“Nos debemos persuadir de que está en la naturaleza de lo verdadero salir cuando su tiempo llega, y manifestarse sólo cuando llega; así, no se manifiesta demasiado pronto ni encuentra un público inmaduro que le reciba.”(Hegel, La Fenomenología del Espíritu)
Durante los años noventa se dieron plenamente una serie de cambios sociales lentamente gestados en periodos anteriores, cambios que pusieron de relieve el advenimiento de una nueva época bastante más inquietante que la precedente. El paso de una economía basada en la producción a otra asentada en los servicios, el imperio de las finanzas sobre los Estados, la desregularización de los mercados (incluido el del trabajo), la invasión de las nuevas tecnologías con la subsiguiente artificialización del entorno vital, el auge de los medios de comunicación unilateral, la mercantilización y privatización completas del vivir, el ascenso de formas de control social totalitarias… son realidades acontecidas bajo la presión de necesidades nuevas, las que impone el mundo donde reinan condiciones económicas globalizadoras. Dichas condiciones pueden reducirse a tres: la eficacia técnica, la movilidad acelerada y el perpetuo presente. Lo sorprendente del nuevo orden creado no es la rapidez de los cambios y la destrucción de todo lo que se resiste, incluidos modos de sentir, de pensar o de actuar, sino la ausencia de oposición significativa. Diríase que son los cambios constantes quienes han borrado la memoria a la población obrera e invalidado la experiencia, las referencias, el criterio y las demás bases de la objetividad y verdad, impidiendo que los trabajadores sacasen las conclusiones implícitas en sus derrotas. Además los cambios han pulverizado a la misma clase obrera, disolviendo cualquier relación y convirtiéndola en masa anómica. Lo cierto es que la adaptación a las exigencias de la globalización requiere acabar con los mismísimos fundamentos de la conciencia histórica, con el propio pensamiento de clase. Para que las masas sean ejecutoras involuntarias de las leyes del mercado mundial han de estar atomizadas, en continuo movimiento y sumergidas en un inacabable presente repleto de novedades dispuestas ad hoc para ser consumidas en el acto.
Tantos cambios tenían que afectar a las ciudades, que, gracias a una pérdida imparable de identidad, llevan camino de convertirse en una versión de una misma y única urbe, o mejor, en partes de una sola megalópolis tentacular, un nodo de la red financiera mundial. Según el dinamismo que presente, aquél puede ser reorganizado funcionalmente (como en Cataluña), vaciado (como en Aragón), o colmatado (como en el País Vasco). En el espacio se juega el mayor envite del poder, y el nuevo urbanismo, forjado bajo el dominio de necesidades que ya son universales, es la técnica idónea para instrumentalizar el espacio, acabando así tanto con los conflictos presentes como con la memoria de los combates antiguos. Se está creando un nuevo modo de vida uniforme, dependiente de artilugios, vigilado, frenético, dentro de un clima existencial amorfo, que los dirigentes dicen que es el del futuro. La nueva economía obliga a nuevas costumbres, a nuevas maneras de habitar y vivir, incompatibles con la existencia de ciudades como las de antes y con habitantes como los de antes. Esa nueva concepción de la vida basada en el consumo, el movimiento y la soledad, es decir, en la ausencia total de relaciones humanas, exige una artificialización higiénica del espacio a realizar mediante una reestructuración sobre parámetros técnicos. Lo técnico va siempre por delante del ideal, a no ser que sea el ideal. Los dirigentes de cualquier ciudad hablan todos esa lengua de la innovación tecnoeconómica que no cesa: “una ciudad no puede parar”, tiene que “reinventarse”, “renovarse”, “refundarse”, “rejuvenecerse”, etc., para lo que habrá de “subirse al tren de la modernidad”, “impulsar el papel de las nuevas tecnologías”, “desarrollar parques empresariales”, “mejorar la oferta cultural y lúdica”, “construir nuevos hoteles”, tener una parada del AVE, levantar “nuevos edificios emblemáticos”, imponer una movilidad “sostenible” y demás cantinela. Los PGOU recalificaron terrenos industriales y dieron carta blanca a la construcción de colmenas en altura. Después las modificaciones y los planes parciales han favorecido operaciones especulativas como los proyectos Forum 2004, Copa América, la Expo 2008, el IV Centenario del Quijote o las Olimpiadas 2012. Los pelotazos inmobiliarios que “mueven” la economía y financian los planes desarrollistas significan una transferencia enorme de dinero público hacia las constructoras. Por eso la adjudicación discrecional de obras públicas es un arma política, pues también sirve para financiar a los partidos y enriquecer a sus dirigentes e intermediarios (el 10% de los costes consiste en sobornos). Los proyectos especulativos “privados” son al menos tanto o más importantes. El 80% de los ingresos de los ayuntamientos están relacionados con el mercado inmobiliario, el principal mercado de capitales del país. Así, pese a que la población envejece y disminuye, el último año se construyeron y vendieron 650.000 nuevas casas, operaciones muchas de ellas relacionadas con el blanqueo de dinero. El espectáculo de la urbanización a todo gas va siempre acompañado de la especulación y la corrupción sin trabas.
La llamada “crisis fiscal del Estado” permitió que en la explotación de las “potencialidades” urbanas llevasen la iniciativa los constructores, los políticos locales y los arquitectos (hacer arquitectura es meterse de lleno en la política de transformación totalitaria de las ciudades). Esa unificación por la base de la clase dominante ha tenido consecuencias más graves que la corrupción y el fraude. Los dirigentes se han dado cuenta de que tras la urbanización depredadora nacía una nueva sociedad más desequilibrada que comportaba un modo de vida emocionalmente desestabilizado y un nuevo tipo de hombre, frágil, narcisista y desarraigado. La arquitectura y el urbanismo eran las herramientas de fabricación del cocooning de aquel nuevo tipo, liberado del trabajo de relacionarse con sus vecinos, un ciudadano dócil, automovilista y controlable. Como se trata de un proceso que todavía anda por su primer estadio y no de una situación acabada, todos los medios han de ser puestos tras ese único objetivo. La nueva sociedad no podía desarrollarse, ni en las ciudades franquistas semicompactas con centros históricos sin museificar y con barrios populares todavía en pie, ni en los pueblos rurales con su agricultura de subsistencia. Sobrevivían lazos de sociabilidad que aún permitían los fines comunes y la acción colectiva, reproduciéndose un medio social extraño a los valores dominantes. Unas estructuras espaciales al servicio de la circulación económica eran indispensables para eliminar aquellos lazos, borrar la memoria del pasado y condensar los nuevos valores de la dominación. Estas son las conurbaciones, áreas nacidas de la fusión desordenada de varios núcleos de población formando aglomerados dependientes y jerarquizados de dimensiones notables, a los que los técnicos llaman “sistemas urbanos”. Unos habitantes separados entre sí, emocionalmente desestabilizados, necesitaban una especie de inmenso autoservicio urbano, un frenesí edificado donde todo es movimiento y consumo; en fin, una urbe fagocitaria descoyuntada orgánicamente y separada de su entorno, tan indiferente al abastecimiento del agua y la energía que consume como al destino de sus basuras y desperdicios. Los residuos pueden ser fuente de beneficios, como lo es la escasez del agua y el transporte de energía (ya existe un mercado de la contaminación que opera con las emisiones de CO2), pero sobre todo son fuente de inspiración; lo dice Frank Gehry, un arquitecto del poder que empezó construyendo shopping malls. Los ecologistas y los ciudadanistas aportaron su lenguaje; por eso los políticos, con la mejor de las intenciones, califican de “verde” y “sostenible” todo lo que tenga hierba, no provoque atascos y dé hacia el sol (si fueran grandes los llamarían “ecomonumentos”). Los arquitectos elaboraron planes de “rehabilitación” de los centros degradados basados en la descatalogación del mayor número posible de edificios y en la peatonalización de las calles, con vistas a su adaptación al turismo. Nuevas autopistas, nuevas ampliaciones portuarias y nuevas pistas de aterrizaje han de situar a la urbe en el mapa de la “nueva economía”, por lo que todo el mundo dirigente trabaja a marchas forzadas. Cada año se construyen en el país veinticuatro catedrales del relax consumidor, los centros comerciales, visitados anualmente por más de 23 millones de paisanos. A veces ocurre que el ciudadano anda un poco rezagado por culpa de recuerdos del pasado, no tan lejano, y tiene dificultades en ver el confort y la belleza de las nuevas “máquinas del vivir” (o “ecopisos”) y de sus emblemas monumentales. Pero son precisamente esas formas nuevas, construidas con nuevos materiales en cuya fabricación puede que no haya “intervenido mano de obra infantil”, empleando nuevas técnicas que “no perjudicarán al medio ambiente”, y, eso sí fundadas en la privatización absoluta, el desplazamiento constante y la videovigilancia, las que traducen las nuevas relaciones sociales. El nuevo hábitat ciudadano es una especie de molde, o mejor, un aparato ortopédico que sirve para enderezar al nuevo hombre. De forma que, viviendo en tal medio, el hombre artificial del presente sea el hombre sin raíces del futuro.
El paradigma del nuevo estilo de vida en los granjas de engorde que llaman ciudades es el de los altos ejecutivos que las vedettes del espectáculo exhiben en las pantallas. Nada que ver con el viejo estilo burgués, orientado a la opulencia y el disfrute exclusivo de minorías. El nuevo estilo no es para gozar sino para mostrarse. La ciudad es ahora espectáculo. Eso tiene traducción urbana, especialmente en los monumentos. Los edificios monumentales típicamente burgueses se integran en un entorno clasista, definiendo el sector dominante de la ciudad. Tanto si son viviendas, como grandes almacenes o estaciones de ferrocarril, la arquitectura burguesa trata de ordenar jerárquicamente el entramado urbano donde se ubican. El arquitecto burgués más bien “aburguesa” el espacio, no lo anula. Sin embargo no ocurrió así con la arquitectura franquista de los sesenta, apoyada en una industria de la construcción incipiente y en una imponente especulación. Los edificios franquistas, concebidos no como partes de un conjunto sino como hecho singular (y singular negocio), dislocan el espacio urbano, son como objetos extraños incrustados en barrios ajenos, rompiendo la trama, hasta el punto que los desorganizan y desertifican. Son monumentos a la amnesia, no al recuerdo; a través de ellos la ciudad expulsa su autenticidad y su historia, y se vuelve transparente y vulgar. La nueva arquitectura, provista de medios mucho más poderosos, magnifica esos efectos de superficialidad y anomia urbicida. Unos cuantos edificios “de marca” y ya tenemos la identidad de la ciudad reducida a un logo y más fragmentada que con el caos automovilista. Fragmentada y llena de turistas. Heredera de la arquitectura fascista, la nueva arquitectura ensalza el poder en sí, que hoy es el de la técnica. Tener estilo particular, lo que se dice tener, no tiene. Busca disociar geométricamente el espacio, mecanizar el hábitat, estandarizar la construcción, imponer el ángulo recto, el cubo de aire. El modelo son los aeropuertos, por lo que las nuevas ciudades habrían de ordenarse en función de aquellos. Serán en el futuro una prolongación del complejo aeroportuario, cuyo principal ariete es el AVE. El realismo desencarnado del llamado “estilo internacional” ha venido a ser el más apropiado, pero quizás resulte demasiado verídico en estos momentos del proceso y los dirigentes, pecando de verbalismo arquitectónico, hayan preferido una arquitectura “de autor” para los eventos espectaculares que han marcado los inicios de ambiciosas remodelaciones urbanísticas: el Guggenheim de Bilbao, la torre Agbar de Barcelona, la estación de Las Delicias de Zaragoza, el Kursaal de Donosti, l’Auditori de Valencia… , de los cuales lo mejor que puede decirse es que cuando ardan resultarán imponentes. Los políticos y los hombres de negocios que impulsan los cambios aspiran a que las ciudades se les parezcan, o que se asemejen a sus ambiciones, por eso todavía se necesitan edificios extravagantes y sobre todo gigantescos, susceptibles por sus dimensiones de traducir la enormidad del poder y la emoción mercantil que conmueve a los promotores. Esta voluntad en hallar una expresión mayúscula del nuevo orden establecido, no deja de lado los aspectos más espectaculares que mejor pueden redundar en su beneficio, como por ejemplo el diseño. Estamos en el periodo romántico del nuevo orden y éste necesita símbolos arquitectónicos, no para que vivan dentro sus dirigentes sino para que representen los ideales de la nueva sociedad globalizada. A través de la verticalidad y del diseño los dirigentes persiguen no sólo la explotación máxima del suelo edificable o la neutralización de la calle, sino la exaltación de aquellos ideales perfilados por la técnica y las finanzas.
Las características principales que definen el nuevo orden urbano son la destrucción del campo, los cinturones de asfalto, la zonificación extrema, la suburbanización creciente, la multiplicación de espacios neutros, la verticalización, el deterioro de los individuos y la tecnovigilancia. La arquitectura del bulldozer típica del orden nuevo nace de la separación entre el lugar y la función, entre la vivienda y el trabajo, entre el abastecimiento y el ocio. Derrumbados los restos de la antigua unidad orgánica, la ciudad pierde sus contornos y el ciudadano está obligado a recorrer grandes distancias para realizar cualquier actividad, dependiendo totalmente del coche y del teléfono móvil. La circulación es una función separada, autónoma, la más influyente en la determinación de la nueva morfología de las ciudades. Las ciudades, habitadas por gente en movimiento, se consagran al uso generalizado del automóvil. El coche, antiguo símbolo de standing, es ahora la prótesis principal que comunica al individuo con la ciudad. Nótese que la supuesta libertad de movimientos que debía de proporcionar al usuario, es en realidad libertad de circular por el territorio de la mercancía, libertad para cumplir las leyes dinámicas del mercado. Por decirlo de otro modo, el automovilista no puede circular en sentido contrario. El lugar en el escalafón social se descubre en la correspondiente jerarquización del territorio producida por la expansión ilimitada de la urbe: los trabajadores habitan los distritos exteriores y las primeras o segundas coronas; los pobres precarios o indocumentados viven en los ghettos; los dirigentes viven en el centro o en las zonas residenciales de lujo; la clase media, entre unos y otros. El espacio urbano abierto va rellenándose con zonas verdes neutrales y vacíos soleados, mientras la calle desaparece en tanto que espacio público. El espacio público en su conjunto se neutraliza al perder su función de lugar de encuentro y relación (lugar de libertad), y se transforma en un fondo muerto que acompaña a la aglomeración y aísla sus partes (lugar de desconexión). El espacio sólo sirve para contener una muchedumbre en movimiento dirigido, no para ir contra corriente o pararse.
Los procesos de dispersión y atomización provocados por la instalación de la lógica de las máquinas en la vida cotidiana quedan reflejados en el tratamiento que la arquitectura moderna inflige a los individuos. Estos son contemplados como una suma de constantes sicobiológicas, una especie de entes con virtudes mecánicas. La casa deja de ser el producto artesanal con que sueñan los compradores de adosados y pasa a ser un producto industrial con formas diseñadas expresamente para embutir a los inquilinos, a los que previamente se les han simplificado las necesidades: trabajar, circular, consumir, divertirse, dormir. Ha de ser completamente cerrada (tendencia a suprimir balcones, empequeñecer ventanas y blindar puertas) y equipada con artefactos, para satisfacer tanto la obsesión de seguridad del habitante atemorizado como la necesidad de autonomía que exige su intimidad enfermiza y absorbente. Los aspectos comunitarios de las viviendas han de ser mínimos de forma que nadie conozca a nadie y pueda vivir en la mayor privacidad; las funciones antaño sociales de los vecinos han de intentar convertirse en funciones técnicas a resolver individualmente o mediante el recurso a profesionales. La casa es una celda porque la sociedad se ha vuelto prisión. Las heridas que la sociedad de masas inflige al individuo son verdaderos indicadores de la mentira dominante. La falta de integración del individuo con el medio es realmente traumática: la pérdida de referentes comunes, el anonimato y el miedo conducen a la desestructuración social de las conductas, la insolidaridad, la neurosis securitaria y los comportamientos disfuncionales extremos, todo lo cual abre las puertas a patologías como la obesidad, la bulimia, la anorexia, las adicciones, el consumo compulsivo, la hipocondría, el estrés, las depresiones, los modernos síndromes… Toda la neurosis del hombre moderno podría resumirse sacando la media entre los síntomas del hombre encerrado y los del hombre promiscuo, fan de una estrella del rock o hincha de un equipo de fútbol. Si a ello añadimos el deseo de ser eternamente menores de edad engendrado por el pánico a la vejez y una creciente agresividad hacia lo distinto, tenemos lo que W. Reich calificó de peste emocional, la base psicológica de masas del fascismo. Por otra parte, el cuerpo humano sufre constantes agresiones en un medio urbano insalubre donde la contaminación, el ruido y las ondas de telefonía se asocian con la alimentación industrial y el consumo de ansiolíticos para causar alergias, cardiopatías, inmunodeficiencias, diabetes o cáncer, típicas enfermedades modernas que denuncian el estado de decadencia física de una población con hábitos de vida patógenos que ni las dietas televisivas, ni los ajardinamientos, ni la recogida selectiva de basuras pueden cambiar. La ciudad nos vuelve a todos a la vez, enfermos, neuróticos y fascistas.
Los dirigentes democráticos han conseguido por medios técnicos lo que los regímenes totalitarios lograron por medios políticos y policiales: la masificación por el aislamiento total, la movilidad incesante y el control absoluto. La urbe contemporánea es suavemente totalitaria porque es la realización de la utopía nazi-estalinista sin gulags ni ruido de cristales rotos. Asistimos al fin de las modalidades de control social propias de la época burguesa clásica. La familia, la fábrica, y la cárcel eran los medios disciplinarios susceptibles de integrar o reintegrar a los individuos en la sociedad de clases; el Estado del “bienestar” añadiría la escuela, el sindicato y la asistencia social. En la fase superior de la dominación en la que nos encontramos el sistema disciplinario es caro y tenido por ineficaz, dado que la finalidad ya no es la inserción o la rehabilitación de la peligrosidad social, sino su neutralización y contención. Por vez primera, se parte del principio de la inasimilabilidad de sectores enteros de la población, los excluidos o autoexcluidos del mercado, fácilmente identificables como jóvenes, independentistas, inmigrantes, precarios, mendigos, toxicómanos, minorías religiosas…, sectores cuyo potencial riesgo social hay que detectar, aislar y gestionar. Ya no solamente se persigue la infracción de la ley, sino la presupuesta voluntad de infringir. De esta forma el tratamiento de la exclusión social o de la protesta que genera deja las consideraciones políticas al margen y se vuelve directamente punitivo. En último extremo, todo el mundo es un infractor en potencia. La cuestión social se convierte así en cuestión criminal, conversión a la que contribuyen una serie de leyes, reformas o decretos que inculcan o suspenden derechos y que introducen un estado de excepción a la carta. Por ejemplo, la creación de la figura jurídica del “sospechoso” cubrirá legalmente las listas negras, la prisión sin juicio y la expulsión arbitraria. Se termina la separación de poderes, es decir, la independencia formal entre el gobierno, el parlamento y la judicatura. Entonces se instaura una guerra civil de baja intensidad que permite la represión encubierta de la población mal integrada, o sea, “sospechosa”. Los efectos sobre la ciudad son importantes puesto que la vigilancia propiamente carcelaria se extiende por todas sus calles. Primero son los bancos, centros comerciales, centros de ocio, edificios administrativos, estaciones, aeropuertos, etc., quienes ponen en marcha complejos sistemas de seguridad e identificación e instalan cámaras de videovigilancia; después, para impedir robos y sabotajes de empleados, se vigilan los lugares de trabajo; finalmente, es todo el espacio urbano el que se somete a la neurosis securitaria. Los vecinos, estimulados por los consistorios, contribuyen delatando conductas que consideran incívicas. La ciudad se acomoda a la cárcel con cualquier pretexto: los terroristas, los asesinos en serie, los pedófilos, los delincuentes juveniles, los extranjeros indocumentados…, incluso los fumadores. Todo es poco para calmar la histeria ciudadana que los medios de comunicación han fomentado. Si la familia o el sindicato entran en crisis como herramienta disciplinaria, otros instrumentos de contención y guarda experimentan un auge sin precedentes: el sistema de enseñanza, el complejo carcelario y el ghetto. La escolarización extensiva y prolongada es la mejor manera de localizar y domesticar a la población juvenil. La proliferación de modalidades de encierro y de libertad “vigilada” hace lo propio con la población trasgresora. Por fin, el elevado precio de la vivienda y el mobbing alejan a la población indeseable de los escenarios centrales donde rige la tolerancia cero, para concentrarla en suburbios acotados abandonados a sí mismos. De todo lo precedente no resultará aventurado deducir que el orden en las nuevas metrópolis donde nadie se puede esconder, es un orden totalitario, fascista.
La lucha por la liberación del espacio es una lucha frontal contra su privatización y mercantilización, lucha que transcurre en condiciones, ya lo hemos dicho, fascistas. Dichas condiciones dejan en situación muy difícil a los partidarios de la expropiación y de la gestión colectiva del espacio, y en cambio favorecen a los que prefieren decorar, paliar y administrar su degradación. Sin embargo la reconstrucción de una comunidad libre en un marco de relaciones fraternales e igualitarias depende absolutamente de la existencia de circuitos ajenos al capital y la mercancía, es decir, de un territorio que se ha de sustraer al mercado donde pueda asentarse y protegerse la población segregada. Las anteriores luchas contra el capital han contado siempre con zonas exteriores y opacas. Ahora no. Por lo tanto, hay que crearlas, pero no contentarse con eso.
Tantos cambios tenían que afectar a las ciudades, que, gracias a una pérdida imparable de identidad, llevan camino de convertirse en una versión de una misma y única urbe, o mejor, en partes de una sola megalópolis tentacular, un nodo de la red financiera mundial. Según el dinamismo que presente, aquél puede ser reorganizado funcionalmente (como en Cataluña), vaciado (como en Aragón), o colmatado (como en el País Vasco). En el espacio se juega el mayor envite del poder, y el nuevo urbanismo, forjado bajo el dominio de necesidades que ya son universales, es la técnica idónea para instrumentalizar el espacio, acabando así tanto con los conflictos presentes como con la memoria de los combates antiguos. Se está creando un nuevo modo de vida uniforme, dependiente de artilugios, vigilado, frenético, dentro de un clima existencial amorfo, que los dirigentes dicen que es el del futuro. La nueva economía obliga a nuevas costumbres, a nuevas maneras de habitar y vivir, incompatibles con la existencia de ciudades como las de antes y con habitantes como los de antes. Esa nueva concepción de la vida basada en el consumo, el movimiento y la soledad, es decir, en la ausencia total de relaciones humanas, exige una artificialización higiénica del espacio a realizar mediante una reestructuración sobre parámetros técnicos. Lo técnico va siempre por delante del ideal, a no ser que sea el ideal. Los dirigentes de cualquier ciudad hablan todos esa lengua de la innovación tecnoeconómica que no cesa: “una ciudad no puede parar”, tiene que “reinventarse”, “renovarse”, “refundarse”, “rejuvenecerse”, etc., para lo que habrá de “subirse al tren de la modernidad”, “impulsar el papel de las nuevas tecnologías”, “desarrollar parques empresariales”, “mejorar la oferta cultural y lúdica”, “construir nuevos hoteles”, tener una parada del AVE, levantar “nuevos edificios emblemáticos”, imponer una movilidad “sostenible” y demás cantinela. Los PGOU recalificaron terrenos industriales y dieron carta blanca a la construcción de colmenas en altura. Después las modificaciones y los planes parciales han favorecido operaciones especulativas como los proyectos Forum 2004, Copa América, la Expo 2008, el IV Centenario del Quijote o las Olimpiadas 2012. Los pelotazos inmobiliarios que “mueven” la economía y financian los planes desarrollistas significan una transferencia enorme de dinero público hacia las constructoras. Por eso la adjudicación discrecional de obras públicas es un arma política, pues también sirve para financiar a los partidos y enriquecer a sus dirigentes e intermediarios (el 10% de los costes consiste en sobornos). Los proyectos especulativos “privados” son al menos tanto o más importantes. El 80% de los ingresos de los ayuntamientos están relacionados con el mercado inmobiliario, el principal mercado de capitales del país. Así, pese a que la población envejece y disminuye, el último año se construyeron y vendieron 650.000 nuevas casas, operaciones muchas de ellas relacionadas con el blanqueo de dinero. El espectáculo de la urbanización a todo gas va siempre acompañado de la especulación y la corrupción sin trabas.
La llamada “crisis fiscal del Estado” permitió que en la explotación de las “potencialidades” urbanas llevasen la iniciativa los constructores, los políticos locales y los arquitectos (hacer arquitectura es meterse de lleno en la política de transformación totalitaria de las ciudades). Esa unificación por la base de la clase dominante ha tenido consecuencias más graves que la corrupción y el fraude. Los dirigentes se han dado cuenta de que tras la urbanización depredadora nacía una nueva sociedad más desequilibrada que comportaba un modo de vida emocionalmente desestabilizado y un nuevo tipo de hombre, frágil, narcisista y desarraigado. La arquitectura y el urbanismo eran las herramientas de fabricación del cocooning de aquel nuevo tipo, liberado del trabajo de relacionarse con sus vecinos, un ciudadano dócil, automovilista y controlable. Como se trata de un proceso que todavía anda por su primer estadio y no de una situación acabada, todos los medios han de ser puestos tras ese único objetivo. La nueva sociedad no podía desarrollarse, ni en las ciudades franquistas semicompactas con centros históricos sin museificar y con barrios populares todavía en pie, ni en los pueblos rurales con su agricultura de subsistencia. Sobrevivían lazos de sociabilidad que aún permitían los fines comunes y la acción colectiva, reproduciéndose un medio social extraño a los valores dominantes. Unas estructuras espaciales al servicio de la circulación económica eran indispensables para eliminar aquellos lazos, borrar la memoria del pasado y condensar los nuevos valores de la dominación. Estas son las conurbaciones, áreas nacidas de la fusión desordenada de varios núcleos de población formando aglomerados dependientes y jerarquizados de dimensiones notables, a los que los técnicos llaman “sistemas urbanos”. Unos habitantes separados entre sí, emocionalmente desestabilizados, necesitaban una especie de inmenso autoservicio urbano, un frenesí edificado donde todo es movimiento y consumo; en fin, una urbe fagocitaria descoyuntada orgánicamente y separada de su entorno, tan indiferente al abastecimiento del agua y la energía que consume como al destino de sus basuras y desperdicios. Los residuos pueden ser fuente de beneficios, como lo es la escasez del agua y el transporte de energía (ya existe un mercado de la contaminación que opera con las emisiones de CO2), pero sobre todo son fuente de inspiración; lo dice Frank Gehry, un arquitecto del poder que empezó construyendo shopping malls. Los ecologistas y los ciudadanistas aportaron su lenguaje; por eso los políticos, con la mejor de las intenciones, califican de “verde” y “sostenible” todo lo que tenga hierba, no provoque atascos y dé hacia el sol (si fueran grandes los llamarían “ecomonumentos”). Los arquitectos elaboraron planes de “rehabilitación” de los centros degradados basados en la descatalogación del mayor número posible de edificios y en la peatonalización de las calles, con vistas a su adaptación al turismo. Nuevas autopistas, nuevas ampliaciones portuarias y nuevas pistas de aterrizaje han de situar a la urbe en el mapa de la “nueva economía”, por lo que todo el mundo dirigente trabaja a marchas forzadas. Cada año se construyen en el país veinticuatro catedrales del relax consumidor, los centros comerciales, visitados anualmente por más de 23 millones de paisanos. A veces ocurre que el ciudadano anda un poco rezagado por culpa de recuerdos del pasado, no tan lejano, y tiene dificultades en ver el confort y la belleza de las nuevas “máquinas del vivir” (o “ecopisos”) y de sus emblemas monumentales. Pero son precisamente esas formas nuevas, construidas con nuevos materiales en cuya fabricación puede que no haya “intervenido mano de obra infantil”, empleando nuevas técnicas que “no perjudicarán al medio ambiente”, y, eso sí fundadas en la privatización absoluta, el desplazamiento constante y la videovigilancia, las que traducen las nuevas relaciones sociales. El nuevo hábitat ciudadano es una especie de molde, o mejor, un aparato ortopédico que sirve para enderezar al nuevo hombre. De forma que, viviendo en tal medio, el hombre artificial del presente sea el hombre sin raíces del futuro.
El paradigma del nuevo estilo de vida en los granjas de engorde que llaman ciudades es el de los altos ejecutivos que las vedettes del espectáculo exhiben en las pantallas. Nada que ver con el viejo estilo burgués, orientado a la opulencia y el disfrute exclusivo de minorías. El nuevo estilo no es para gozar sino para mostrarse. La ciudad es ahora espectáculo. Eso tiene traducción urbana, especialmente en los monumentos. Los edificios monumentales típicamente burgueses se integran en un entorno clasista, definiendo el sector dominante de la ciudad. Tanto si son viviendas, como grandes almacenes o estaciones de ferrocarril, la arquitectura burguesa trata de ordenar jerárquicamente el entramado urbano donde se ubican. El arquitecto burgués más bien “aburguesa” el espacio, no lo anula. Sin embargo no ocurrió así con la arquitectura franquista de los sesenta, apoyada en una industria de la construcción incipiente y en una imponente especulación. Los edificios franquistas, concebidos no como partes de un conjunto sino como hecho singular (y singular negocio), dislocan el espacio urbano, son como objetos extraños incrustados en barrios ajenos, rompiendo la trama, hasta el punto que los desorganizan y desertifican. Son monumentos a la amnesia, no al recuerdo; a través de ellos la ciudad expulsa su autenticidad y su historia, y se vuelve transparente y vulgar. La nueva arquitectura, provista de medios mucho más poderosos, magnifica esos efectos de superficialidad y anomia urbicida. Unos cuantos edificios “de marca” y ya tenemos la identidad de la ciudad reducida a un logo y más fragmentada que con el caos automovilista. Fragmentada y llena de turistas. Heredera de la arquitectura fascista, la nueva arquitectura ensalza el poder en sí, que hoy es el de la técnica. Tener estilo particular, lo que se dice tener, no tiene. Busca disociar geométricamente el espacio, mecanizar el hábitat, estandarizar la construcción, imponer el ángulo recto, el cubo de aire. El modelo son los aeropuertos, por lo que las nuevas ciudades habrían de ordenarse en función de aquellos. Serán en el futuro una prolongación del complejo aeroportuario, cuyo principal ariete es el AVE. El realismo desencarnado del llamado “estilo internacional” ha venido a ser el más apropiado, pero quizás resulte demasiado verídico en estos momentos del proceso y los dirigentes, pecando de verbalismo arquitectónico, hayan preferido una arquitectura “de autor” para los eventos espectaculares que han marcado los inicios de ambiciosas remodelaciones urbanísticas: el Guggenheim de Bilbao, la torre Agbar de Barcelona, la estación de Las Delicias de Zaragoza, el Kursaal de Donosti, l’Auditori de Valencia… , de los cuales lo mejor que puede decirse es que cuando ardan resultarán imponentes. Los políticos y los hombres de negocios que impulsan los cambios aspiran a que las ciudades se les parezcan, o que se asemejen a sus ambiciones, por eso todavía se necesitan edificios extravagantes y sobre todo gigantescos, susceptibles por sus dimensiones de traducir la enormidad del poder y la emoción mercantil que conmueve a los promotores. Esta voluntad en hallar una expresión mayúscula del nuevo orden establecido, no deja de lado los aspectos más espectaculares que mejor pueden redundar en su beneficio, como por ejemplo el diseño. Estamos en el periodo romántico del nuevo orden y éste necesita símbolos arquitectónicos, no para que vivan dentro sus dirigentes sino para que representen los ideales de la nueva sociedad globalizada. A través de la verticalidad y del diseño los dirigentes persiguen no sólo la explotación máxima del suelo edificable o la neutralización de la calle, sino la exaltación de aquellos ideales perfilados por la técnica y las finanzas.
Las características principales que definen el nuevo orden urbano son la destrucción del campo, los cinturones de asfalto, la zonificación extrema, la suburbanización creciente, la multiplicación de espacios neutros, la verticalización, el deterioro de los individuos y la tecnovigilancia. La arquitectura del bulldozer típica del orden nuevo nace de la separación entre el lugar y la función, entre la vivienda y el trabajo, entre el abastecimiento y el ocio. Derrumbados los restos de la antigua unidad orgánica, la ciudad pierde sus contornos y el ciudadano está obligado a recorrer grandes distancias para realizar cualquier actividad, dependiendo totalmente del coche y del teléfono móvil. La circulación es una función separada, autónoma, la más influyente en la determinación de la nueva morfología de las ciudades. Las ciudades, habitadas por gente en movimiento, se consagran al uso generalizado del automóvil. El coche, antiguo símbolo de standing, es ahora la prótesis principal que comunica al individuo con la ciudad. Nótese que la supuesta libertad de movimientos que debía de proporcionar al usuario, es en realidad libertad de circular por el territorio de la mercancía, libertad para cumplir las leyes dinámicas del mercado. Por decirlo de otro modo, el automovilista no puede circular en sentido contrario. El lugar en el escalafón social se descubre en la correspondiente jerarquización del territorio producida por la expansión ilimitada de la urbe: los trabajadores habitan los distritos exteriores y las primeras o segundas coronas; los pobres precarios o indocumentados viven en los ghettos; los dirigentes viven en el centro o en las zonas residenciales de lujo; la clase media, entre unos y otros. El espacio urbano abierto va rellenándose con zonas verdes neutrales y vacíos soleados, mientras la calle desaparece en tanto que espacio público. El espacio público en su conjunto se neutraliza al perder su función de lugar de encuentro y relación (lugar de libertad), y se transforma en un fondo muerto que acompaña a la aglomeración y aísla sus partes (lugar de desconexión). El espacio sólo sirve para contener una muchedumbre en movimiento dirigido, no para ir contra corriente o pararse.
Los procesos de dispersión y atomización provocados por la instalación de la lógica de las máquinas en la vida cotidiana quedan reflejados en el tratamiento que la arquitectura moderna inflige a los individuos. Estos son contemplados como una suma de constantes sicobiológicas, una especie de entes con virtudes mecánicas. La casa deja de ser el producto artesanal con que sueñan los compradores de adosados y pasa a ser un producto industrial con formas diseñadas expresamente para embutir a los inquilinos, a los que previamente se les han simplificado las necesidades: trabajar, circular, consumir, divertirse, dormir. Ha de ser completamente cerrada (tendencia a suprimir balcones, empequeñecer ventanas y blindar puertas) y equipada con artefactos, para satisfacer tanto la obsesión de seguridad del habitante atemorizado como la necesidad de autonomía que exige su intimidad enfermiza y absorbente. Los aspectos comunitarios de las viviendas han de ser mínimos de forma que nadie conozca a nadie y pueda vivir en la mayor privacidad; las funciones antaño sociales de los vecinos han de intentar convertirse en funciones técnicas a resolver individualmente o mediante el recurso a profesionales. La casa es una celda porque la sociedad se ha vuelto prisión. Las heridas que la sociedad de masas inflige al individuo son verdaderos indicadores de la mentira dominante. La falta de integración del individuo con el medio es realmente traumática: la pérdida de referentes comunes, el anonimato y el miedo conducen a la desestructuración social de las conductas, la insolidaridad, la neurosis securitaria y los comportamientos disfuncionales extremos, todo lo cual abre las puertas a patologías como la obesidad, la bulimia, la anorexia, las adicciones, el consumo compulsivo, la hipocondría, el estrés, las depresiones, los modernos síndromes… Toda la neurosis del hombre moderno podría resumirse sacando la media entre los síntomas del hombre encerrado y los del hombre promiscuo, fan de una estrella del rock o hincha de un equipo de fútbol. Si a ello añadimos el deseo de ser eternamente menores de edad engendrado por el pánico a la vejez y una creciente agresividad hacia lo distinto, tenemos lo que W. Reich calificó de peste emocional, la base psicológica de masas del fascismo. Por otra parte, el cuerpo humano sufre constantes agresiones en un medio urbano insalubre donde la contaminación, el ruido y las ondas de telefonía se asocian con la alimentación industrial y el consumo de ansiolíticos para causar alergias, cardiopatías, inmunodeficiencias, diabetes o cáncer, típicas enfermedades modernas que denuncian el estado de decadencia física de una población con hábitos de vida patógenos que ni las dietas televisivas, ni los ajardinamientos, ni la recogida selectiva de basuras pueden cambiar. La ciudad nos vuelve a todos a la vez, enfermos, neuróticos y fascistas.
Los dirigentes democráticos han conseguido por medios técnicos lo que los regímenes totalitarios lograron por medios políticos y policiales: la masificación por el aislamiento total, la movilidad incesante y el control absoluto. La urbe contemporánea es suavemente totalitaria porque es la realización de la utopía nazi-estalinista sin gulags ni ruido de cristales rotos. Asistimos al fin de las modalidades de control social propias de la época burguesa clásica. La familia, la fábrica, y la cárcel eran los medios disciplinarios susceptibles de integrar o reintegrar a los individuos en la sociedad de clases; el Estado del “bienestar” añadiría la escuela, el sindicato y la asistencia social. En la fase superior de la dominación en la que nos encontramos el sistema disciplinario es caro y tenido por ineficaz, dado que la finalidad ya no es la inserción o la rehabilitación de la peligrosidad social, sino su neutralización y contención. Por vez primera, se parte del principio de la inasimilabilidad de sectores enteros de la población, los excluidos o autoexcluidos del mercado, fácilmente identificables como jóvenes, independentistas, inmigrantes, precarios, mendigos, toxicómanos, minorías religiosas…, sectores cuyo potencial riesgo social hay que detectar, aislar y gestionar. Ya no solamente se persigue la infracción de la ley, sino la presupuesta voluntad de infringir. De esta forma el tratamiento de la exclusión social o de la protesta que genera deja las consideraciones políticas al margen y se vuelve directamente punitivo. En último extremo, todo el mundo es un infractor en potencia. La cuestión social se convierte así en cuestión criminal, conversión a la que contribuyen una serie de leyes, reformas o decretos que inculcan o suspenden derechos y que introducen un estado de excepción a la carta. Por ejemplo, la creación de la figura jurídica del “sospechoso” cubrirá legalmente las listas negras, la prisión sin juicio y la expulsión arbitraria. Se termina la separación de poderes, es decir, la independencia formal entre el gobierno, el parlamento y la judicatura. Entonces se instaura una guerra civil de baja intensidad que permite la represión encubierta de la población mal integrada, o sea, “sospechosa”. Los efectos sobre la ciudad son importantes puesto que la vigilancia propiamente carcelaria se extiende por todas sus calles. Primero son los bancos, centros comerciales, centros de ocio, edificios administrativos, estaciones, aeropuertos, etc., quienes ponen en marcha complejos sistemas de seguridad e identificación e instalan cámaras de videovigilancia; después, para impedir robos y sabotajes de empleados, se vigilan los lugares de trabajo; finalmente, es todo el espacio urbano el que se somete a la neurosis securitaria. Los vecinos, estimulados por los consistorios, contribuyen delatando conductas que consideran incívicas. La ciudad se acomoda a la cárcel con cualquier pretexto: los terroristas, los asesinos en serie, los pedófilos, los delincuentes juveniles, los extranjeros indocumentados…, incluso los fumadores. Todo es poco para calmar la histeria ciudadana que los medios de comunicación han fomentado. Si la familia o el sindicato entran en crisis como herramienta disciplinaria, otros instrumentos de contención y guarda experimentan un auge sin precedentes: el sistema de enseñanza, el complejo carcelario y el ghetto. La escolarización extensiva y prolongada es la mejor manera de localizar y domesticar a la población juvenil. La proliferación de modalidades de encierro y de libertad “vigilada” hace lo propio con la población trasgresora. Por fin, el elevado precio de la vivienda y el mobbing alejan a la población indeseable de los escenarios centrales donde rige la tolerancia cero, para concentrarla en suburbios acotados abandonados a sí mismos. De todo lo precedente no resultará aventurado deducir que el orden en las nuevas metrópolis donde nadie se puede esconder, es un orden totalitario, fascista.
La lucha por la liberación del espacio es una lucha frontal contra su privatización y mercantilización, lucha que transcurre en condiciones, ya lo hemos dicho, fascistas. Dichas condiciones dejan en situación muy difícil a los partidarios de la expropiación y de la gestión colectiva del espacio, y en cambio favorecen a los que prefieren decorar, paliar y administrar su degradación. Sin embargo la reconstrucción de una comunidad libre en un marco de relaciones fraternales e igualitarias depende absolutamente de la existencia de circuitos ajenos al capital y la mercancía, es decir, de un territorio que se ha de sustraer al mercado donde pueda asentarse y protegerse la población segregada. Las anteriores luchas contra el capital han contado siempre con zonas exteriores y opacas. Ahora no. Por lo tanto, hay que crearlas, pero no contentarse con eso.
Miguel Amorós
Conferencias en el Centro Social Anarquista La Revuelta, Zaragoza, el 19 de marzo de 2005 (II Jornadas Cuestionando la Urbe) y en el Koldo Michelena, Donosti, el 21 de marzo de 2005, organizada por la Asamblea Anti TAV (Jornadas ¿Desarrollo o desastre?).