelar todo un tejido social y un proyecto inclusivo, en pos de otro que fuese la continuación histórica de aquel que siempre alentaron los sectores más privilegiados, esos mismos que siempre pensaron a un país y una sociedad con forma de una pequeña quinta que les redituase beneficios y ganancias, la de la miseria de muchos y muchas para el goce y disfrute de unos pocos y pocas.
Hablamos así, de la consolidación no solo de un modelo productivo subordinado y extractivo, sino también de un viejo anhelo presente históricamente en las distintas castas dirigentes. Hablamos, precisamente, de un modelo social y político restringido, ese que estaba presente desde el final de las guerras de independencia, que tomó forma de proyecto con Alberdi, que siguió luego con la consolidación institucional de Sarmiento y Mitre, y corporizó su forma genocida con Roca y el exterminio originario. El anhelo de dominio, control y docilización social presente en los gobiernos patronales de principios de siglo XX, y las dictaduras que van de Uriburu y Justo hasta la de Lanusse, y que toma finalmente la forma de maquinaria fascista de exterminio con la dictadura de Videla y cía., marcando el final de una etapa de nuestra historia, estableciendo precisamente el marco económico, político y social que vivimos y sufrimos hoy en día.
Sin embargo, nos encontramos en 2010. Nos encontramos en una época vertiginosa, en donde los flujos de información imponen minuto a minuto modas, discursos y personajes mediáticos que llenan las radios y pantallas con políticos que actúan como actores, y actores que opinan como políticos. Es la época de la información devenida mercancía, elaborada con precisión para llenar la atmósfera de ningún contenido. Es la época de la muerte de las ideas, y de la ausencia de las ideologías, en donde lo individual se impone a lo público; en donde el beneficio personal se impone al interés colectivo, y en donde la apatía se fomenta con fervor. Es la época en que los que protestan en las calles y las rutas por mejores condiciones de vida son terroristas.
Pero allí radica precisamente el contenido de la herencia más pesada de esa dictadura del ´76. El miedo, el terror, el pánico… Donde antes había risas y personas, hoy encontramos silencio y ausencias; donde antes existía la solidaridad y la amistad, hoy impera el egoísmo y el “sálvese quien pueda”; donde antes había lazos sociales y comunidades, hoy encontramos miseria, narcotráfico y explotación. La sociedad argentina, que siempre ha sido blanco de esos intereses concentrados, hoy finalmente se despliega como lo que es: la sociedad del gatillo fácil y la represión; la sociedad elitista que se ve a si misma como enemiga, y que duda de lo que se encuentra a su alrededor. La sociedad aterrada de si misma.
No se trata simplemente de recordar esta fecha como un fetiche político o un aniversario familiar militante. Se trata de pensar de una vez nuestra historia y nuestro destino como sociedad. Hay debates sobre el pasado que nunca se han dado, y reflexiones que aún se adeudan. No es posible edificar una sociedad mas justa mientras las calles y las paredes aún están manchadas con sangre popular. No hay chances de construir otra historia mientras el Estado y sus instituciones sigan representando a los sectores que fomentaron la muerte, y los asesinos y sus cómplices transitan alegremente por las calles en compañía de sus familias. No tiene objeto seguir amparando a empresarios y corporaciones que sigan generando ganancias a costa del sufrimiento y la sangre subalterna.
Producir proyectos y propuestas para una sociedad diferente debería ser la premisa en estos momentos en que se agitan fantasmas históricos con la construcción discursiva de un bicentenario que parece ser el marco que diluye el pasado y convierte todo lo acontecido en una suerte de lógica lineal que inevitablemente debía llevarnos a esto, y que encima lo presenta como un logro colectivo. Participar e intervenir son la forma de generar conciencia para cambiar lo existente.
Un pasado que no ha sido reflexionado, nunca nos permitirá pensar un proyecto social futuro inclusivo y más justo, en donde la miseria, la exclusión y la muerte constituyan un mal recuerdo.
Compromiso y acción son, precisamente, la principal manera de romper con esta sociedad aterrada que vivimos y habitamos. Revolvernos de encima lo duro de nuestro pasado, no significa tapar las cicatrices que arrastramos, sino que seamos capaces de observarlas, para pensar algo diferente.

(de)Construir – Pensamiento Libertario Periférico
revistadeconstruir@gmail.com
http://deconstruir.tk

viernes, 30 de octubre de 2009

Cornelius Castoriadis - Poder, Política, Autonomía



El autodespliegue del imaginario radical como sociedad y como historia -como lo socialhistórico- sólo se hace, y no puede dejar de hacerse, en y por las dos dimensiones del instituyente y de lo instituido. La institución, en el sentido fundador, es una creación originaria del campo social-histórico –del colectivo-anónimo- que sobrepasa, como eidos, toda “producción” posible de los individuos o de la subjetividad. El individuo -y los individuos- es institución, institución de una vez por todas e institución cada vez distinta en cada distinta sociedad. Es el polo cada vez específico de la imputación y de la atribución social establecidos según normas, sin las cuales no puede haber sociedad.

La subjetividad, como instancia reflexiva y deliberante (como pensamiento y voluntad) es proyecto social histórico, pues el origen (acaecido dos veces, en Grecia y en Europa Occidental, bajo modalidades diferentes) es datadle y localizable. En el núcleo de las dos, la mónada psíquica, irreductible a lo social-histórico, pero formable por éste casi ilimitadamente a condición de que la institución satisfaga algunos requisitos mínimos de la psique. El principal entre todos: nutrir a la psique de sentido diurno, lo cual se efectúa forzando e induciendo al ser humano singular, a través de un aprendizaje que empieza desde su nacimiento y que va robusteciendo su vida, invistiendo y dando sentido para sí a las partes emergidas del magma de significaciones imaginarias sociales instituidas cada vez por la sociedad y que son las que comparte con sus propias instituciones particulares.

Resulta evidente que lo social-histórico sobrepasa infinitamente toda “inter-subjetividad”. Este término viene a ser la hoja de parra que no logra cubrir la desnudez del pensamiento heredado a este respecto, la evidencia de su incapacidad para concebir lo social-histórico como tal. La sociedad no es reducible a la “intersubjetividad”, no es un cara-a-cara indefinidamente múltiple, pues el cara-a-cara o el espalda-a-espalda sólo pueden tener lugar entre sujetos ya socializados. Ninguna “cooperación” de sujetos sabría crear el lenguaje, por ejemplo. Y una asamblea de inconscientes nucleares sería imaginariamente más abstrusa que la peor sala de locos furiosos de un manicomio. La sociedad, en tanto que de siempre ya instituida, es auto-creación y capacidad de auto-alteración, obra del imaginario radical como instituyente
que se autoconstituye como sociedad constituida e imaginario social cada vez particularizado.

El individuo como tal no es, por lo tanto, “contingente” relativamente a la sociedad. Concretamente, la sociedad no es más que una mediación de encarnación y de incorporación fragmentaria y complementaria, de su institución y de sus significaciones imaginarias, por los individuos vivos, que hablan y se mueven. La sociedad ateniense no es otra cosa que los atenienses, sin los cuales no es más que restos de un paisaje trabajado, restos de mármol y de ánforas, de inscripciones indescifrables, estatuas salvadas de las aguas en alguna parte del Mediterráneo-, pero los atenienses son sólo atenienses por el nomos de las polis. En esta relación entre una sociedad instituida que sobrepasa infinitamente la totalidad de los individuos que la “componen”, pero no puede ser efectivamente más que en estado “realizado” en los individuos que ella fabrica, y en estos individuos puede verse un tipo de relación inédita y original, imposible de pensar bajo las categorías del todo y las partes, del conjunto y los elementos, de lo universal y lo particular, etc. Creándose, la sociedad crea al individuo y los individuos en y por los cuales sólo puede ser efectivamente. Pero la sociedad no es una propiedad de composición, ni un todo conteniendo otra cosa y algo más que sus partes -no sería más que por ello que sus “partes” son llamadas al ser, y a “ser así”, por ese “todo” que, en consecuencia, no puede ser más que por ellas, en un tipo de relación sin analogía en ningún otro lugar, que debe ser pensada por “ella misma”, a partir de “ella misma” como modelo de “sí misma”.

Pero a partir de aquí hay que ser muy precavidos. Se habría apenas avanzado (como algunos creen) diciendo: la sociedad hace los individuos que hacen la sociedad. La sociedad es obra del imaginario instituyente. Los individuos están hechos por la sociedad, al mismo tiempo que hacen y rehacen cada vez la sociedad instituida: en un sentido, ellos sí son sociedad. Los dos polos irreductibles son el imaginario, radical instituyente -el campo de creación sociohistórico-, por una parte, y la psique singular, por otra. A partir de la psique, la sociedad instituida hace cada vez a los individuos -que como tales, no pueden hacer más que la sociedad que les ha hecho-. Lo cual no es más que la imaginación radical de la psique que llega a transpirar a través de los estratos sucesivos de la coraza social que es el individuo, que la recubre y penetra hasta un cierto punto -límite insondable, ya que se da una acción de vuelta del ser humano singular sobre la sociedad-.

Nótese de entrada que una tal acción es rarísima y en todo caso imperceptible en la casi totalidad de las sociedades, donde reina la heteronomía instituida, y donde aparte del abanico de roles sociales predefinidos, las únicas vías de manifestación reparable de la psique singular son la transgresión y la patología. Sucede de manera distinta en aquellas sociedades donde la ruptura de la heteronomía completa permite una verdadera individualización del individuo, y donde la imaginación radical de la psique singular puede a la vez encontrar o crear los medios sociales de una expresión pública original y contribuir a la auto-alteración del mundo social. La institución y las significaciones imaginarias que lleva consigo y que la animan son creaciones de un mundo, el mundo de la sociedad dada, que se instaura desde el principio en la articulación entre un mundo “natural” y “sobre-natural” -más comúnmente “extra-social” y “mundo humano” propiamente dicho. Esta articulación puede ir desde la casi fusión imaginaria hasta la voluntad de separación más rotunda; desde la puesta de la sociedad al servicio del orden cósmico o de Dios hasta el delirio más extremo de dominación y enseñoramiento sobre la naturaleza. Pero, en todos los casos, la “naturaleza” como la “sobre-naturaleza”, son cada vez instituidas, en su propio sentido como tal y en sus innombrables articulaciones, y esta articulación contempla relaciones múltiples y cruzadas con las articulaciones de la sociedad misma instauradas cada vez por su institución. Creándose como eidos cada vez singular (las influencias, transmisiones históricas, continuidades, similitudes, etc., ciertamente existen y son enormes, como las preguntas que suscitan, pero no modifican en nada la situación principal y no pueden evitar la presente discusión), la sociedad se despliega en una multiplicidad de formas organizativas y organizadas. Se despliega, de entrada, como creación de un espacio y de un tiempo (de una espacialidad y de una temporalidad) que le son propias, pobladas de una cáfila de objetos “naturales”. “sobrenaturales” y “humanos”, vinculados por relaciones establecidas en cada ocasión por la sociedad, consideradas y sostenidas siempre sobre una propiedades inmanentes del ser-así del mundo. Pero estas propiedades son re-creadas, elegidas, filtradas, puestas en relación y sobre todo: dotadas de sentido por la institución y las significaciones imaginarias de la sociedad dada.

El discurso general sobre estas articulaciones, trivialidades dejadas de lado, es casi imposible, son cada vez obra de la sociedad considerada como tal, impregnada de sus significaciones imaginarias.

La “materialidad”, la “concretud” de tal o cual institución puede aparecer como idéntica o marcadamente similar entre dos sociedades, pero la inmersión, en cada ocasión, de esta aparente identidad material en un magma distinto de diferentes significaciones, es suficiente para alterarla en su efectividad social-histórica (así sucede con la escritura, con el mismo alfabeto, en Atenas el 450 a.C. y en Constantinopla en el 750 de nuestra era). La constatación de la existencia de universales a través de las sociedades -lenguaje, producción de la vida material, organización de la vida sexual y de la reproducción, normas y valores, etc.- está lejos de poder fundar una “teoría cualquiera de la sociedad y de la historia-. En efecto, no se puede negar en el interior de estas universales “formales” la existencia de otras universales más específicas: así, en lo que hace referencia al lenguaje, ciertas leyes fonológicas. Pero precisamente -como la escritura con el mismo alfabeto- estas leyes sólo conciernen a los límites del ser de la sociedad, que se despliega como sentido y significación. En el momento en que se trata de las “universales”, “gramaticales” o “sintácticas”, se encuentran preguntas mucho más temibles. Por ejemplo, la empresa de Chomsky debe enfrentarse a este dilema imposible: o bien las formas gramaticales (sintácticas) son totalmente indiferentes en cuanto al sentido enunciado del que todo traductor conoce lo absurdo del mismo; o bien estos contienen desde el primer lenguaje humano, y no se sabe cómo, todas las significaciones que aparecerán para siempre en la historia -lo cual comporta una pesada e ingenua metafísica de la historia. Decir que, en todo lenguaje debe ser posible expresar la idea “John ha dado una manzana a Mary” es correcto, pero tristemente insuficiente.

Uno de los universales que podemos “deducir” de la idea de sociedad, una vez que sabemos qué es una sociedad y qué es la psique, concierne a la validez efectiva (Geltung), positiva (en el sentido del “derecho positivo”) del inmenso edificio instituido. ¿Qué sucede para que la institución y las instituciones (lenguajes, definición de la “realidad” y de la “verdad”, maneras de hacer, trabajo, regulación sexual, permisión / prohibición, llamadas a dar la vida por la tribu o por la nación, casi siempre acogida con entusiasmo) se impongan a la psique, por esencia radicalmente rebelde a todo este pesado fárrago, que cuanto más lo perciba más repugnante le resultará? Dos vertientes se nos muestran para abordar la cuestión: la psíquica y la social.

Desde el punto de vista psíquico la fabricación social del individuo es un proceso histórico a través del cual la psiquis es constreñida (sea de una manera brutal o suave, es siempre por un acto que violenta su propia naturaleza) a abandonar (nunca totalmente, pero lo suficiente en cuanto necesidad / uso social) sus objetos y su mundo inicial y a investir unos objetos, un mundo, unas reglas que están socialmente instituidas. En esto consiste el verdadero sentido del proceso de sublimación. El requisito mínimo para que el proceso pueda desarrollarse es que la institución ofrezca a la psique un sentido -otro tipo de sentido que el protosentido de la mónada psíquica-. El individuo social que constituye así interiorizando el mundo y las significaciones creadas por la sociedad -interiorizando de este modo explícitamente fragmentos importantes e implícitamente su totalidad virtual por los “re-envíos” interminables que ligan magmáticamente cada fragmento de este mundo a los otros.

La vertiente social de este proceso es el conjunto de las instituciones que impregnan constantemente al ser humano desde su nacimiento, y en destacado primer lugar el otro social, generalmente pero no ineluctablemente la madre, (que toma conciencia de sí estando ya ella misma socializada de una manera determinada), y el lenguaje que hable ese otro. Desde una perspectiva más abstracta, se trata de la “parte” de todas las instituciones que tiende a la escolarización, al pupilaje, a la educación de los recién llegados –lo que los griegos denominan paideia: familia, ritos, escuela, costumbre y leyes, etc.

La validez efectiva de las instituciones está así asegurada de entrada y antes que nada por el proceso mismo mediante el cual el pequeño monstruo chillón se convierte en un individuo social. Y no puede convertirse en tal más que en la medida en que ha interiorizado el proceso.
Si definimos como poder la capacidad de una instancia cualquiera (personal o impersonal) de llevar a alguno (o algunos-unos) a hacer (o no hacer) lo que, a sí mismo, no habría necesariamente (o habría hecho quizá) es evidente que el mayor poder concebible es el de preformar a alguien de suerte que por sí mismo haga lo que se quería que hiciese sin necesidad de dominación (Herrschaft) o de poder explícito para llevarlo a... Resulta evidente que esto crea para el sujeto sometido a esa formación, a la vez la apariencia de la “espontaneidad” más completa y en la realidad estamos ante la heteronomía más total posible. En relación a este poder absoluto, todo poder explícito y toda dominación son deficientes y testimonian una caída irreversible. (En adelante hablaré de poder explícito; el término dominación debe ser reservado a situaciones social-históricas específicas, esas en las que se ha instituido una división asimétrica y antagónica del cuerpo social).

Anterior a todo poder explícito y, mucho más, anterior a toda “dominación”, la institución de la sociedad ejerce un infra-poder radical sobre todos los individuos que produce. Este infra-poder, manifestación y dimensión del poder instituyente del imaginario radical- no es localizable. Nunca es solo el de un individuo o una instancia determinada. Es “ejercido” por la sociedad instituida, pero detrás de ésta se halla la sociedad instituyente, “y desde que la institución se establece, lo social instituyente se sustrae, se distancia, está ya aparte”. A su alrededor la sociedad instituyente, por radical que sea su creación, trabaja siempre a partir y sobre lo ya constituido, se halla siempre -salvo por un punto inaccesible en su origen- en la historia. La sociedad instituyente es, por un lado, inmensurable, pero también siempre retoma lo ya dado, siguiendo las huellas de una herencia, y tampoco entonces se sabría fijar sus límites. Es pues, en cierto sentido, el poder del campo histórico-social mismo, el poder de autis, de Nadie.

La política tal y como ha sido creada por los griegos ha comportado la puesta en tela de juicio explícita de la institución establecida de la sociedad -lo que presuponía y esto se ve claramente afirmado en el siglo V, que al menos grandes partes de esta institución no tenían nada de “sagrado”, ni de “natural”, pero sustituyeron al nomos-. El movimiento democrático se acerca a lo que he denominado el poder explícito y tiende a reinstituirlo.

Tanto la política griega como la política kata ton orthon logon pueden ser definidas como la actividad colectiva explícita queriendo ser lúcida (reflexiva y deliberativa), dándose como objeto la institución de la sociedad como tal. Así pues, supone una puesta al día, ciertamente parcial, del instituyente en persona (dramáticamente, pero no de una manera exclusiva, ilustrada por los momentos de revolución). La creación de la política tiene lugar debido a que la institución dada de la sociedad es puesta en duda como tal y en su diferentes aspectos y dimensiones (lo que permite descubrir rápidamente, explicitar, pero también articular de una manera distinta la solidaridad), a partir de que una relación otra, inédita hasta entonces, se crea entre el instituyente y el instituido.

La política se sitúa pues de golpe, potencialmente, a un nivel a la vez radical y global, así como su vástago, la “filosofía política” clásica. Hemos dicho potencialmente ya que, como se sabe, muchas instituciones explícitas, y entre ellas, algunas que nos chocan particularmente (la esclavitud, el estatuto de las mujeres), en la práctica nunca fueron cuestionadas. Pero esta consideración no es pertinente. La creación de la democracia y de la filosofía es la creación del movimiento histórico en su origen, movimiento que se da desde el siglo VIII al siglo V, y que se acaba de hecho con el descalabro del 404.

La institución de la sociedad es considerada como obra humana (Demócrito, Mikros Diakosmos en la transmisión de Tzetzés). Al mismo tiempo los griegos supieron muy pronto que el ser humano será aquello que hagan los nomoi de la polis (claramente formulado por Simónides, la idea fue todavía respetada en varias ocasiones como una evidencia por Aristóteles). Sabían pues, que no existe ser humano que valga sin una polis que valga, que sea regida por el nomos apropiado. Es el descubrimiento de lo “arbitrario” del nomos al mismo tiempo que su dimensión constitutiva para el ser humano, individual y colectivo, lo que abre la discusión interminable sobre lo justo y lo injusto y sobre el “buen régimen”.

Es esta radicalidad y esta conciencia de la fabricación del individuo por la sociedad en la cual vive, lo que encontramos detrás de las obras filosóficas de la decadencia -del siglo IV, de Platón y de Aristóteles-, las dirige como una Selbstverstandlichkeit -y las alimenta-. No es de ninguna manera casualidad que el renacimiento de la vida política en Europa Occidental vaya unida, con relativa rapidez, a la reaparición de “utopías” radicales. Estas utopías
prueban, de entrada y antes que nada, esta conciencia: la institución es obra humana.

La creación por los griegos de la política y la filosofía es la primera aparición histórica del proyecto de autonomía colectiva e individual. Si queremos ser libres, debemos hacer nuestro nomos. Si queremos ser libres, nadie debe poder decirnos lo que debemos pensar.

Casi siempre y en todas partes las sociedades han vivido en la heteronomía instituida. En esta situación, la representación instituida de una fuente extra-social del nomos constituye una parte integrante. La negación de la dimensión instituyente de la sociedad, el recubrimiento del imaginario instituyente por el imaginario instituido va unido a la creación de individuos absolutamente conformados, que se viven y se piensan en la repetición.

La autonomía surge, como germen, desde que la pregunta explícita e ilimitada estalla, haciendo hincapié no sobre los “hechos” sino sobre las significaciones imaginarias sociales y su fundamento posible. Momento de la creación que inaugura, no sólo otro tipo de sociedad sino también otro tipo de individuos. Y digo bien germen, pues la autonomía, ya sea social o individual, es un proyecto. La aparición de la pregunta ilimitada crea un eidos histórico nuevo, -la reflexión en un sentido riguroso y amplio o autoreflexividad, así como el individuo que la encarna y las instituciones donde se instrumentaliza-. Lo que se pregunta, en el terreno social, es: ¿Son buenas nuestras leyes? ¿Son justas? ¿Qué leyes debemos hacer? Y en un plano individual: ¿Es verdad lo que pienso? ¿Cómo puedo saber si es verdad en el caso de que lo sea? El momento del nacimiento de la filosofía no es el de la aparición de la “pregunta por el ser”,
sino el de la aparición de la pregunta: ¿qué debemos pensar? (La “pregunta por el ser” no constituye mas que un momento; por otra parte, es planteada y resuelta a la vez en el Pentateuco, así como en la mayor parte de los libros sagrados). El momento del nacimiento de la democracia y de la política, no es el reino de la ley o del derecho, ni el de los “derechos del hombre”, ni siquiera el de la igualdad como tal de los ciudadanos: sino el de la aparición en el hacer efectivo de la colectividad en su puesta a tela de juicio de la ley. ¿Qué leyes debemos hacer? Es en este momento cuando nace la política y la libertad como social-históricamente efectiva. Nacimiento indisociable del de la filosofía (la ignorancia sistemática y de ningún modo accidental de esta indisociación es lo que falsea constantemente la mirada de Heidegger sobre los griegos así como sobre el resto).

Autonomía, auto-nomos, darse uno mismo sus leyes. Precisión apenas necesaria después de lo que hemos dicho sobre la heteronomía. Aparición de un eidos nuevo en la historia del ser: un
tipo de ser que se da a sí mismo, reflexivamente, sus leyes de ser. Esta autonomía no tiene nada que ver con la “autonomía” kantiana por múltiples razones, basta aquí con mencionar una: no se trata, para ella, de descubrir en una Razón inmutable una ley que se dará de una vez por todas -sino de interrogarse sobre la ley y sus fundamentos, y no quedarse fascinado por esta interrogación, sino hacer e instituir (así pues, decir)-. La autonomía es el actuar reflexivo de una razón que se crea en un movimiento sin fin, de una manera a la vez individual y social.

Llegamos a la política propiamente dicha y empezamos por el protéron pros hémas, para facilitar la comprensión: el individuo ¿En qué sentido un individuo puede ser autónomo? Esta pregunta tiene dos aspectos: interno y externo. El aspecto interno: en el núcleo del individuo se encuentra una psique (inconsciente, pulsional) que no se trata ni de eliminar ni de domesticar; ello no sería simplemente imposible, de hecho supondría matar al ser humano. Y el individuo en cada momento lleva consigo, en sí, una historia que no puede ni debe “eliminar”, ya que su reflexividad misma, su lucidez, son, de algún modo, el producto.

La autonomía del individuo consiste precisamente en que establece otra relación entre la instancia reflexiva y las demás instancias psíquicas, así como entre su presente y la historia mediante la cual él se hace tal como es, le permite escapar de la servidumbre de la repetición, de volver sobre sí mismo, de las razones de su pensamiento y de los motivos de sus actos, guiado por la intención de la verdad y la elucidación de su deseo. Que esta autonomía pueda efectivamente alterar el comportamiento del individuo (como sabemos que lo puede hacer), quiere decir que éste ha dejado de ser puro producto de su psique, de su historia, y de la institución que lo ha formado. Dicho de otro modo, la formación de una instancia reflexiva y deliberante, de la verdadera subjetividad, libera la imaginación radical del ser humano singular como fuente de creación y alteración, y le permite alcanzar una libertad efectiva, que presupone ciertamente la indeterminación del mundo psíquico y la permeabilidad en su seno, pero conlleva también el hecho de que el sentido simplemente dado deja de ser planteado (lo cual sucede siempre cuando se trata del mundo social-histórico), y existe elección del sentido no dictado con anterioridad. Dicho de otra manera una vez más, en el despliegue y la formación de este sentido, sea cual sea la fuente (imaginación radical creadora del ser singular o recepción de un sentido socialmente creado), la instancia reflexiva, una vez constituida, juega un rol activo y no predeterminado. A su alrededor, esto presupone también un mecanismo psíquico: ser autónomo implica que se le ha investido psíquicamente la libertad y la pretensión de verdad. Si ese no fuera el caso, no se comprendería por qué Kant, se esfuerza en las Críticas, en lugar de divertirse con otra cosa. Y este investimiento psíquico, -“determinación empírica”- no quita la eventual validez de las ideas contenidas en las Críticas ni la merecida admiración que nos produce el audaz anciano, ni al valor moral de su empresa. Porque desatiende todas estas consideraciones, la libertad de la filosofía heredada permanece como ficción, fantasma sin cuerpo, constructum sin interés “para nosotros, hambres distintos”, según la expresión obsesivamente repetida por el mismo Kant.

El aspecto externo nos sumerge de lleno en medio del océano social-histórico. Yo no puedo ser libre solo, ni en cualquier sociedad (ilusión de Descartes, que pretendió olvidar que él estaba sentado sobre veintidós siglos de preguntas y de dudas, que vivía en una sociedad donde, desde hacía siglos, la Revelación como fe del carbonero dejó de funcionar, la “demostración” de la existencia de Dios se convirtió en exigible para todos aquellos que, incluso los creyentes, pensaban). No se trata de la ausencia de coacción formal (“opresión” sino de la ineliminable interiorización de la institución social sin la cual no hay individuo. Para investir la libertad y la verdad, es necesario que éstas hayan ya aparecido como significaciones imaginarias sociales. Para que los individuos pretendan que surja la autonomía, es preciso que el campo social-histórico ya se haya auto-alterado de manera que permita abrir un espacio de interrogación sin límites (sin Revelación instituida, por ejemplo).

Toda institución, por más lúcida, reflexiva y deseada que sea surge del imaginario instituyente, que no es ni formalizable ni localizable. Toda institución, así como la revolución más radical que se pueda concebir, sucede siempre en una historia ya dada e incluso por más que tenga el proyecto alocado de hacer tabla rasa total, se encuentra que debería utilizar los objetos de la tabla para hacerla rasa. El presente transforma siempre el pasado en pasado-presente, es decir que el ahora adecuado no será más que la “re-interpretación” constante a partir de lo que se está creando, pensando, poniendo -pero es este pasado, no cualquier pasado, el que el presente modela a partir de su imaginario. Toda la sociedad debe proyectarse en un porvenir que es esencialmente incierto y aleatorio. Toda sociedad deberá socializar la psique de los seres que la componen, y la naturaleza de esta psique impone tanto a los modos como al contenido de esta socialización de fuerzas tan inciertas como decisivas.

La política es proyecto de autonomía:
actividad colectiva reflexionada y lúcida tendiendo a la institución global de la sociedad como tal. Para decirlo en otros términos, concierne a todo lo que, en la sociedad, es participable y compartible. Pues esta actividad auto-instituyente aparece así como no conociendo, y no reconociendo, de jure, ningún límite (prescindiendo de las leyes naturales y biológicas).

Si la política es proyecto de autonomía individual y social (dos caras de lo mismo), se derivan buenas y abundantes consecuencias sustantivas. En efecto, el proyecto de autonomía debe ser puesto (“aceptado”, “postulado”). La idea de autonomía no puede ser fundada ni demostrada, toda fundación o demostración la presupone (ninguna “fundación” de la reflexión sin presuposición de la reflexividad).

La autonomía es pues el proyecto -y ahora nos situamos sobre un plano a la vez ontológico y político- que tiende, en un sentido amplio, a la puesta al día del poder instituyente y su explicación reflexiva (que no puede nunca ser más que parcial); y en un sentido más estricto, la reabsorción de lo político, como poder explícito, en la política, actividad lúcida y deliberante que tiene como objeto la institución explícita de la sociedad (así como de todo poder explícito)
y su función como nomos, diké, télos -legislación, jurisdicción, gobierno- hacia fines comunes y obras públicas que la sociedad se haya propuesto deliberadamente.

Su fin puede formularse así: crear las instituciones que, interiorizadas por los individuos, faciliten lo más posible el acceso a su autonomía individual y su posibilidad de participación efectiva en todo poder explícito existente en la sociedad.

jueves, 1 de octubre de 2009

Kraft Foods Argentina: el dulce sabor de la represión


“En Kraft Foods hacemos tu día delicioso” podemos leer al ingresar a la página Web de la multinacional alimenticia (http://www.kraftfoods.com.ar/). Sin embargo, fué una amarga sensación de tristeza y dolor lo que sintieron en carne propia cientos de compañeros y compañeras que recibieron el rigor de las balas y los gases lacrimógenos en la brutal represión policial sufrida ayer viernes en el interior y los alrededores de la planta en General Pacheco.
El desembarco del Neoliberalismo por estas tierras en la década del ´90 determinó la finalización del proceso industrializador local, el cual ya había sido herido de muerte con la implementación de las políticas económicas librecambistas de Martínez de Hoz y otros bajo el amparo de la dictadura genocida de Videla y Cía. El cierre de cientos de fábricas y talleres significó también la desaparición del numeroso y combativo movimiento obrero. El saldo inmediato fué el surgimiento de decenas de villas miseria en las periferias urbanas, y el hacinamiento de cientos de miles de familias en condiciones de vida deplorables, convirtiendo a la condición de obrero industrial en una situación restringida. Para aquellos y aquellas que pudieron conservar la posibilidad de trabajar en las pocas industrias locales, el proceso significó también una lógica disciplinante y desmovilizadora de la acción política y gremial, frente a la posibilidad de afrontar un despido que significase convertirse en un nuevo integrante de los gigantescos cordones urbanos de la miseria social.
En todo este proceso, la represión implementada por la maquinaria genocida estatal ha tenido un rol central, asesinando y desapareciendo físicamente a miles de compañeros y compañeras durante el período ´76-´83 (particularmente los más organizados y combativos), aunque tras la aparente fachada de la restauración democrática, esta no ha sido desmantelada, sino que muy por el contrario, solo mantiene la apariencia de no existir u operar activamente. Sin embargo, en tardes como la de ayer, nuevamente se expone la verdadera naturaleza asesina del Estado en su rol coercitivo, en tanto socio estructural de la expansión y reproducción del Capital en estas tierras.
La clase política local, aquella que hoy ocupa páginas enteras en los diarios, y cientos de minutos de aire en las pantallas de los medios corporativos que imponen y construyen el discurso dominante, aún no ha expresado repudio o reclamo alguno (y difícilmente lo haga), aunque no podía ser de otra manera, de parte de aquellos que con su silencio aparente, pero con su connivencia y complicidad, sirvieron de marco para convocar a la represión genocida pasada. Esa misma clase política que hoy se llena la boca hablando de libertades y justicia, es la misma que alienta y apoya la lógica de acumulación del Capital.
Perros, gases lacrimógenos y cargas de caballería son la respuesta estatal frente al reclamo de reincorporación de los obreros despedidos, aquellos que se movilizaron exigiendo simplemente mejores condiciones sanitarias frente al avance planetario de la gripe AH1N1. Según observó ayer Héctor Méndez, presidente de la Unión Industrial Argentina tras una reunión con sus pares de Copal y AEA “Se están usando métodos muy poco civilizados. Es una muestra terrible de una escalada complicada”(Clarín, 26/9/2009) al referirse al accionar de asambleas y toma pacífica de la planta de Kraft en General Pacheco. Los numerosos incumplimientos de los compromisos empresariales en reincorporar y pagar sueldos atrasados en las diversas instancias previas de negociación no recibieron respuesta similar por parte del Estado, aunque la simple promesa de la corporación en solucionar la situación sirvió de excusa para el inmediato despliegue represivo de la policía bonaerense. Es la respuesta de parte de quienes ejercen funciones desde una estructura que supone preocupación por la vida, salud y condiciones laborales de sus habitantes.
Este gobierno patronal tiene muy poco de nacional y popular, y más bien se trata de la expresión coyuntural de la mejor manera que los intereses empresariales tienen de hacer ejercer su explotación. El gobierno “nacional y popular” no duda un momento en intervenir y reprimir violentamente, aunque por supuesto, no debemos preocuparnos de nada, porque ahora, gracias a la visionaria acción gubernamental, tenemos fútbol gratis. Los heridos y heridas por las balas y palazos policiales, ahora se reponen de sus heridas en el hospital mientras de fondo pueden observar a River o Boca gratuitamente, sin duda un gran triunfo gubernamental.
Queda claro, una vez más, quienes son los sectores que son defendidos por la acción estatal. Queda clara también cual es la relación cómplice entre el sector empresarial y el Estado Argentino. Y lamentablemente, también queda claro quienes son los que saborean la dulzura de la represión victoriosa, y quienes deben degustar el amargo sabor de la violencia de los sectores dominantes.


Revista (de)Construir
Pensamiento Libertario Periférico
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http://deconstruir.tk/

miércoles, 23 de septiembre de 2009

ReHaciendo Buenos Aires - Xaby


Represión. Miseria. Desalojo. Pobreza. Cárcel. Desempleo…

Los compañeros y compañeras anarquistas de principios del siglo XX que arriesgaron sus vidas y sus cuerpos por la Revolución Social a través de huelgas, insurrecciones y atentados en contra de aquel joven Estado Argentino, poco se podían imaginar que esta primera década del nuevo siglo iba a presentar condiciones de vida precaria tan similares (o peores) que las que debieron enfrentar en su tiempo.
Aquella incipiente urbe, con barriadas llenas de trabajadores y familias que llegaban desde Europa y las provincias en búsqueda de trabajo y vivienda, hoy a dado paso a una gigantesca maquinaria consumidora y depredadora de personas, historias y culturas. Ramón L. Falcón, aquel asesino de obreros ajusticiado por el compañero Simon Radowitzky, hoy da nombre a la academia donde se forjan los nuevos cuerpos de la genocida Policía Federal Argentina. Barracas, San Telmo y otros barrios eran el primer destino de aquellos y aquellas que huían de la miseria europea; hoy, han sido “limpiados” de sujetos y pobrezas indeseables, constituyéndose en un paseo de lujo para un turismo de primer mundo que transita la mítica “ciudad del tango”. Inquilinatos, conventillos y ranchadas han dado lugar al emplazamiento de modernas torres, hostels “cool” y gigantescos paseos comerciales. Aquella legendaria ciudad de desigualdades y contrastes, hoy se ha convertido en un gigantesco panóptico en donde todo es controlado, administrado y mercantilizado.
Michel Foucault, en su estudio sobre las sociedades disciplinarias, reflexionaba acerca del tratamiento que sufrían las ciudades frente a las pestes que las azotaban: “La ciudad apestada, toda ella atravesada de jerarquía, de vigilancia, de inspección, de escritura, la ciudad inmovilizada en el funcionamiento de un poder extensivo que se ejerce de manera distinta sobre todos los cuerpos individuales, es la utopía de la ciudad perfectamente gobernada… Para hacer funcionar de acuerdo con la teoría pura los derechos y las leyes, los juristas se imaginaban en el ´estado de naturaleza´; para ver funcionar las disciplinas perfectas, los gobernantes soñaban con el ´estado de peste´. En el fondo de los esquemas disciplinarios la imagen de La Peste vale por todas las confusiones y todos los desordenes; del mismo modo que la imagen de la lepra, del contacto que cortar, se halla en el fondo de los esquemas de exclusión”[1].Los imaginarios del Neoliberalismo buscan construir la asimilación de esta ´peste´ en relación directa con la de miseria y exclusión. El pobre, el desempleado, el indigente, el desocupado son el síntoma que visibiliza aquello que es indeseable, pero que innegablemente es fruto de la acción del Capitalismo. El justificativo que sirvió para barrer la Huerta Orgázmika no fue otro que el de eliminar un posible foco de dengue e infecciones, aunque la ´peste´ que se está combatiendo es la de controlar pensamientos y subjetividades que no se asimilan a la lógica del mercado.
Todo aquello que no se encuentre bajo la esfera del Estado porteño, debe ser regulado y administrado por el Poder central. La faena genocida cumplida por la última dictadura militar argentina se ha continuado con las gestiones civiles; sin embargo, desde la movilización popular que significaron los hechos del 2001, quienes detentan el Poder no han hecho más que aplicar represión, normativas y sanciones disciplinarias para “reencauzar” las cosas bajo la esfera estatal.
Miguel Amorós reflexionaba sobre las modernas urbes: “La ideología de la moderna clase dominante se manifiesta en los edificios y, de modo general, en su manera de adueñarse del espacio. Sus monumentos encarnan sus valores y su contemplación nos sugiere jerarquía, artificialidad, fetichismo tecnológico, culto al poder, velocidad, soledad, control, incomunicación, condicionamiento, consumismo… Todos tienen algo de cárcel. En resumen, la moderna clase dominante es autoritaria y fascista y sus construcciones son las de una sociedad de masas amorfas, es decir, que favorecen condiciones fascistas”[2]. La gestión de Macri y el proceso de constitución de PRO no son más que la explicitación de cómo las corporaciones financieras, las empresas de servicios y los pulpos inmobiliarios se han apropiado del juego político legal. La política burguesa es patrimonialista: el que tiene, hace; el que no, sufre y mendiga.
Puerto Madero nos muestra la Buenos Aires deseada por las elites: limpieza, pulcritud, policías y gendarmes controlando, torres y hoteles de primera, turistas europeos por todos lados… La miseria, la pobreza, la desigualdad, el desempleo, son enfermedades que deben ser erradicadas. Exterminar estas ´pestes´ es la máxima de este proyecto que está “Haciendo Buenos Aires”.

Xaby


[1] Foucault, Michel. “Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión”. Pág. 201.
[2] Amorós, Miguel. “La evolución de las ciudades bajo el dominio de las finanzas”. Pág. 3.

lunes, 24 de agosto de 2009

La urbe totalitaria - Miguel Amoros


“Nos debemos persuadir de que está en la naturaleza de lo verdadero salir cuando su tiempo llega, y manifestarse sólo cuando llega; así, no se manifiesta demasiado pronto ni encuentra un público inmaduro que le reciba.”(Hegel, La Fenomenología del Espíritu)


Durante los años noventa se dieron plenamente una serie de cambios sociales lentamente gestados en periodos anteriores, cambios que pusieron de relieve el advenimiento de una nueva época bastante más inquietante que la precedente. El paso de una economía basada en la producción a otra asentada en los servicios, el imperio de las finanzas sobre los Estados, la desregularización de los mercados (incluido el del trabajo), la invasión de las nuevas tecnologías con la subsiguiente artificialización del entorno vital, el auge de los medios de comunicación unilateral, la mercantilización y privatización completas del vivir, el ascenso de formas de control social totalitarias… son realidades acontecidas bajo la presión de necesidades nuevas, las que impone el mundo donde reinan condiciones económicas globalizadoras. Dichas condiciones pueden reducirse a tres: la eficacia técnica, la movilidad acelerada y el perpetuo presente. Lo sorprendente del nuevo orden creado no es la rapidez de los cambios y la destrucción de todo lo que se resiste, incluidos modos de sentir, de pensar o de actuar, sino la ausencia de oposición significativa. Diríase que son los cambios constantes quienes han borrado la memoria a la población obrera e invalidado la experiencia, las referencias, el criterio y las demás bases de la objetividad y verdad, impidiendo que los trabajadores sacasen las conclusiones implícitas en sus derrotas. Además los cambios han pulverizado a la misma clase obrera, disolviendo cualquier relación y convirtiéndola en masa anómica. Lo cierto es que la adaptación a las exigencias de la globalización requiere acabar con los mismísimos fundamentos de la conciencia histórica, con el propio pensamiento de clase. Para que las masas sean ejecutoras involuntarias de las leyes del mercado mundial han de estar atomizadas, en continuo movimiento y sumergidas en un inacabable presente repleto de novedades dispuestas ad hoc para ser consumidas en el acto.
Tantos cambios tenían que afectar a las ciudades, que, gracias a una pérdida imparable de identidad, llevan camino de convertirse en una versión de una misma y única urbe, o mejor, en partes de una sola megalópolis tentacular, un nodo de la red financiera mundial. Según el dinamismo que presente, aquél puede ser reorganizado funcionalmente (como en Cataluña), vaciado (como en Aragón), o colmatado (como en el País Vasco). En el espacio se juega el mayor envite del poder, y el nuevo urbanismo, forjado bajo el dominio de necesidades que ya son universales, es la técnica idónea para instrumentalizar el espacio, acabando así tanto con los conflictos presentes como con la memoria de los combates antiguos. Se está creando un nuevo modo de vida uniforme, dependiente de artilugios, vigilado, frenético, dentro de un clima existencial amorfo, que los dirigentes dicen que es el del futuro. La nueva economía obliga a nuevas costumbres, a nuevas maneras de habitar y vivir, incompatibles con la existencia de ciudades como las de antes y con habitantes como los de antes. Esa nueva concepción de la vida basada en el consumo, el movimiento y la soledad, es decir, en la ausencia total de relaciones humanas, exige una artificialización higiénica del espacio a realizar mediante una reestructuración sobre parámetros técnicos. Lo técnico va siempre por delante del ideal, a no ser que sea el ideal. Los dirigentes de cualquier ciudad hablan todos esa lengua de la innovación tecnoeconómica que no cesa: “una ciudad no puede parar”, tiene que “reinventarse”, “renovarse”, “refundarse”, “rejuvenecerse”, etc., para lo que habrá de “subirse al tren de la modernidad”, “impulsar el papel de las nuevas tecnologías”, “desarrollar parques empresariales”, “mejorar la oferta cultural y lúdica”, “construir nuevos hoteles”, tener una parada del AVE, levantar “nuevos edificios emblemáticos”, imponer una movilidad “sostenible” y demás cantinela. Los PGOU recalificaron terrenos industriales y dieron carta blanca a la construcción de colmenas en altura. Después las modificaciones y los planes parciales han favorecido operaciones especulativas como los proyectos Forum 2004, Copa América, la Expo 2008, el IV Centenario del Quijote o las Olimpiadas 2012. Los pelotazos inmobiliarios que “mueven” la economía y financian los planes desarrollistas significan una transferencia enorme de dinero público hacia las constructoras. Por eso la adjudicación discrecional de obras públicas es un arma política, pues también sirve para financiar a los partidos y enriquecer a sus dirigentes e intermediarios (el 10% de los costes consiste en sobornos). Los proyectos especulativos “privados” son al menos tanto o más importantes. El 80% de los ingresos de los ayuntamientos están relacionados con el mercado inmobiliario, el principal mercado de capitales del país. Así, pese a que la población envejece y disminuye, el último año se construyeron y vendieron 650.000 nuevas casas, operaciones muchas de ellas relacionadas con el blanqueo de dinero. El espectáculo de la urbanización a todo gas va siempre acompañado de la especulación y la corrupción sin trabas.
La llamada “crisis fiscal del Estado” permitió que en la explotación de las “potencialidades” urbanas llevasen la iniciativa los constructores, los políticos locales y los arquitectos (hacer arquitectura es meterse de lleno en la política de transformación totalitaria de las ciudades). Esa unificación por la base de la clase dominante ha tenido consecuencias más graves que la corrupción y el fraude. Los dirigentes se han dado cuenta de que tras la urbanización depredadora nacía una nueva sociedad más desequilibrada que comportaba un modo de vida emocionalmente desestabilizado y un nuevo tipo de hombre, frágil, narcisista y desarraigado. La arquitectura y el urbanismo eran las herramientas de fabricación del cocooning de aquel nuevo tipo, liberado del trabajo de relacionarse con sus vecinos, un ciudadano dócil, automovilista y controlable. Como se trata de un proceso que todavía anda por su primer estadio y no de una situación acabada, todos los medios han de ser puestos tras ese único objetivo. La nueva sociedad no podía desarrollarse, ni en las ciudades franquistas semicompactas con centros históricos sin museificar y con barrios populares todavía en pie, ni en los pueblos rurales con su agricultura de subsistencia. Sobrevivían lazos de sociabilidad que aún permitían los fines comunes y la acción colectiva, reproduciéndose un medio social extraño a los valores dominantes. Unas estructuras espaciales al servicio de la circulación económica eran indispensables para eliminar aquellos lazos, borrar la memoria del pasado y condensar los nuevos valores de la dominación. Estas son las conurbaciones, áreas nacidas de la fusión desordenada de varios núcleos de población formando aglomerados dependientes y jerarquizados de dimensiones notables, a los que los técnicos llaman “sistemas urbanos”. Unos habitantes separados entre sí, emocionalmente desestabilizados, necesitaban una especie de inmenso autoservicio urbano, un frenesí edificado donde todo es movimiento y consumo; en fin, una urbe fagocitaria descoyuntada orgánicamente y separada de su entorno, tan indiferente al abastecimiento del agua y la energía que consume como al destino de sus basuras y desperdicios. Los residuos pueden ser fuente de beneficios, como lo es la escasez del agua y el transporte de energía (ya existe un mercado de la contaminación que opera con las emisiones de CO2), pero sobre todo son fuente de inspiración; lo dice Frank Gehry, un arquitecto del poder que empezó construyendo shopping malls. Los ecologistas y los ciudadanistas aportaron su lenguaje; por eso los políticos, con la mejor de las intenciones, califican de “verde” y “sostenible” todo lo que tenga hierba, no provoque atascos y dé hacia el sol (si fueran grandes los llamarían “ecomonumentos”). Los arquitectos elaboraron planes de “rehabilitación” de los centros degradados basados en la descatalogación del mayor número posible de edificios y en la peatonalización de las calles, con vistas a su adaptación al turismo. Nuevas autopistas, nuevas ampliaciones portuarias y nuevas pistas de aterrizaje han de situar a la urbe en el mapa de la “nueva economía”, por lo que todo el mundo dirigente trabaja a marchas forzadas. Cada año se construyen en el país veinticuatro catedrales del relax consumidor, los centros comerciales, visitados anualmente por más de 23 millones de paisanos. A veces ocurre que el ciudadano anda un poco rezagado por culpa de recuerdos del pasado, no tan lejano, y tiene dificultades en ver el confort y la belleza de las nuevas “máquinas del vivir” (o “ecopisos”) y de sus emblemas monumentales. Pero son precisamente esas formas nuevas, construidas con nuevos materiales en cuya fabricación puede que no haya “intervenido mano de obra infantil”, empleando nuevas técnicas que “no perjudicarán al medio ambiente”, y, eso sí fundadas en la privatización absoluta, el desplazamiento constante y la videovigilancia, las que traducen las nuevas relaciones sociales. El nuevo hábitat ciudadano es una especie de molde, o mejor, un aparato ortopédico que sirve para enderezar al nuevo hombre. De forma que, viviendo en tal medio, el hombre artificial del presente sea el hombre sin raíces del futuro.
El paradigma del nuevo estilo de vida en los granjas de engorde que llaman ciudades es el de los altos ejecutivos que las vedettes del espectáculo exhiben en las pantallas. Nada que ver con el viejo estilo burgués, orientado a la opulencia y el disfrute exclusivo de minorías. El nuevo estilo no es para gozar sino para mostrarse. La ciudad es ahora espectáculo. Eso tiene traducción urbana, especialmente en los monumentos. Los edificios monumentales típicamente burgueses se integran en un entorno clasista, definiendo el sector dominante de la ciudad. Tanto si son viviendas, como grandes almacenes o estaciones de ferrocarril, la arquitectura burguesa trata de ordenar jerárquicamente el entramado urbano donde se ubican. El arquitecto burgués más bien “aburguesa” el espacio, no lo anula. Sin embargo no ocurrió así con la arquitectura franquista de los sesenta, apoyada en una industria de la construcción incipiente y en una imponente especulación. Los edificios franquistas, concebidos no como partes de un conjunto sino como hecho singular (y singular negocio), dislocan el espacio urbano, son como objetos extraños incrustados en barrios ajenos, rompiendo la trama, hasta el punto que los desorganizan y desertifican. Son monumentos a la amnesia, no al recuerdo; a través de ellos la ciudad expulsa su autenticidad y su historia, y se vuelve transparente y vulgar. La nueva arquitectura, provista de medios mucho más poderosos, magnifica esos efectos de superficialidad y anomia urbicida. Unos cuantos edificios “de marca” y ya tenemos la identidad de la ciudad reducida a un logo y más fragmentada que con el caos automovilista. Fragmentada y llena de turistas. Heredera de la arquitectura fascista, la nueva arquitectura ensalza el poder en sí, que hoy es el de la técnica. Tener estilo particular, lo que se dice tener, no tiene. Busca disociar geométricamente el espacio, mecanizar el hábitat, estandarizar la construcción, imponer el ángulo recto, el cubo de aire. El modelo son los aeropuertos, por lo que las nuevas ciudades habrían de ordenarse en función de aquellos. Serán en el futuro una prolongación del complejo aeroportuario, cuyo principal ariete es el AVE. El realismo desencarnado del llamado “estilo internacional” ha venido a ser el más apropiado, pero quizás resulte demasiado verídico en estos momentos del proceso y los dirigentes, pecando de verbalismo arquitectónico, hayan preferido una arquitectura “de autor” para los eventos espectaculares que han marcado los inicios de ambiciosas remodelaciones urbanísticas: el Guggenheim de Bilbao, la torre Agbar de Barcelona, la estación de Las Delicias de Zaragoza, el Kursaal de Donosti, l’Auditori de Valencia… , de los cuales lo mejor que puede decirse es que cuando ardan resultarán imponentes. Los políticos y los hombres de negocios que impulsan los cambios aspiran a que las ciudades se les parezcan, o que se asemejen a sus ambiciones, por eso todavía se necesitan edificios extravagantes y sobre todo gigantescos, susceptibles por sus dimensiones de traducir la enormidad del poder y la emoción mercantil que conmueve a los promotores. Esta voluntad en hallar una expresión mayúscula del nuevo orden establecido, no deja de lado los aspectos más espectaculares que mejor pueden redundar en su beneficio, como por ejemplo el diseño. Estamos en el periodo romántico del nuevo orden y éste necesita símbolos arquitectónicos, no para que vivan dentro sus dirigentes sino para que representen los ideales de la nueva sociedad globalizada. A través de la verticalidad y del diseño los dirigentes persiguen no sólo la explotación máxima del suelo edificable o la neutralización de la calle, sino la exaltación de aquellos ideales perfilados por la técnica y las finanzas.
Las características principales que definen el nuevo orden urbano son la destrucción del campo, los cinturones de asfalto, la zonificación extrema, la suburbanización creciente, la multiplicación de espacios neutros, la verticalización, el deterioro de los individuos y la tecnovigilancia. La arquitectura del bulldozer típica del orden nuevo nace de la separación entre el lugar y la función, entre la vivienda y el trabajo, entre el abastecimiento y el ocio. Derrumbados los restos de la antigua unidad orgánica, la ciudad pierde sus contornos y el ciudadano está obligado a recorrer grandes distancias para realizar cualquier actividad, dependiendo totalmente del coche y del teléfono móvil. La circulación es una función separada, autónoma, la más influyente en la determinación de la nueva morfología de las ciudades. Las ciudades, habitadas por gente en movimiento, se consagran al uso generalizado del automóvil. El coche, antiguo símbolo de standing, es ahora la prótesis principal que comunica al individuo con la ciudad. Nótese que la supuesta libertad de movimientos que debía de proporcionar al usuario, es en realidad libertad de circular por el territorio de la mercancía, libertad para cumplir las leyes dinámicas del mercado. Por decirlo de otro modo, el automovilista no puede circular en sentido contrario. El lugar en el escalafón social se descubre en la correspondiente jerarquización del territorio producida por la expansión ilimitada de la urbe: los trabajadores habitan los distritos exteriores y las primeras o segundas coronas; los pobres precarios o indocumentados viven en los ghettos; los dirigentes viven en el centro o en las zonas residenciales de lujo; la clase media, entre unos y otros. El espacio urbano abierto va rellenándose con zonas verdes neutrales y vacíos soleados, mientras la calle desaparece en tanto que espacio público. El espacio público en su conjunto se neutraliza al perder su función de lugar de encuentro y relación (lugar de libertad), y se transforma en un fondo muerto que acompaña a la aglomeración y aísla sus partes (lugar de desconexión). El espacio sólo sirve para contener una muchedumbre en movimiento dirigido, no para ir contra corriente o pararse.
Los procesos de dispersión y atomización provocados por la instalación de la lógica de las máquinas en la vida cotidiana quedan reflejados en el tratamiento que la arquitectura moderna inflige a los individuos. Estos son contemplados como una suma de constantes sicobiológicas, una especie de entes con virtudes mecánicas. La casa deja de ser el producto artesanal con que sueñan los compradores de adosados y pasa a ser un producto industrial con formas diseñadas expresamente para embutir a los inquilinos, a los que previamente se les han simplificado las necesidades: trabajar, circular, consumir, divertirse, dormir. Ha de ser completamente cerrada (tendencia a suprimir balcones, empequeñecer ventanas y blindar puertas) y equipada con artefactos, para satisfacer tanto la obsesión de seguridad del habitante atemorizado como la necesidad de autonomía que exige su intimidad enfermiza y absorbente. Los aspectos comunitarios de las viviendas han de ser mínimos de forma que nadie conozca a nadie y pueda vivir en la mayor privacidad; las funciones antaño sociales de los vecinos han de intentar convertirse en funciones técnicas a resolver individualmente o mediante el recurso a profesionales. La casa es una celda porque la sociedad se ha vuelto prisión. Las heridas que la sociedad de masas inflige al individuo son verdaderos indicadores de la mentira dominante. La falta de integración del individuo con el medio es realmente traumática: la pérdida de referentes comunes, el anonimato y el miedo conducen a la desestructuración social de las conductas, la insolidaridad, la neurosis securitaria y los comportamientos disfuncionales extremos, todo lo cual abre las puertas a patologías como la obesidad, la bulimia, la anorexia, las adicciones, el consumo compulsivo, la hipocondría, el estrés, las depresiones, los modernos síndromes… Toda la neurosis del hombre moderno podría resumirse sacando la media entre los síntomas del hombre encerrado y los del hombre promiscuo, fan de una estrella del rock o hincha de un equipo de fútbol. Si a ello añadimos el deseo de ser eternamente menores de edad engendrado por el pánico a la vejez y una creciente agresividad hacia lo distinto, tenemos lo que W. Reich calificó de peste emocional, la base psicológica de masas del fascismo. Por otra parte, el cuerpo humano sufre constantes agresiones en un medio urbano insalubre donde la contaminación, el ruido y las ondas de telefonía se asocian con la alimentación industrial y el consumo de ansiolíticos para causar alergias, cardiopatías, inmunodeficiencias, diabetes o cáncer, típicas enfermedades modernas que denuncian el estado de decadencia física de una población con hábitos de vida patógenos que ni las dietas televisivas, ni los ajardinamientos, ni la recogida selectiva de basuras pueden cambiar. La ciudad nos vuelve a todos a la vez, enfermos, neuróticos y fascistas.
Los dirigentes democráticos han conseguido por medios técnicos lo que los regímenes totalitarios lograron por medios políticos y policiales: la masificación por el aislamiento total, la movilidad incesante y el control absoluto. La urbe contemporánea es suavemente totalitaria porque es la realización de la utopía nazi-estalinista sin gulags ni ruido de cristales rotos. Asistimos al fin de las modalidades de control social propias de la época burguesa clásica. La familia, la fábrica, y la cárcel eran los medios disciplinarios susceptibles de integrar o reintegrar a los individuos en la sociedad de clases; el Estado del “bienestar” añadiría la escuela, el sindicato y la asistencia social. En la fase superior de la dominación en la que nos encontramos el sistema disciplinario es caro y tenido por ineficaz, dado que la finalidad ya no es la inserción o la rehabilitación de la peligrosidad social, sino su neutralización y contención. Por vez primera, se parte del principio de la inasimilabilidad de sectores enteros de la población, los excluidos o autoexcluidos del mercado, fácilmente identificables como jóvenes, independentistas, inmigrantes, precarios, mendigos, toxicómanos, minorías religiosas…, sectores cuyo potencial riesgo social hay que detectar, aislar y gestionar. Ya no solamente se persigue la infracción de la ley, sino la presupuesta voluntad de infringir. De esta forma el tratamiento de la exclusión social o de la protesta que genera deja las consideraciones políticas al margen y se vuelve directamente punitivo. En último extremo, todo el mundo es un infractor en potencia. La cuestión social se convierte así en cuestión criminal, conversión a la que contribuyen una serie de leyes, reformas o decretos que inculcan o suspenden derechos y que introducen un estado de excepción a la carta. Por ejemplo, la creación de la figura jurídica del “sospechoso” cubrirá legalmente las listas negras, la prisión sin juicio y la expulsión arbitraria. Se termina la separación de poderes, es decir, la independencia formal entre el gobierno, el parlamento y la judicatura. Entonces se instaura una guerra civil de baja intensidad que permite la represión encubierta de la población mal integrada, o sea, “sospechosa”. Los efectos sobre la ciudad son importantes puesto que la vigilancia propiamente carcelaria se extiende por todas sus calles. Primero son los bancos, centros comerciales, centros de ocio, edificios administrativos, estaciones, aeropuertos, etc., quienes ponen en marcha complejos sistemas de seguridad e identificación e instalan cámaras de videovigilancia; después, para impedir robos y sabotajes de empleados, se vigilan los lugares de trabajo; finalmente, es todo el espacio urbano el que se somete a la neurosis securitaria. Los vecinos, estimulados por los consistorios, contribuyen delatando conductas que consideran incívicas. La ciudad se acomoda a la cárcel con cualquier pretexto: los terroristas, los asesinos en serie, los pedófilos, los delincuentes juveniles, los extranjeros indocumentados…, incluso los fumadores. Todo es poco para calmar la histeria ciudadana que los medios de comunicación han fomentado. Si la familia o el sindicato entran en crisis como herramienta disciplinaria, otros instrumentos de contención y guarda experimentan un auge sin precedentes: el sistema de enseñanza, el complejo carcelario y el ghetto. La escolarización extensiva y prolongada es la mejor manera de localizar y domesticar a la población juvenil. La proliferación de modalidades de encierro y de libertad “vigilada” hace lo propio con la población trasgresora. Por fin, el elevado precio de la vivienda y el mobbing alejan a la población indeseable de los escenarios centrales donde rige la tolerancia cero, para concentrarla en suburbios acotados abandonados a sí mismos. De todo lo precedente no resultará aventurado deducir que el orden en las nuevas metrópolis donde nadie se puede esconder, es un orden totalitario, fascista.
La lucha por la liberación del espacio es una lucha frontal contra su privatización y mercantilización, lucha que transcurre en condiciones, ya lo hemos dicho, fascistas. Dichas condiciones dejan en situación muy difícil a los partidarios de la expropiación y de la gestión colectiva del espacio, y en cambio favorecen a los que prefieren decorar, paliar y administrar su degradación. Sin embargo la reconstrucción de una comunidad libre en un marco de relaciones fraternales e igualitarias depende absolutamente de la existencia de circuitos ajenos al capital y la mercancía, es decir, de un territorio que se ha de sustraer al mercado donde pueda asentarse y protegerse la población segregada. Las anteriores luchas contra el capital han contado siempre con zonas exteriores y opacas. Ahora no. Por lo tanto, hay que crearlas, pero no contentarse con eso.

Miguel Amorós


Conferencias en el Centro Social Anarquista La Revuelta, Zaragoza, el 19 de marzo de 2005 (II Jornadas Cuestionando la Urbe) y en el Koldo Michelena, Donosti, el 21 de marzo de 2005, organizada por la Asamblea Anti TAV (Jornadas ¿Desarrollo o desastre?).