viernes, 30 de octubre de 2009

Cornelius Castoriadis - Poder, Política, Autonomía



El autodespliegue del imaginario radical como sociedad y como historia -como lo socialhistórico- sólo se hace, y no puede dejar de hacerse, en y por las dos dimensiones del instituyente y de lo instituido. La institución, en el sentido fundador, es una creación originaria del campo social-histórico –del colectivo-anónimo- que sobrepasa, como eidos, toda “producción” posible de los individuos o de la subjetividad. El individuo -y los individuos- es institución, institución de una vez por todas e institución cada vez distinta en cada distinta sociedad. Es el polo cada vez específico de la imputación y de la atribución social establecidos según normas, sin las cuales no puede haber sociedad.

La subjetividad, como instancia reflexiva y deliberante (como pensamiento y voluntad) es proyecto social histórico, pues el origen (acaecido dos veces, en Grecia y en Europa Occidental, bajo modalidades diferentes) es datadle y localizable. En el núcleo de las dos, la mónada psíquica, irreductible a lo social-histórico, pero formable por éste casi ilimitadamente a condición de que la institución satisfaga algunos requisitos mínimos de la psique. El principal entre todos: nutrir a la psique de sentido diurno, lo cual se efectúa forzando e induciendo al ser humano singular, a través de un aprendizaje que empieza desde su nacimiento y que va robusteciendo su vida, invistiendo y dando sentido para sí a las partes emergidas del magma de significaciones imaginarias sociales instituidas cada vez por la sociedad y que son las que comparte con sus propias instituciones particulares.

Resulta evidente que lo social-histórico sobrepasa infinitamente toda “inter-subjetividad”. Este término viene a ser la hoja de parra que no logra cubrir la desnudez del pensamiento heredado a este respecto, la evidencia de su incapacidad para concebir lo social-histórico como tal. La sociedad no es reducible a la “intersubjetividad”, no es un cara-a-cara indefinidamente múltiple, pues el cara-a-cara o el espalda-a-espalda sólo pueden tener lugar entre sujetos ya socializados. Ninguna “cooperación” de sujetos sabría crear el lenguaje, por ejemplo. Y una asamblea de inconscientes nucleares sería imaginariamente más abstrusa que la peor sala de locos furiosos de un manicomio. La sociedad, en tanto que de siempre ya instituida, es auto-creación y capacidad de auto-alteración, obra del imaginario radical como instituyente
que se autoconstituye como sociedad constituida e imaginario social cada vez particularizado.

El individuo como tal no es, por lo tanto, “contingente” relativamente a la sociedad. Concretamente, la sociedad no es más que una mediación de encarnación y de incorporación fragmentaria y complementaria, de su institución y de sus significaciones imaginarias, por los individuos vivos, que hablan y se mueven. La sociedad ateniense no es otra cosa que los atenienses, sin los cuales no es más que restos de un paisaje trabajado, restos de mármol y de ánforas, de inscripciones indescifrables, estatuas salvadas de las aguas en alguna parte del Mediterráneo-, pero los atenienses son sólo atenienses por el nomos de las polis. En esta relación entre una sociedad instituida que sobrepasa infinitamente la totalidad de los individuos que la “componen”, pero no puede ser efectivamente más que en estado “realizado” en los individuos que ella fabrica, y en estos individuos puede verse un tipo de relación inédita y original, imposible de pensar bajo las categorías del todo y las partes, del conjunto y los elementos, de lo universal y lo particular, etc. Creándose, la sociedad crea al individuo y los individuos en y por los cuales sólo puede ser efectivamente. Pero la sociedad no es una propiedad de composición, ni un todo conteniendo otra cosa y algo más que sus partes -no sería más que por ello que sus “partes” son llamadas al ser, y a “ser así”, por ese “todo” que, en consecuencia, no puede ser más que por ellas, en un tipo de relación sin analogía en ningún otro lugar, que debe ser pensada por “ella misma”, a partir de “ella misma” como modelo de “sí misma”.

Pero a partir de aquí hay que ser muy precavidos. Se habría apenas avanzado (como algunos creen) diciendo: la sociedad hace los individuos que hacen la sociedad. La sociedad es obra del imaginario instituyente. Los individuos están hechos por la sociedad, al mismo tiempo que hacen y rehacen cada vez la sociedad instituida: en un sentido, ellos sí son sociedad. Los dos polos irreductibles son el imaginario, radical instituyente -el campo de creación sociohistórico-, por una parte, y la psique singular, por otra. A partir de la psique, la sociedad instituida hace cada vez a los individuos -que como tales, no pueden hacer más que la sociedad que les ha hecho-. Lo cual no es más que la imaginación radical de la psique que llega a transpirar a través de los estratos sucesivos de la coraza social que es el individuo, que la recubre y penetra hasta un cierto punto -límite insondable, ya que se da una acción de vuelta del ser humano singular sobre la sociedad-.

Nótese de entrada que una tal acción es rarísima y en todo caso imperceptible en la casi totalidad de las sociedades, donde reina la heteronomía instituida, y donde aparte del abanico de roles sociales predefinidos, las únicas vías de manifestación reparable de la psique singular son la transgresión y la patología. Sucede de manera distinta en aquellas sociedades donde la ruptura de la heteronomía completa permite una verdadera individualización del individuo, y donde la imaginación radical de la psique singular puede a la vez encontrar o crear los medios sociales de una expresión pública original y contribuir a la auto-alteración del mundo social. La institución y las significaciones imaginarias que lleva consigo y que la animan son creaciones de un mundo, el mundo de la sociedad dada, que se instaura desde el principio en la articulación entre un mundo “natural” y “sobre-natural” -más comúnmente “extra-social” y “mundo humano” propiamente dicho. Esta articulación puede ir desde la casi fusión imaginaria hasta la voluntad de separación más rotunda; desde la puesta de la sociedad al servicio del orden cósmico o de Dios hasta el delirio más extremo de dominación y enseñoramiento sobre la naturaleza. Pero, en todos los casos, la “naturaleza” como la “sobre-naturaleza”, son cada vez instituidas, en su propio sentido como tal y en sus innombrables articulaciones, y esta articulación contempla relaciones múltiples y cruzadas con las articulaciones de la sociedad misma instauradas cada vez por su institución. Creándose como eidos cada vez singular (las influencias, transmisiones históricas, continuidades, similitudes, etc., ciertamente existen y son enormes, como las preguntas que suscitan, pero no modifican en nada la situación principal y no pueden evitar la presente discusión), la sociedad se despliega en una multiplicidad de formas organizativas y organizadas. Se despliega, de entrada, como creación de un espacio y de un tiempo (de una espacialidad y de una temporalidad) que le son propias, pobladas de una cáfila de objetos “naturales”. “sobrenaturales” y “humanos”, vinculados por relaciones establecidas en cada ocasión por la sociedad, consideradas y sostenidas siempre sobre una propiedades inmanentes del ser-así del mundo. Pero estas propiedades son re-creadas, elegidas, filtradas, puestas en relación y sobre todo: dotadas de sentido por la institución y las significaciones imaginarias de la sociedad dada.

El discurso general sobre estas articulaciones, trivialidades dejadas de lado, es casi imposible, son cada vez obra de la sociedad considerada como tal, impregnada de sus significaciones imaginarias.

La “materialidad”, la “concretud” de tal o cual institución puede aparecer como idéntica o marcadamente similar entre dos sociedades, pero la inmersión, en cada ocasión, de esta aparente identidad material en un magma distinto de diferentes significaciones, es suficiente para alterarla en su efectividad social-histórica (así sucede con la escritura, con el mismo alfabeto, en Atenas el 450 a.C. y en Constantinopla en el 750 de nuestra era). La constatación de la existencia de universales a través de las sociedades -lenguaje, producción de la vida material, organización de la vida sexual y de la reproducción, normas y valores, etc.- está lejos de poder fundar una “teoría cualquiera de la sociedad y de la historia-. En efecto, no se puede negar en el interior de estas universales “formales” la existencia de otras universales más específicas: así, en lo que hace referencia al lenguaje, ciertas leyes fonológicas. Pero precisamente -como la escritura con el mismo alfabeto- estas leyes sólo conciernen a los límites del ser de la sociedad, que se despliega como sentido y significación. En el momento en que se trata de las “universales”, “gramaticales” o “sintácticas”, se encuentran preguntas mucho más temibles. Por ejemplo, la empresa de Chomsky debe enfrentarse a este dilema imposible: o bien las formas gramaticales (sintácticas) son totalmente indiferentes en cuanto al sentido enunciado del que todo traductor conoce lo absurdo del mismo; o bien estos contienen desde el primer lenguaje humano, y no se sabe cómo, todas las significaciones que aparecerán para siempre en la historia -lo cual comporta una pesada e ingenua metafísica de la historia. Decir que, en todo lenguaje debe ser posible expresar la idea “John ha dado una manzana a Mary” es correcto, pero tristemente insuficiente.

Uno de los universales que podemos “deducir” de la idea de sociedad, una vez que sabemos qué es una sociedad y qué es la psique, concierne a la validez efectiva (Geltung), positiva (en el sentido del “derecho positivo”) del inmenso edificio instituido. ¿Qué sucede para que la institución y las instituciones (lenguajes, definición de la “realidad” y de la “verdad”, maneras de hacer, trabajo, regulación sexual, permisión / prohibición, llamadas a dar la vida por la tribu o por la nación, casi siempre acogida con entusiasmo) se impongan a la psique, por esencia radicalmente rebelde a todo este pesado fárrago, que cuanto más lo perciba más repugnante le resultará? Dos vertientes se nos muestran para abordar la cuestión: la psíquica y la social.

Desde el punto de vista psíquico la fabricación social del individuo es un proceso histórico a través del cual la psiquis es constreñida (sea de una manera brutal o suave, es siempre por un acto que violenta su propia naturaleza) a abandonar (nunca totalmente, pero lo suficiente en cuanto necesidad / uso social) sus objetos y su mundo inicial y a investir unos objetos, un mundo, unas reglas que están socialmente instituidas. En esto consiste el verdadero sentido del proceso de sublimación. El requisito mínimo para que el proceso pueda desarrollarse es que la institución ofrezca a la psique un sentido -otro tipo de sentido que el protosentido de la mónada psíquica-. El individuo social que constituye así interiorizando el mundo y las significaciones creadas por la sociedad -interiorizando de este modo explícitamente fragmentos importantes e implícitamente su totalidad virtual por los “re-envíos” interminables que ligan magmáticamente cada fragmento de este mundo a los otros.

La vertiente social de este proceso es el conjunto de las instituciones que impregnan constantemente al ser humano desde su nacimiento, y en destacado primer lugar el otro social, generalmente pero no ineluctablemente la madre, (que toma conciencia de sí estando ya ella misma socializada de una manera determinada), y el lenguaje que hable ese otro. Desde una perspectiva más abstracta, se trata de la “parte” de todas las instituciones que tiende a la escolarización, al pupilaje, a la educación de los recién llegados –lo que los griegos denominan paideia: familia, ritos, escuela, costumbre y leyes, etc.

La validez efectiva de las instituciones está así asegurada de entrada y antes que nada por el proceso mismo mediante el cual el pequeño monstruo chillón se convierte en un individuo social. Y no puede convertirse en tal más que en la medida en que ha interiorizado el proceso.
Si definimos como poder la capacidad de una instancia cualquiera (personal o impersonal) de llevar a alguno (o algunos-unos) a hacer (o no hacer) lo que, a sí mismo, no habría necesariamente (o habría hecho quizá) es evidente que el mayor poder concebible es el de preformar a alguien de suerte que por sí mismo haga lo que se quería que hiciese sin necesidad de dominación (Herrschaft) o de poder explícito para llevarlo a... Resulta evidente que esto crea para el sujeto sometido a esa formación, a la vez la apariencia de la “espontaneidad” más completa y en la realidad estamos ante la heteronomía más total posible. En relación a este poder absoluto, todo poder explícito y toda dominación son deficientes y testimonian una caída irreversible. (En adelante hablaré de poder explícito; el término dominación debe ser reservado a situaciones social-históricas específicas, esas en las que se ha instituido una división asimétrica y antagónica del cuerpo social).

Anterior a todo poder explícito y, mucho más, anterior a toda “dominación”, la institución de la sociedad ejerce un infra-poder radical sobre todos los individuos que produce. Este infra-poder, manifestación y dimensión del poder instituyente del imaginario radical- no es localizable. Nunca es solo el de un individuo o una instancia determinada. Es “ejercido” por la sociedad instituida, pero detrás de ésta se halla la sociedad instituyente, “y desde que la institución se establece, lo social instituyente se sustrae, se distancia, está ya aparte”. A su alrededor la sociedad instituyente, por radical que sea su creación, trabaja siempre a partir y sobre lo ya constituido, se halla siempre -salvo por un punto inaccesible en su origen- en la historia. La sociedad instituyente es, por un lado, inmensurable, pero también siempre retoma lo ya dado, siguiendo las huellas de una herencia, y tampoco entonces se sabría fijar sus límites. Es pues, en cierto sentido, el poder del campo histórico-social mismo, el poder de autis, de Nadie.

La política tal y como ha sido creada por los griegos ha comportado la puesta en tela de juicio explícita de la institución establecida de la sociedad -lo que presuponía y esto se ve claramente afirmado en el siglo V, que al menos grandes partes de esta institución no tenían nada de “sagrado”, ni de “natural”, pero sustituyeron al nomos-. El movimiento democrático se acerca a lo que he denominado el poder explícito y tiende a reinstituirlo.

Tanto la política griega como la política kata ton orthon logon pueden ser definidas como la actividad colectiva explícita queriendo ser lúcida (reflexiva y deliberativa), dándose como objeto la institución de la sociedad como tal. Así pues, supone una puesta al día, ciertamente parcial, del instituyente en persona (dramáticamente, pero no de una manera exclusiva, ilustrada por los momentos de revolución). La creación de la política tiene lugar debido a que la institución dada de la sociedad es puesta en duda como tal y en su diferentes aspectos y dimensiones (lo que permite descubrir rápidamente, explicitar, pero también articular de una manera distinta la solidaridad), a partir de que una relación otra, inédita hasta entonces, se crea entre el instituyente y el instituido.

La política se sitúa pues de golpe, potencialmente, a un nivel a la vez radical y global, así como su vástago, la “filosofía política” clásica. Hemos dicho potencialmente ya que, como se sabe, muchas instituciones explícitas, y entre ellas, algunas que nos chocan particularmente (la esclavitud, el estatuto de las mujeres), en la práctica nunca fueron cuestionadas. Pero esta consideración no es pertinente. La creación de la democracia y de la filosofía es la creación del movimiento histórico en su origen, movimiento que se da desde el siglo VIII al siglo V, y que se acaba de hecho con el descalabro del 404.

La institución de la sociedad es considerada como obra humana (Demócrito, Mikros Diakosmos en la transmisión de Tzetzés). Al mismo tiempo los griegos supieron muy pronto que el ser humano será aquello que hagan los nomoi de la polis (claramente formulado por Simónides, la idea fue todavía respetada en varias ocasiones como una evidencia por Aristóteles). Sabían pues, que no existe ser humano que valga sin una polis que valga, que sea regida por el nomos apropiado. Es el descubrimiento de lo “arbitrario” del nomos al mismo tiempo que su dimensión constitutiva para el ser humano, individual y colectivo, lo que abre la discusión interminable sobre lo justo y lo injusto y sobre el “buen régimen”.

Es esta radicalidad y esta conciencia de la fabricación del individuo por la sociedad en la cual vive, lo que encontramos detrás de las obras filosóficas de la decadencia -del siglo IV, de Platón y de Aristóteles-, las dirige como una Selbstverstandlichkeit -y las alimenta-. No es de ninguna manera casualidad que el renacimiento de la vida política en Europa Occidental vaya unida, con relativa rapidez, a la reaparición de “utopías” radicales. Estas utopías
prueban, de entrada y antes que nada, esta conciencia: la institución es obra humana.

La creación por los griegos de la política y la filosofía es la primera aparición histórica del proyecto de autonomía colectiva e individual. Si queremos ser libres, debemos hacer nuestro nomos. Si queremos ser libres, nadie debe poder decirnos lo que debemos pensar.

Casi siempre y en todas partes las sociedades han vivido en la heteronomía instituida. En esta situación, la representación instituida de una fuente extra-social del nomos constituye una parte integrante. La negación de la dimensión instituyente de la sociedad, el recubrimiento del imaginario instituyente por el imaginario instituido va unido a la creación de individuos absolutamente conformados, que se viven y se piensan en la repetición.

La autonomía surge, como germen, desde que la pregunta explícita e ilimitada estalla, haciendo hincapié no sobre los “hechos” sino sobre las significaciones imaginarias sociales y su fundamento posible. Momento de la creación que inaugura, no sólo otro tipo de sociedad sino también otro tipo de individuos. Y digo bien germen, pues la autonomía, ya sea social o individual, es un proyecto. La aparición de la pregunta ilimitada crea un eidos histórico nuevo, -la reflexión en un sentido riguroso y amplio o autoreflexividad, así como el individuo que la encarna y las instituciones donde se instrumentaliza-. Lo que se pregunta, en el terreno social, es: ¿Son buenas nuestras leyes? ¿Son justas? ¿Qué leyes debemos hacer? Y en un plano individual: ¿Es verdad lo que pienso? ¿Cómo puedo saber si es verdad en el caso de que lo sea? El momento del nacimiento de la filosofía no es el de la aparición de la “pregunta por el ser”,
sino el de la aparición de la pregunta: ¿qué debemos pensar? (La “pregunta por el ser” no constituye mas que un momento; por otra parte, es planteada y resuelta a la vez en el Pentateuco, así como en la mayor parte de los libros sagrados). El momento del nacimiento de la democracia y de la política, no es el reino de la ley o del derecho, ni el de los “derechos del hombre”, ni siquiera el de la igualdad como tal de los ciudadanos: sino el de la aparición en el hacer efectivo de la colectividad en su puesta a tela de juicio de la ley. ¿Qué leyes debemos hacer? Es en este momento cuando nace la política y la libertad como social-históricamente efectiva. Nacimiento indisociable del de la filosofía (la ignorancia sistemática y de ningún modo accidental de esta indisociación es lo que falsea constantemente la mirada de Heidegger sobre los griegos así como sobre el resto).

Autonomía, auto-nomos, darse uno mismo sus leyes. Precisión apenas necesaria después de lo que hemos dicho sobre la heteronomía. Aparición de un eidos nuevo en la historia del ser: un
tipo de ser que se da a sí mismo, reflexivamente, sus leyes de ser. Esta autonomía no tiene nada que ver con la “autonomía” kantiana por múltiples razones, basta aquí con mencionar una: no se trata, para ella, de descubrir en una Razón inmutable una ley que se dará de una vez por todas -sino de interrogarse sobre la ley y sus fundamentos, y no quedarse fascinado por esta interrogación, sino hacer e instituir (así pues, decir)-. La autonomía es el actuar reflexivo de una razón que se crea en un movimiento sin fin, de una manera a la vez individual y social.

Llegamos a la política propiamente dicha y empezamos por el protéron pros hémas, para facilitar la comprensión: el individuo ¿En qué sentido un individuo puede ser autónomo? Esta pregunta tiene dos aspectos: interno y externo. El aspecto interno: en el núcleo del individuo se encuentra una psique (inconsciente, pulsional) que no se trata ni de eliminar ni de domesticar; ello no sería simplemente imposible, de hecho supondría matar al ser humano. Y el individuo en cada momento lleva consigo, en sí, una historia que no puede ni debe “eliminar”, ya que su reflexividad misma, su lucidez, son, de algún modo, el producto.

La autonomía del individuo consiste precisamente en que establece otra relación entre la instancia reflexiva y las demás instancias psíquicas, así como entre su presente y la historia mediante la cual él se hace tal como es, le permite escapar de la servidumbre de la repetición, de volver sobre sí mismo, de las razones de su pensamiento y de los motivos de sus actos, guiado por la intención de la verdad y la elucidación de su deseo. Que esta autonomía pueda efectivamente alterar el comportamiento del individuo (como sabemos que lo puede hacer), quiere decir que éste ha dejado de ser puro producto de su psique, de su historia, y de la institución que lo ha formado. Dicho de otro modo, la formación de una instancia reflexiva y deliberante, de la verdadera subjetividad, libera la imaginación radical del ser humano singular como fuente de creación y alteración, y le permite alcanzar una libertad efectiva, que presupone ciertamente la indeterminación del mundo psíquico y la permeabilidad en su seno, pero conlleva también el hecho de que el sentido simplemente dado deja de ser planteado (lo cual sucede siempre cuando se trata del mundo social-histórico), y existe elección del sentido no dictado con anterioridad. Dicho de otra manera una vez más, en el despliegue y la formación de este sentido, sea cual sea la fuente (imaginación radical creadora del ser singular o recepción de un sentido socialmente creado), la instancia reflexiva, una vez constituida, juega un rol activo y no predeterminado. A su alrededor, esto presupone también un mecanismo psíquico: ser autónomo implica que se le ha investido psíquicamente la libertad y la pretensión de verdad. Si ese no fuera el caso, no se comprendería por qué Kant, se esfuerza en las Críticas, en lugar de divertirse con otra cosa. Y este investimiento psíquico, -“determinación empírica”- no quita la eventual validez de las ideas contenidas en las Críticas ni la merecida admiración que nos produce el audaz anciano, ni al valor moral de su empresa. Porque desatiende todas estas consideraciones, la libertad de la filosofía heredada permanece como ficción, fantasma sin cuerpo, constructum sin interés “para nosotros, hambres distintos”, según la expresión obsesivamente repetida por el mismo Kant.

El aspecto externo nos sumerge de lleno en medio del océano social-histórico. Yo no puedo ser libre solo, ni en cualquier sociedad (ilusión de Descartes, que pretendió olvidar que él estaba sentado sobre veintidós siglos de preguntas y de dudas, que vivía en una sociedad donde, desde hacía siglos, la Revelación como fe del carbonero dejó de funcionar, la “demostración” de la existencia de Dios se convirtió en exigible para todos aquellos que, incluso los creyentes, pensaban). No se trata de la ausencia de coacción formal (“opresión” sino de la ineliminable interiorización de la institución social sin la cual no hay individuo. Para investir la libertad y la verdad, es necesario que éstas hayan ya aparecido como significaciones imaginarias sociales. Para que los individuos pretendan que surja la autonomía, es preciso que el campo social-histórico ya se haya auto-alterado de manera que permita abrir un espacio de interrogación sin límites (sin Revelación instituida, por ejemplo).

Toda institución, por más lúcida, reflexiva y deseada que sea surge del imaginario instituyente, que no es ni formalizable ni localizable. Toda institución, así como la revolución más radical que se pueda concebir, sucede siempre en una historia ya dada e incluso por más que tenga el proyecto alocado de hacer tabla rasa total, se encuentra que debería utilizar los objetos de la tabla para hacerla rasa. El presente transforma siempre el pasado en pasado-presente, es decir que el ahora adecuado no será más que la “re-interpretación” constante a partir de lo que se está creando, pensando, poniendo -pero es este pasado, no cualquier pasado, el que el presente modela a partir de su imaginario. Toda la sociedad debe proyectarse en un porvenir que es esencialmente incierto y aleatorio. Toda sociedad deberá socializar la psique de los seres que la componen, y la naturaleza de esta psique impone tanto a los modos como al contenido de esta socialización de fuerzas tan inciertas como decisivas.

La política es proyecto de autonomía:
actividad colectiva reflexionada y lúcida tendiendo a la institución global de la sociedad como tal. Para decirlo en otros términos, concierne a todo lo que, en la sociedad, es participable y compartible. Pues esta actividad auto-instituyente aparece así como no conociendo, y no reconociendo, de jure, ningún límite (prescindiendo de las leyes naturales y biológicas).

Si la política es proyecto de autonomía individual y social (dos caras de lo mismo), se derivan buenas y abundantes consecuencias sustantivas. En efecto, el proyecto de autonomía debe ser puesto (“aceptado”, “postulado”). La idea de autonomía no puede ser fundada ni demostrada, toda fundación o demostración la presupone (ninguna “fundación” de la reflexión sin presuposición de la reflexividad).

La autonomía es pues el proyecto -y ahora nos situamos sobre un plano a la vez ontológico y político- que tiende, en un sentido amplio, a la puesta al día del poder instituyente y su explicación reflexiva (que no puede nunca ser más que parcial); y en un sentido más estricto, la reabsorción de lo político, como poder explícito, en la política, actividad lúcida y deliberante que tiene como objeto la institución explícita de la sociedad (así como de todo poder explícito)
y su función como nomos, diké, télos -legislación, jurisdicción, gobierno- hacia fines comunes y obras públicas que la sociedad se haya propuesto deliberadamente.

Su fin puede formularse así: crear las instituciones que, interiorizadas por los individuos, faciliten lo más posible el acceso a su autonomía individual y su posibilidad de participación efectiva en todo poder explícito existente en la sociedad.

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